EL SUICIDIO DEL ARTE
Jackson Pollock nació en
Cody, estado de Wyoming, en 1912, y, muy pronto, demostró su
agresivo talento. Delgado, solitario y rebelde, provenía de una
humilde familia de escoceses e irlandeses.
De padre agricultor y
madre emprendedora, Pollock era el menor de cinco hermanos, y, antes
de cumplir los veinte años, conoció su adicción al alcohol, odiaba
la retórica -ese cúmulo de teorías que se contraponía con su
natural dedicación a la pintura abstracta que modeló su espíritu-
e, igual que el “polaco” -el hijo del ebanista de mi barrio-,
también era pendenciero y orinaba en las paredes.
En 1929, Pollock llega a
Nueva York y se convierte en discípulo de Thomas Hart Benton, admira
a Ryder y a los muralistas mejicanos y asume la trascendencia de la
mitología sobre los fundamentos existenciales.
Años después, el
crítico de arte Harold Rosenberg -que privilegiaba la idea de la
unidad entre el artista y el cuadro en el que actúa-, dijo de
Pollock: “El
pintor moderno comienza con la nada. Es lo único que copia. El resto
es pura invención”.
El “polaco” pintaba
frentes como si fueran cuadros, y se sentía muy feliz cuando perdía
la línea e improvisaba. La bebida, como para algunos pintores,
consistía en su necesaria evasión, pero, a diferencia de Pollock,
el “polaco” no vivía del afán de éxito, aunque sí de la común
desesperación.
Sus ampulosos gestos
parecían disfrazar el ímpetu de su ingenio, mientras sus pinceles
chorreaban infinitos colores, como si estuviera dando forma a un
sueño en un lienzo inexistente.
En el barrio de Villa
Devoto, pocos entendían lo que le pasaba, más allá de la esquiva
relación con el hosco de su padre, a quien le ayudó en un principio
a restaurar muebles, o con su posesiva madre, recientemente
fallecida. Pero, seguramente, había un artista escondido en su
innata extravagancia.
El escritor inglés John
Berger, diría de Pollock: “Hay
algo en la forma en que mueve los brazos y los hombros, que recuerda
a un tirador al blanco o a un apicultor enjambrando una colmena”.
Señas más, señas menos,
esas características también podían corresponder al “polaco”,
cuando no había un cliente que lo reprendiera en su desaforada
acción, muchas veces, producto de sus reiteradas borracheras. El
“polaco” subía y bajaba andamios con total facilidad, como si
fuera el más feliz de los felinos, o el más imprudente de los
hombres al que aún no se le conocía amorío.
Pollock, en cambio, tuvo
una amante y, desde 1940 una esposa, también pintora, llamada Lee
Krasner, con la que compartió su referencia del mundo real a través
de símbolos totémicos, hasta que un día de 1956, decidió darle
extrema velocidad a su impulso etílico y se mató en un accidente
automovilístico a los cuarenta y cuatro años de edad en Springs
Long Island.
El “polaco” -se supo
luego-, se había enamorado de la hija de un remisero y embarazada
por un viajante de comercio al que dijo renunciar, aunque los hechos
se encargaron de desmentir. Entonces, a poco de cumplir los cuarenta
y cuatro años y ebrio como nunca lo había estado, el “polaco”
movió sus brazos blandiendo un pincel en su mano derecha y un
rodillo en su izquierda.
Estaba en un andamio de
cinco pisos cuando cayó al vacío, y tuvo la misma mala suerte, pero
no la fama, del inefable Jackson Pollock.
LA MEMORIA PERDIDA
Mi nombre no viene al
caso, pero en estos momentos tengo muy presente a un amigo
metalúrgico que, en su lecho de enfermo, intentaba simular la
inmensa tristeza que le ocasionaba el festín de los corruptos que
habían gobernado el país en las últimas décadas.
Recuerdo, también, que me
pidió leer en voz alta estos párrafos del libro “Lugar común la
muerte” de Tomás Eloy Martínez:
“Concedí que la muerte era, como la salvación o la tortura, un
privilegio individual. Ahora sé que ni siquiera ese lugar común nos
pertenece”.
Pasaron varios años de
aquel episodio y, muchas veces, la memoria vuelve a acercarme a las
reflexiones del amigo muerto, para encontrar alguna forma que
convierta la bronca en algo positivo.
Por eso, si te digo que
tengo la solución frente al dilema de esta época, estaría
mintiendo, pero, en tanto podamos expresar lo que uno lleva adentro,
al menos, no estamos tan solos.
No obstante, pienso que
aquella utopía del “hombre nuevo” debe ser reclamada por la
realidad, de lo contrario, no será más que una idea de biblioteca.
Estamos como estamos,
porque la batalla cultural, a la que nos referíamos en nuestra
juventud, no fue librada con inteligencia.
Aquel amigo agonizante,
que se negaba a escribir sus memorias para no quemar a nadie, me lo
dijo, jugamos a la guerra y perdimos.
En los ’70 ayudamos a
traer del exilio a Perón, pensando que era Mao, cuando teníamos que
haber sabido un poco más de historia argentina, porque nos pasamos
peleando por la “patria socialista” cuando al obrero lo único
que le interesa es ir del trabajo a casa y de casa al trabajo, como
en los tiempos del “Perón cumple” y “Evita dignifica”.
Nos habíamos acostumbrado
a los fierros, a justificarnos en todo, a no dar un paso al costado,
pero, es demasiado tarde para los lamentos, y aunque pasó lo peor de
la última dictadura militar, las consecuencias nos han devastado,
como al resto del mundo después de la caída del muro de Berlín.
De todos modos, aplaudo tu
resistencia a no ser fagocitado por el sistema, y saber que cada día
que vivimos estamos desafiando a los que empeñaron hasta nuestra
voluntad de existir.
Me han dicho que tus
artesanías lucen muy bien y que estás organizando una especie de
cooperativa en una plaza de Belgrano.
Es un proyecto interesante
que puede rendir beneficios, aunque debo advertirte que siendo asesor
de inteligencia estatal después de los indultos, encontré que tu
nombre y actividad están calificados “bajo sospecha”…
Pero, en realidad, no sé
para qué me preocupo, si esta carta que escribo, seguro que la voy a
perder.
Muchas gracias, estimada Gladys, por la publicación de mis cuentos. Un abrazo y felicitaciones por tu excelente blog!
ResponderEliminarDavid Sorbille