sábado, 31 de enero de 2015

Diego Kraken (Argentina)


El renacimiento

(Radioteatro)

 

(Música de fondo del Guardaespalda) 

 

 Locutor: Esta es la historia de Carlos González una criatura que nos brindara sus historias a partir  de su destino, pero no quiero aburrilos con cosas que podrían ser. Nos encontramos en su nacimiento en la maternidad de un pueblo llamado Alberti donde todo es tranquilidad y armonía, pero no todos tienen ese destino, si no pregúntele a la madre que tendría que pagar la consecuencia del partero  

 

(Fin de música de fondo del Guardaespaldas)

 

 

Partero: a crees que vas a poder con nosotros ¡ENFERMERO, traiga la  cuchilla!

 

Enfermero: (vos del jorobado) aquí tiene jefecito

 

(Sonido de cuchillos oxidados, luego un sonido de un portazo abriéndose)

 

Enfermera: (gritos desesperados) ¡DOCTOR, DOCTOR HAY UNA PACIENTE QUE ESTA POR PARIR…! ¡SE ESTA MURIENDO!

 

(Sonido de golpe de puño en la mesa de fastidio)

 

Partero: (enojado) ¡no ves que estoy en una importante operación!... bueno, bueno enfermero continúe con la operación, pero el churrasco grande es mío

 

(Música de fondo del Guardaespaldas sonidos de correr desesperados)

 

 Locutor: El partero corrió a la habitación donde estaba la paciente y su marido                                           

 

(Fin de música del Guardaespaldas sonido abriendo la puerta)

 

Partero(sin ningún problema):  como se siente señora.

 

Paciente: (gritando agitada) ¡No ves que me estoy muriendo!...  ¡esta por nacer mi hijo y me duele mucho!...

 

Marido: (desesperado)   ¡Haga doctor estoy desesperado!

 

Partero: tranquilo o le daré una golpiza  vaya para afuera (grita) ¡ENFERMERA, ENFERMERA!

(Sonido de abrir la puerta)

Enfermera: sí doctor

 

Partero: traiga una escoba    

 

Enfermera: (curiosa) ¿está sucio el piso?

                                             

Partero: no hay un cuervo en el techo (enojado) les dije siempre que sierren la ventana

                                                     

(Sonidos de escobazos en el techo)

 

Paciente: (suplicando con lágrimas)  ¡No aguanto más, me estoy quedando ciega!...  siento como la muerte recorre su dolor por mi cuerpo

                                        

(Sonido de cachetazo)

 

Partero: (golpeándola) ¡CÁLLATE CARAJO! o la sigo golpeando

 

Paciente: (gritando y llorando) ¡NO ME GOLPEE MÁS!

 

Partero: ¡igor!... eh digo… ¡ENFERMERO!

                                          (Sonido de abrir la puerta)

Enfermero: que quiere jefe el churrasco lo puse en los frasco de los transplante de riñones

 

Partero: silencio idiota y calienta la caldera para preparar la sopa  y trae la pinza de la última operación cerebral eh, eh trae lo que te pido

 

Enfermero: (contento) aquí lo tiene

 

(Sonidos de guante de gomas poniéndose en la mano)

 

Partero: bueno… señora abra las piernas que meto  la mano y mire que esta fría

 

Paciente: (grito de desesperación) ¡AAAAAAAAAAAAAA!

 

Partero: ¡Mmm!…. Es muy grande la cabeza pendejo salís o salís  

               Señora prepárese que aquí viene la pinza

 

(Sonidos de pinzas)

 

Paciente: ¡AAAAAAAAAAA! ¡no aguanto más este dolor!

                                               

(Música del Guardaespaldas)

 

Locutor: ¿Podrá salir Carlos de la madre?, ella morirá, el marido ¿dónde esta? ¿Podrá el partero hacer su trabajo y comer su churrasco temprano? eso nos vamos a enterar en el próximo  capitulo del “El renacimiento”

 

(Música  del Guardaespalda por un minuto y se apaga de apoco)

 

Fin
Dibujo realizado por Diego Kraken 

Mario Capasso (Argentina)






 Piedras abajo


Cae la llovizna y el hombre, que ya ni repara en ella, apostado en la terraza, con el cuerpo levemente inclinado hacia la derecha, apunta con su arma a uno de los que ahí abajo, en la calle, no se queda quieto ni un momento y coloca una piedra tras otra. Si al menos se detuviera un instante, si cualquiera de ellos se detuviera un instante, se ilusiona el hombre del arma, que sacude la cabeza para desprenderse de las gotitas y que enseguida se pregunta si él entonces tendría el valor o la suerte de disparar. ¿Y si tuviera alguna de esas cosas? ¿Y si además acertara con el tiro justo y derribara a alguno por la vía de un balazo en la frente? ¿Qué pasaría entonces? ¿Qué harían los otros? Los otros, sí, los que no ha podido contar de tan iguales y construyen ese empedrado bajo la llovizna que no cesa y el cielo que nunca aclara. Confusamente reconoce no saberlo, el hombre del arma apunta y no acierta con las respuestas, y tampoco sabe, o no lo recuerda ahora, cuándo fue que empezó todo, y todo es este presente en el que los de "la cuadrilla", como él llama al grupo, van colocando una piedra y luego otra y otra más y sin embargo la construcción parece no avanzar, como si cada piedra reemplazara a una anterior y así. Y así. Entonces el hombre en la terraza, que ha pensado todas estas cosas, que ha dejado de apuntar, que ha colocado el arma en el piso, apoyada contra la pared, lanza al aire un resoplido y repite el gesto de sacudir la cabeza, trata de fijar mejor la vista, intenta concentrar su atención y comprender los movimientos de los que están ahí abajo, en la calle, y una vez más no lo logra, falla como ha venido fallando hasta ahora. Tiene al menos una certeza, y eso lo tranquiliza un poco, pues los de "la cuadrilla", como él los llama, jamás elevarán la vista para mirarlo, la experiencia de esas jornadas se lo ha enseñado, porque ellos permanecen más bien distantes, indiferentes, lo ignoran o quizá simulan ignorarlo, y eso que alguna vez les ha gritado, si hasta los insultó aquella tarde de hace algunas semanas, pero ellos siguieron y siguen reconcentrados en su trabajo diurno. Diurno sí, porque durante las noches. Las noches ahí abajo son otra cosa, esa es la verdad, pero, se dice enseguida, mejor no pensar ahora en lo que será la noche, y menos justo ahora que la hija ha subido y le ha traído una taza con café o algo que debería parecerse, la hija no debe ni siquiera sospechar lo que sucede durante las noches allí abajo. Abajo, el insoportable abajo de las noches, cuando la oscuridad es casi total, apenas casi, porque la luz de la luna, aun con las nubes, le permite entrever lo que pasa en la calle y es terrible y, pero basta ya de pensar en eso, que la hija se moja también y le está preguntando algo y él en lugar de contestar le pregunta si ha dormido bien, y también si ha estudiado, y la hija parpadea y se encoge de hombros y dice para qué, y agrega que mamá ha dicho que le diga matalos, decile a tu papá que los mate, que los mate a todos, que hoy, que eso ha ordenado su madre, y el que hoy vuelve a sonar, implacable, definitivo. Entonces el hombre expulsa un suspiro, mira hacia las otras terrazas, y se da cuenta o acaso apenas intuye que ya no habrá un disparo para absolverlo, que ya los otros han dejado de vigilar y de apuntar a los de "la cuadrilla", como él los llama, o tal vez quede todavía alguno en algún lugar que él no alcanza a observar, eso podría ser, se esperanza, eso podría ser, se repite, y así entonces quizás podría surgir de alguna otra parte el fogonazo salvador, el movimiento que pusiera en juego una ficha nueva en ese tablero en el que los de abajo ponen piedras en la calle y los de arriba vigilan y apuntan y no hacen fuego y esperan, eso si es que a esta altura queda alguno, alguno como él, que no se va a dar por vencido, y cuando se da vuelta y quiere decirle algo la hija se ha marchado y la llovizna sigue, entonces agarra la taza y bebe el café, que a todo esto se ha enfriado, cada gota se ha puesto más negra y se ha enfriado en ese invierno que parece no irá a terminar jamás, mientras el ruido de las piedras abajo sigue. De un trago, o dos, no más, el hombre ha bebido y ya está de nuevo apuntando, o más bien tratando de apuntar a la cabeza de alguno que, hijo de puta, no se queda quieto ni un instante, ni uno, y se agacha y coloca una piedra y luego otra y él intenta tenerlo en la mira y tal vez un solo tiro bastaría. Así las horas de la mañana pasan y pasan, como piedras.

Ahora es el mediodía, deduce el hombre en la terraza, abajo nada ha cambiado pero ha subido su mujer siempre con el mismo vestido y le ha traído algo para que coma. Es lo que hay, le ha dicho o es lo que él ha creído oír. La mujer se ha quedado algo alejada, no se asoma para nada a la calle y permanece algo rígida y lo mira, y cuando él mueve los labios ella abre la boca y le dice matalos, qué esperás para matarlos, no ves acaso lo que va a pasar si vos no los matás de una vez por todas, y cuando el hombre escucha las palabras, antes de que las palabras se terminen, deja de apuntar y apoya el arma a su derecha, contra la pared, y comienza a dejar que el pan se moje en su mano, el pan que le han traído, uno sólo hoy, apenas uno y tan breve, piensa, aunque no pregunta nada y el pan se moja en la lluvia que no cesa, y el hombre le dice a la mujer por qué no me trajiste ropa seca, y la mujer se da media vuelta y se aleja, y ya casi desaparece pero antes le dice te dije bien clarito que los mataras, y escupe con violencia y dice otra vez yo te lo dije y se va. La mujer ya no está y el hombre mira la terraza vacía y casi no la reconoce, tal vez por la bruma que crea la llovizna y que desdibuja todas las cosas. Luego come, despacio, el pan entra mojado en el cuerpo mojado. El cielo sigue igual y la llovizna sigue igual. El hombre termina de masticar sin apuro ese pan que le han traído y ahora le duelen las piernas, por momentos el dolor se le mezcla con el recuerdo del dolor, tal vez el de hace un rato cuando aún no se había dado cuenta que las piernas le dolían, o quizás el de hace unos años, cuando los dolores todavía no se le mezclaban. Trata de olvidar el dolor y se asoma y allí están nomás, las piedras, los hombres moviéndose y el paisaje de las piedras infinitas, y uno de los hombres ahora se está secando la frente con un trapo, guarda el trapo en el bolsillo y parece que va a mirarlo a él, pero no, se da vuelta apenas un poco y en apariencia habla con el que está al lado, y el que está al lado sonríe, asiente con la cabeza y no dice nada y se agacha y coloca una piedra, otra piedra que no agrega nada.

Es noche ahora y la llovizna sigue. Las piedras están quietas. Las mujeres han llegado y los hombres de "la cuadrilla", como él los llama, comienzan a meterse en ellas, que van pasando de mano en mano, de cuerpo en cuerpo, una tras otra, y las mujeres se dejan caer una tras otra. Hasta el ruido de la noche es similar al que se escucha durante los días, un ruido seco y duro, y él que no cede, allí arriba, en la terraza, empapado en lluvia y sudor, sin descanso posible espera que su mujer o su hija le alcancen algo para comer y alguna ropa seca. Mientras tanto, fuerza la vista y ni siquiera alcanza a distinguir aunque sea una de las caras de las mujeres, al menos una de las que cada vez parecen ser más y más, es así, no hay vuelta que darle, como si cada noche alguna se sumara, o más de una. Pero las caras se le borronean sin remedio en el interior de la neblina mientras él se sigue mojando ahí arriba y ya hace rato que no apunta, no apunta y oye las risas de los hombres de abajo, que parecen esta noche renovarse y festejar algo, como si a la fiesta hubiera llegado el último invitado. El que permanece arriba sufre con las risas de los hombres que no dejan de moverse y de penetrar en las mujeres y no lo miran nunca.

Ha sido una noche terrible, piensa el hombre, quizás la peor que le ha tocado presenciar, pero en algún impreciso momento advierte que por suerte ha terminado, un leve cambio en la luz del amanecer, o tal vez la señal haya sido el hecho de que las mujeres ya no están en la calle y están las piedras, lo que para el de arriba es casi lo mismo, salvo por las risas y el jadear de los hombres, porque el ruido es siempre igual, un ruido seco y duro, de piedras o de mujeres que se van incrustando. Y entonces, aunque llueve igual que los otros días y el cielo sigue tan oscuro como siempre y las horas han pasado tan iguales, el hombre se da cuenta de que algo ha cambiado. La hija no ha subido, y no hay café esa mañana y hay más viento, un viento arremolinado que lo hace tiritar. Y pensar. Tendría que disparar, ahora, ¿qué puede pasar?, o a lo mejor convendría esperar, ¿qué podría pasar?, con apenas un tiro la pesadilla habrá terminado, o comenzará a terminarse, se dice, pero no dispara, no dispara y las horas del día transcurren con los minutos cada vez más pesados, una carga por momentos insoportable, se dice, y encima nadie le ha traído ni bebida ni comida ni ropa seca, y que no importa, se dice el hombre en la terraza, no importan ni el frío ni el hambre ni el cansancio, ya nada tiene la menor importancia, ni siquiera el viento y la llovizna, se dice. Él no se va a dar por vencido, jamás, y apenas alguno se quede quieto apuntará bien y apretará el gatillo, se dice. Están atrapados, se dice.


http://congresoartes.com.ar

Graciela “boticaria” Amalfi.(Argentina)

                                Pintura Vladimir Kush


Cuentos boticarios  2012 para contar en voz alta. La mujer del muelle.



    La sirena del barco sonó silenciosa y alejada. Los amantes se despidieron en el muelle. La promesa de un regreso rápido se dibujó en las palabras de Manuel. Ella,  entre lágrimas y sonrisas, agitaba su pañuelo y secaba su cara. La soledad empezó a entrar en su cuerpo sin preguntar si podía hacerlo. Su vestido lila con pespuntes se deslizaba largo y sutil por su cuerpo delgado.

   El mar se adueñó de su enamorado, del barco y de los otros viajeros también.

   Lucía conservaba entre sus manos una carta, donde se leía “Espérame dulce Lucía, pronto regresaré”. Nunca dejó de esperarlo. Todos los domingos cuando arribaba un barco, ella iba al muelle con su vestido lila y la carta apretada en sus manos.

   Todos los domingos…

    No miraba a nadie, esquivaba todas las caras que se enfrentaban con la suya. Como Penélope, esperaba y esperaba. En lugar de un andén acá, el testigo, era un muelle.

    El muelle de “La loca Lucía”. Así lo llamaban en el pueblo. Los chicos se acercaban a ella y se burlaban, imitaban sus gestos. Los años iban pasando. Manuel no bajó de ningún barco. El vestido se fue arrugando como su piel, la carta fue perdiendo las letras.

 A pesar de todo… ella seguía esperando.

Y todos los domingos, se sentaba en el muelle para ver la llegada del barco de turno, observaba a cada persona, pero él no estaba.

  Siempre con su vestido lila, para que cuando Manuel se bajara la viera enseguida y corriera a abrazarla.

 El tiempo pasó rápido, ella decidió quedarse en el muelle para siempre, para qué ir a su casa y regresar otra vez. Ahí se sentía cerca del mar, del barco, de él.

  Un grupo de personas intentó encerrarla en un psiquiátrico, no pudieron arrancarla del sitio, sus pies habían echado raíces en el muelle de “La loca Lucía”.

  Los niños de las burlas llegaron a ser hombres, algunos también decidieron embarcarse y huir hacia otro lado.

  Ella murió un día de invierno en el muelle, bajo una incesante llovizna. Su vestido lila estaba desteñido, de la carta sólo quedaba un pedazo quebrado y seco.

  La sepultaron en el cementerio del lugar. Manuel no regresó, como tampoco lo hicieron los niños convertidos en hombres.

  Contaban en el pueblo que cada enamorada abandonada, iba a llorar su desgracia, al muelle de “La loca Lucía”.

    Ellos, no regresaban.

    Ellas, permanecían inmóviles en el lugar, hasta que la piel hecha arrugas, decidía abandonarlas también…

                                                                                                                NOVIEMBRE 2011

Pablo Javier Resa (Argentina)

 

Cierto




Nada se parece tampoco el más cercano

aviso el más sonoro el que más le queda

lejos cuando los trozos se estrellan en el piso

cuando se astilla así tanta apuesta

tanto día y tanta noche como si lo

por delante no fuera más que dejarse

llevar por los vientos de la buena cosecha

tanto ver lluvia haciendo mapa en las ventanas

frescos continentes alivios sobre

la tierra seca de ciertos pasados

mapa sobre mapa inquieta lluvia

y uno no quiere que deje de llover

da gusto ver ese relevo no apena

la caída de viejas cartografías

pero suceden los avisos las puertas

abiertas con la boca fría el aliento

de escarcha los cielos de azul

marino las ramas temblando

y no una sino tantas veces avisa

el temporal avecina y nada se parece

uno no quiere que se parezca

asegura que no hay parecido

y así se gana el golpe de telón

sobre la propia humanidad como si acaso

anduviera uno pagando culpas de viejos

teloneros y otras vez otra vez otra

es la historia y es la misma el mismo

golpe pero el cuerpo es otro el de uno

es otro el que no aprende es otro

el precipicio de continentes es

ya incontenible ya fatal ya cierto

como de rayo es cierto.



      

Oblongos




Los frentes Témperley recién lavados de las casas

las autopistas que llevan y traen amigo campo cercano

el cuello de cisne recostado de pluma pena y demasía

departamentos pehache-en-fondo Lanús y Escalada

tótem conventillos estirando cuello al cielo de La Boca

todo se oblonga hoy se curva se grave se mira a sí

como gota a los ojos que mediara

mientras hago ruta y vistatrás en los semáforos

de todo barrio bajo lluvia en Buenos Aires

al volante yo de cavilación salpicados retrovisores

mediara decía entre tus mejillas y las mías

nunca llueve dos veces al idéntico

no aciertan mismo sitio y modo las gotitas

y siempre quedan buenas lluvias por delante

aunque ahora las esquinas se aneguen nieguen

dar despeje a los ríos que rían detrás nuestro

y es que lo bien llovido tan hace poco

tus barrios y los míos saliendo anteayer

al balcón pleno sol pleno juego sonrisa

o bien mutuo lavar rostro a cuatro manos tiernas

duele este lento deslizar mínimo múltiple ejército 

común y sin embargo inesperado o acaso inoportuno

sobre malvones rojos besos al doliente esta mañana

que de tan curva se me impone de mejillas

recuerdos de vos de mí pintan hoy los labios a

rouge corrido de avenidas hacia el Río de La Plata

bajo fondo que ansío fin de lluvia yo que

tanto amo la lluvia ese mar oleándome la historia.