Porque
así de ciego es este río
Enamorada
de un empleado de librería: así tenía que ser, desde el principio.
Porque la verdad es que con todo lo que me gusta la lectura, mi mundo
podría estar tranquilamente encerrado entre las tres paredes verde
oscuro y la enorme vidriera de la librería central. Es que este
chico es hermoso: los ojos claros, ligeramente demasiado alejados,
los labios como dibujados, parece algo tímido, sonríe poco, casi no
abre la boca al hablar, pero esa mirada sí que lo dice todo. Llevo
días ya, desde que metí por primera vez el pie en esta tienda, de
mirarlo, a escondidas, a unos pasos del mostrador, pero oculta tras
los libros que abro y consulto al azar para que no me vea la cara. A
lo mejor ni siquiera haría falta porque él no se da cuenta de nada,
o se hace el boludo. No sé, pero esa cara de desprevenido le sienta
bien. Me gusta tanto que hoy he decidido acercarme y pedirle un
libro, pero no un libro cualquiera, las primeras palabras que
intercambiemos quiero que sean bendecidas por la presencia de uno de
mis autores favoritos de todos los tiempos: Julio Cortázar. Me
acerco con las manos sudadas al mostrador y, cuando él termina de
darle el vuelto a la señora de al lado, apoya su mirada sobre mí y
me tiemblan las piernas por lo lindo que se ve. Es así que le suelto
un “estoy buscando "Historia de cronopios y de famas” con
cierta complicidad en la voz, segura que esas palabras mágicas
abrirían un nexo intelectual-espiritual-místico entre nosotros. Sin
embargo él, sin cambiar su expresión, mueve sus dedos sobre el
teclado de la computadora y escribe algo en el buscador. Me acerco
más a su posición, medio aturdida y escudriño que le salen unos
pelitos de las orejas, unos pelitos negros que no pegan nada con su
pelo rubio que, al parecer, debe ser teñido, como las cejas (un
tanto desbordantes). Luego vuelvo mi mirada a la pantalla y veo que
escribió “Kordassa”, con ka y todo. Debe pensar en algún
ensayista ruso finísimo que yo ni conozco, entonces le repito “No,
Julio Cortázar”, mientras noto por primera vez unos granos
purulentos en el lado derecho de su nariz, de la que también salen
pelitos negros. El tipo, como única reacción, le añade una “r”
al nombre que ya había escrito y yo fijo con disgusto sus ojeras
negras y los dos dientes de adelante que le faltan, antes de darme
media vuelta para no volver nunca más. “Pucha, por eso es que no
abría casi la boca al hablar” me dije a mi misma, cómo
consolándome, como olvidándome para siempre de ensayistas rusos y
criaturas hermosas imaginarias afines.
Del
libro Quiero tanto a Julio
Melusine
La
última noche de bodas,
lamí
una lágrima de mi esposo
y
a la mañana siguiente
me
desperté con esta aguamarina en la lengua.
(Sumergida
en el agua
mi
carne conmovida siente
que
no hay confín entre
lo
que tengo adentro y
lo
que tengo afuera).
Llevo
la gema colgada al cuello,
me
acuerda de lo que soy
y
lo que he perdido.
La
cadena es larga y
la
piedra se apoya sobre el corazón.
A
través de la transparencia de la gema,
en
sus facetas,
se
puede divisar la real consistencia
de
mi piel: escamas, de sirena o de serpiente.
Sobre
la carne caliente, en la cavidad del seno,
centellea
la piedra y brilla la cadena
(de
oro blanco y nostalgia)
que
la sostiene,
como
una sutil cicatriz
que
desciende transversal en el cuello y en el pecho,
igual
a la encontrada
esa
mañana
en
el cuerpo de mi esposo.
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