Pintura Jose Guadalupe
Relato de un ciclista
Hace
unos días salí a montar bicicleta. Si se supiera lo que me costó aprender, se
entendería el enorme gozo que me llenó cuando sentí las pistas deslizarse bajo
mis pies que pedaleaban. Fue una experiencia única, recorrí varias calles,
avenidas, jirones, alguna plaza, el límite del mercado de la zona B de San Juan
de Miraflores –hay mucho espacio de tránsito por ahí–, incluso levanté las
manos y grité con todas mis fuerzas: «Soy un campeón de mierda», y puede que
algún transeúnte me hubiese escuchado y se ofendiera, mas no me importó, en
aquellos instantes yo era amo y señor de la calzada. Sólo había de tener gran
cuidado, los automóviles pasaban (algunos con velocidad excesiva) cerca de mí.
Yo era un maestro de las pistas, conseguí evadir a esos armatostes plásticos y
desplazarme con soltura en medio de un territorio que ahora consideraba mío.
Debí percibir que todo acabaría en desastre. Primero
estuve a punto de atropellar a una anciana. Esta había aparecido de la nada,
lanzándose prácticamente contra mi medio de transporte. Gracias a un rodeo,
conseguí evadirla. «Uf», dije, «estuve cerca, muy cerca de...», con torpeza
volteé la vista hacia ella, quien había alzado su puño izquierdo en señal de
enojo y emitía una retahíla de palabrotas.
Fue cuando lo peor tuvo lugar.
No me fijé en el pequeño perro gris que
cruzaba la pista, proveniente de un parque. Le pasé por encima. Escuché un
sonido similar a un «cronch». Su carne estaba dura, como una gruesa madeja de
hilo. De inmediato frené. Atisbe el cuerpo caído durante diez segundos. El can
era en verdad muy chico de estatura, muy peludo –su pelaje era enmarañado–, de
cola y orejas muy cortas. Su lengua se hallaba a un lado. ¿Se la había mordido
durante el impacto y se la había cercenado? No había sangre, qué raro. Escruté
alrededor mío por si alguien me había visto. La mujer que casi arrollara un
minuto antes se alejaba varios metros de mí. No había otra persona cerca, lo
cual era extraño, pues la avenida Jesús Morales de mi distrito suele ser muy
transitada. He tenido suerte, pensé. Pero el canino no la había tenido. Sentí gran
pena por él. Me acerqué al cuerpo inerte. No sé por qué lo cargué con mis dos
brazos, realmente era diminuto, del tamaño de mi antebrazo –o menos–, así de
pequeño era.
Lo observé bien, no conseguí hallar ninguna
herida visible. No comprendí. ¿Quizá tenía puros destrozos internos? De repente
el perro abrió sus ojos (eran amarillos) y me mordió en la mano izquierda,
infringiéndome una notable laceración. Me ladró, aquellos sonidos perrunos
semejaban una risa malévola. A continuación, el animal se difuminó en el aire
(pues yo hace rato que lo hube soltado, por eso estoy seguro de que estaba
flotando) como si fuese una pelusa de humo o una diminuta bomba de gas
lacrimógeno; o una mezcla de ambos. Me asusté. Cogí mi bicicleta y escapé a
toda carrera de ahí.
Al llegar a mi casa, me duché. No cené. Fui a
mi cama a dormir temprano para intentar olvidar aquello que me había
acontecido. Y para intentar confundirlo con algo soñado.
No he podido borrarlo de mi mente.
La experiencia tuvo lugar hace nueve
días.
No he conseguido olvidarlo. Nunca lo
haré.
Mi herida ha sanado, aunque no del
todo. Quedó allí una notoria cicatriz que de vez en cuando me pica. Hay noches
(madrugadas) en las que aparte de escocerme, me duele.
Sigo montando bicicleta. Me resulta
menos divertido que antes, pero me entretiene.
Manejo el transporte a diario. Ya no
transito por aquel lugar, el del incidente; ya no más.
Pienso mucho en todo ello, y he
encontrado la respuesta.
No se lo he contado a nadie. ¿Quién
podría creerme? A los ciclistas no nos ocurren estas cosas; mejor dicho: no
deberían ocurrir. Tal vez no vuelva a pasar, mas no me confiaré. Por eso ahora
manejo con gran cuidado. No quiero toparme de nuevo con una de esas criaturas.
Conozco su leyenda, mi abuelo me la
narró cuando era niño; hice memoria y la he recordado. Ellos lucen como animales, se atraviesan de súbito cuando alguien
maneja un vehículo, con el fin de provocar accidentes. Tal parece que les
encanta la sangre derramada, que buscan la muerte de los choferes, de los
pasajeros.
No se sabe por qué lo hacen, aunque
es seguro que sienten gran placer con el dolor, los decesos y la destrucción.
Tampoco se sabe de dónde vienen, quizá de algún sitio parecido al Averno.
Suelen adoptar la forma de perros, gatos, aves, y también actúan en los
espacios rurales, donde toman el aspecto de animales de campo, silvestres o,
incluso, salvajes.
Hacen aquello para dañar a los seres
humanos. Nos odian, y desconozco la causa, ¿por qué repudian a la gente? ¿Por
qué anhelan causar sufrimiento en los individuos? Es algo que nunca sabré,
aunque quizá la respuesta se halle en los tiempos ancestrales, cuando no
usábamos medios de locomoción para trasladarnos, cuando solo caminábamos para
llegar de un lugar a otro. Entonces, a lo mejor no somos nosotros el problema,
sino los medios de transporte. Desde luego, si alguien maneja el vehículo, esta
persona también ha de pagar el precio. Hombre y máquina, ambos son enemigos de
esas macabras entidades.
¿Por qué se meten con las
bicicletas? No hacen ruido, no contaminan, no dañan el suelo, ni el aire.
Supongo que es el movimiento, la prisa, la velocidad que supera los límites de
la capacidad humana. O puede que tan solo detesten que atiborremos las calles,
los espacios que alguna vez fueron suyos. Una ciudad, un país, un mundo
atestado de ruedas.
A veces, cuando (por casualidad) se
les atrapa, se muestran como son. Eso les disgusta bastante, que los vislumbren
en su dimensión verdadera.
Yo lo he visto, y aquello me ha mirado.
Por eso sé que un día volverá por
mí.
Interesante, las entidades que moran en todas dimensiones, incluso en la de los humanos.
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