jueves, 31 de agosto de 2017

David Sorbille

 

EL SUICIDIO DEL ARTE



Jackson Pollock nació en Cody, estado de Wyoming, en 1912, y, muy pronto, demostró su agresivo talento. Delgado, solitario y rebelde, provenía de una humilde familia de escoceses e irlandeses.
De padre agricultor y madre emprendedora, Pollock era el menor de cinco hermanos, y, antes de cumplir los veinte años, conoció su adicción al alcohol, odiaba la retórica -ese cúmulo de teorías que se contraponía con su natural dedicación a la pintura abstracta que modeló su espíritu- e, igual que el “polaco” -el hijo del ebanista de mi barrio-, también era pendenciero y orinaba en las paredes.
En 1929, Pollock llega a Nueva York y se convierte en discípulo de Thomas Hart Benton, admira a Ryder y a los muralistas mejicanos y asume la trascendencia de la mitología sobre los fundamentos existenciales.
Años después, el crítico de arte Harold Rosenberg -que privilegiaba la idea de la unidad entre el artista y el cuadro en el que actúa-, dijo de Pollock: “El pintor moderno comienza con la nada. Es lo único que copia. El resto es pura invención”.
El “polaco” pintaba frentes como si fueran cuadros, y se sentía muy feliz cuando perdía la línea e improvisaba. La bebida, como para algunos pintores, consistía en su necesaria evasión, pero, a diferencia de Pollock, el “polaco” no vivía del afán de éxito, aunque sí de la común desesperación.
Sus ampulosos gestos parecían disfrazar el ímpetu de su ingenio, mientras sus pinceles chorreaban infinitos colores, como si estuviera dando forma a un sueño en un lienzo inexistente.
En el barrio de Villa Devoto, pocos entendían lo que le pasaba, más allá de la esquiva relación con el hosco de su padre, a quien le ayudó en un principio a restaurar muebles, o con su posesiva madre, recientemente fallecida. Pero, seguramente, había un artista escondido en su innata extravagancia.
El escritor inglés John Berger, diría de Pollock: “Hay algo en la forma en que mueve los brazos y los hombros, que recuerda a un tirador al blanco o a un apicultor enjambrando una colmena”.
Señas más, señas menos, esas características también podían corresponder al “polaco”, cuando no había un cliente que lo reprendiera en su desaforada acción, muchas veces, producto de sus reiteradas borracheras. El “polaco” subía y bajaba andamios con total facilidad, como si fuera el más feliz de los felinos, o el más imprudente de los hombres al que aún no se le conocía amorío.
Pollock, en cambio, tuvo una amante y, desde 1940 una esposa, también pintora, llamada Lee Krasner, con la que compartió su referencia del mundo real a través de símbolos totémicos, hasta que un día de 1956, decidió darle extrema velocidad a su impulso etílico y se mató en un accidente automovilístico a los cuarenta y cuatro años de edad en Springs Long Island.
El “polaco” -se supo luego-, se había enamorado de la hija de un remisero y embarazada por un viajante de comercio al que dijo renunciar, aunque los hechos se encargaron de desmentir. Entonces, a poco de cumplir los cuarenta y cuatro años y ebrio como nunca lo había estado, el “polaco” movió sus brazos blandiendo un pincel en su mano derecha y un rodillo en su izquierda.
Estaba en un andamio de cinco pisos cuando cayó al vacío, y tuvo la misma mala suerte, pero no la fama, del inefable Jackson Pollock.

 

LA MEMORIA PERDIDA



Mi nombre no viene al caso, pero en estos momentos tengo muy presente a un amigo metalúrgico que, en su lecho de enfermo, intentaba simular la inmensa tristeza que le ocasionaba el festín de los corruptos que habían gobernado el país en las últimas décadas.
Recuerdo, también, que me pidió leer en voz alta estos párrafos del libro “Lugar común la muerte” de Tomás Eloy Martínez: “Concedí que la muerte era, como la salvación o la tortura, un privilegio individual. Ahora sé que ni siquiera ese lugar común nos pertenece”.
Pasaron varios años de aquel episodio y, muchas veces, la memoria vuelve a acercarme a las reflexiones del amigo muerto, para encontrar alguna forma que convierta la bronca en algo positivo.
Por eso, si te digo que tengo la solución frente al dilema de esta época, estaría mintiendo, pero, en tanto podamos expresar lo que uno lleva adentro, al menos, no estamos tan solos.
No obstante, pienso que aquella utopía del “hombre nuevo” debe ser reclamada por la realidad, de lo contrario, no será más que una idea de biblioteca.
Estamos como estamos, porque la batalla cultural, a la que nos referíamos en nuestra juventud, no fue librada con inteligencia.
Aquel amigo agonizante, que se negaba a escribir sus memorias para no quemar a nadie, me lo dijo, jugamos a la guerra y perdimos.
En los ’70 ayudamos a traer del exilio a Perón, pensando que era Mao, cuando teníamos que haber sabido un poco más de historia argentina, porque nos pasamos peleando por la “patria socialista” cuando al obrero lo único que le interesa es ir del trabajo a casa y de casa al trabajo, como en los tiempos del “Perón cumple” y “Evita dignifica”.
Nos habíamos acostumbrado a los fierros, a justificarnos en todo, a no dar un paso al costado, pero, es demasiado tarde para los lamentos, y aunque pasó lo peor de la última dictadura militar, las consecuencias nos han devastado, como al resto del mundo después de la caída del muro de Berlín.
De todos modos, aplaudo tu resistencia a no ser fagocitado por el sistema, y saber que cada día que vivimos estamos desafiando a los que empeñaron hasta nuestra voluntad de existir.
Me han dicho que tus artesanías lucen muy bien y que estás organizando una especie de cooperativa en una plaza de Belgrano.
Es un proyecto interesante que puede rendir beneficios, aunque debo advertirte que siendo asesor de inteligencia estatal después de los indultos, encontré que tu nombre y actividad están calificados “bajo sospecha”…
Pero, en realidad, no sé para qué me preocupo, si esta carta que escribo, seguro que la voy a perder.

Del libro LOS LUGARES COMUNES Y OTROS RELATOS

1 comentario:

  1. Muchas gracias, estimada Gladys, por la publicación de mis cuentos. Un abrazo y felicitaciones por tu excelente blog!
    David Sorbille

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