martes, 26 de diciembre de 2017

Patricia K. Olivera

                                           Pintura de Kuitka
El trabajo
Miró el reloj con impaciencia. No sabía que ese día la tienda abría una hora más tarde, y ya llevaba dos horas paseándose de aquí para allá. Los transeúntes, somnolientos, arrebujados en sus abrigos de invierno, pasaban a su lado apenas sin mirarlo. Había tantos locos hoy en día que no les causaba extrañeza ver que hablaba consigo mismo. No podía perder más tiempo, tenía que hacer el trabajo esa misma noche. Ese cliente era muy rico y poderoso, tanto que igual mandaba a matar a quien no hacía su voluntad.
Buscó algunas monedas en el bolsillo del saco para la máquina de café que había en la esquina, pero lo olvidó cuando vio que abrían el comercio. Entró ansioso, ante la mirada hastiada de los empleados que iban ocupando sus lugares. Se dirigió a la sección correspondiente, bastante más apartada del resto, y eligió cinco bidones grandes que contenían un líquido transparente; aguardó a que el empleado hiciera la factura, mientras sus dedos tamborileaban impacientes sobre la superficie del mostrador.
Al fin se fue con la compra cargada en la caja de la camioneta. Hizo el trayecto cantando y silbando: si todo salía bien, esa noche tendría la billetera abultada. Manejó hasta una zona apartada, muy solitaria, e ingresó a una estación de servicio abandonada, cambió las ropas de calle por ropas de trabajo y comenzó a descargar los bidones. Luego, se acercó a una bañera de hierro oxidado, oculta tras una pila de madera, desde cuyo interior, inmóvil gracias a la potente droga que le había suministrado, una de las «queridas» de ese cliente poderoso lo observaba con terror en los ojos.
―No sé lo que habrás hecho y lo siento por ti ―dijo, mirándola con compasión, mientras se colocaba una máscara y guantes especiales―, pero necesito el dinero. Tengo algunos problemillas y debo largarme de aquí ―continuó, con la voz distorsionada por la máscara―. Este va a ser mi mejor trabajo ―murmuró con orgullo.
Comenzó a verter el líquido sobre ella. Lo hizo con cuidado, como si en ello se le fuera la vida, no podía darse el lujo de desperdiciar una sola gota.


Para cuando terminó, los ojos de la mujer terminaban de disolverse en el ácido.

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