viernes, 16 de junio de 2017

Revista LAK-BERNA N°20


Directora :Gladys Cepeda 
Gracias por sumarse, participar,visitar ,difundir y dejar difundir en sus grupos 
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a los mensajes de apoyo, esto es muy importante ya que logra que mas personas conozcan la publicación y puedan participar o compartirla Tambien a los medios que me han hecho notas para llegar hacia lo infinito !!!!!!!!!!!!!!

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Editora Y rec0piladora : Gladys Cepeda

Antología 2 de LAK-BERNA


 Amigos luego de todo un año he publicado la 2° antología de la revista LAK-BERNA
En la misma pueden encontrar a los poetas,escritores ,pintores y dibujantes que han participado en la revista durante el año 2016
y tambien encontraran el recuerdo de dos grandes y estimados el poeta Wenceslao Maldonado y Alberto Ramponelli .-
Dirección ,selección y diseño Gladys Cepeda
Diseño de tapas e ilustraciones y edición Carolina Grillo
 


https://www.yumpu.com/document/view/58471804/2-antologia-2017-revista-lak-berna

NORELA













DANZA DE ILUSIONES           ALCANZANDO MIS SUEÑOS        MI ESPÍRITU                                                 
                                                                                                                                                         PAZ PROFETICA
 


OLEO SOBRE MACOCEL        ÓLEO SOBRE TELA                        ÓLEO Y TEXTURA SOBRE TELA                             ÓLEO Y TEXTURA
                 
SE EXPUSO EN EL                           EXPUSO EN                                    EXPOSICION LA MANO DE LA                   EXPOSICION POR LA PAZ DEL
CORPORATIVO                              CASA MUSA                                 MUJER EN EL ARTE MEXICANO                                  MUNDO
EL CONTINENTAL                     GUADALAJARA JAL. MEX.           GUADALAJARA JALISCO                              MONTERREY NUEVO LEÓN MEX.
GUADALAJARA JAL.


jueves, 15 de junio de 2017

Graciela Bucci

Obra de  Rafal Olbinski


Génesis





con un resabio de indulgencia comenzó el deseo

alguna distracción

una sonrisa surgida de los miedos

de los poros 

de las celdas



como una gota cálida fluyó el deseo

se escurrió por la grieta

en el claustro vedado



ignoró el precinto  el atavismo  la censura

rompió diques y rompió sentencias

arrastró los pudores por el camino incierto



y fue gota voraz

el deseo impetuoso de la génesis



fue salvación y grito



y fue vertiente.

                                                                 


de: Las fronteras posibles





 
 Frascos




“(...) Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Alguien te ha condenado? Ella le respondió: nadie, Señor. Yo tampoco te condeno, le dijo Jesús.”

Juan 8. 10-11




Yo no sabía que iba a pasar lo que pasó. Pedro tampoco. Por eso se borró. Tuve que hacerle frente a todo casi sola. Decidir o dejar que otros decidieran por mí, por mi cuerpo, que ya no era solo mío. Y digo casi, porque a pesar de la angustia, y de la bronca que trataba de esconder pero que le salía como una nube espesa desde los ojos negros, igual mamá me acompañó.





Mamá tenía razón. Hoy lo comprendo. ¿A dónde iba a ir yo sin trabajo, con quince años recién cumplidos, y un chico en la panza?

Ella fue la primera que se animó a decírmelo: que no quedaba otra solución, que iba a perder mi tercer año en la escuela, que si papá se enteraba, que ni siquiera padre tendría el chico, que ella conocía a una partera porque ya era tarde para pastillas, que. Ya casi ni me acuerdo. Pero se me quedaron grabadas, como a fuego esas palabras casi roncas, salidas como sin querer: ahora habrá que meter mano, m´hija, y después la caricia dura, y mi cabeza apoyada en el vientre siempre abultado de mamá.



Resultó que la partera era doña Elsa, la vecina de la otra cuadra.

Yo no sabía a qué se dedicaba, solo conocía de vista a esa viejita corta, de caderas anchas y brazos como de alambre; conocerla me dio un poco más de confianza. Igual quise ir a hablar, preguntarle cómo iba a ser todo, decirle del miedo, saber algo que me daba vueltas en la cabeza desde hacía días; y ella me contestó que al bebé lo iban a buscar los estudiantes de la facultad, los que van a ser médicos, que lo pondrían en un frasco donde iba a flotar dentro de un líquido, como en mi panza, solo que más frío.

Me lo imaginé metido en una casita de cristal. Me pareció una idea rara, una idea que me hacía arder los ojos, que me quitaba fuerza. Yo necesitaba estar fuerte para aguantar lo que vendría. Por eso me obligué a no pensar en la mentira de la casa de cristal.



Nunca supe por qué de ahí me fui a la parroquia; y esperé a que el cura terminara la misa. Yo, que pocas veces había ido a la iglesia, sentí que él me podía ayudar. Me equivoqué.

Me habló del pecado, me dijo infanticidio que yo ni sabía qué quería decir, y excomunión, que tampoco sabía, pero me imaginaba que no era nada bueno. Entonces, casi tartamudeando, como pude, le expliqué lo de la pobreza, y los siete hermanos en la casilla, y el esfuerzo de mamá para darnos un estudio, y lo de papá que solo venía de vez en cuando, a buscar plata; y también me animé a contarle –con la cara ardiendo- cuando quería trepársele a mamá por las buenas o las malas gritándole inmundicias regadas en alcohol, y lo de la falta de trabajo, y que Pedro se fue ni bien se enteró, pero nada de eso le importaba al cura; seguía agitándome la mano, como si no me oyera, con un dedo que marcaba una especie de compás y no había manera de que me perdonara, y me dijo después de la palabra ignorante que casi se la traga pero alcanzó a largar, algo que entonces me sonó muy largo: habló del hospital, de una ley de salud, del control de la natalidad; no sé bien qué más me habrá dicho.

Yo lo escuchaba casi sin mirarlo (me daba vergüenza y un poco de miedo chocarme los ojos con los suyos), y quise decirle, pero el nudo en la garganta no me dejó, que fue un accidente, después de un baile en el club social donde corría mucha cerveza, y que estábamos todos un poco locos por la bebida y que Pedro tampoco quiso, (por eso escapó). Pero él seguía con el dedo como un sube y baja, y la cara seria, acusándome, y esa boca de labios finos, que de a ratos me largaba borbotones de culpas.

Y si él, que era cura, para eso había estudiado, y que sabía hablar y pensar bien, y que estaba del lado de Dios, reaccionaba así, me imaginé la paliza que me daría mi padre si se enteraba; no solo a mí, también a mamá, por no cuidarme la entrepierna, como decía siempre él.

Por eso, todo fue un secreto de dos: mi mamá y yo; Pedro, hacía rato que no contaba en la historia.





La verdad, doña Elsa fue más rápida de lo que suponía. Me decía que me quedara tranquila, que eran muchos años de experiencia, que no había tenido problemas con ninguna mujer, que trabajando bien no había por qué tener miedo, que iba a pasar rápido el dolor.

Pero no me habló del otro dolor. De ese que lastimaba el pecho, el que venía de adentro, como empujando, como un puño que se queda en la garganta y que, a veces, todavía me pasa, explota hasta que lloro. No puedo evitarlo; ese dolor no se va, al contrario, se hace más rebelde cuando pasan los años, cuando veo jugar a los chicos, cuando les canto a mis sobrinos, cuando pienso si a él, o a ella, no sé, le hubiera gustado escucharme.



Por eso, por el dolor, por el olvido que fue mentira, sin decirle nada a nadie, ni siquiera a mi madre, tomé la decisión.

Ella a veces me encontraba llorando, disimulaba, como si no me hubiera visto; pero yo sabía que sí. Por la forma de acariciarme el pelo, por el pobrecita m’hija que se le escapaba en un suspiro corto, por la mano ajada que buscaba el pañuelo en el bolsillo de su delantal eterno, casi tan gastado como ella.

No le pude contar lo que había pensado y machacado en el silencio de las noches, quietita, callada, para no molestar a Nati que dormía en los pies de mi cama. Tampoco le dije –no me hubiera entendido, ella no entendía muchas cosas- qué castigo haber nacido mujer; tantos miedos, tanto recibir golpes con la garganta apretada y la sangre hirviendo, tanto vientre preñado, a veces sin quererlo.

Ni le dije lo de los sueños; sueños con cuerpo de mujer y cara de bebé, sueños con verdugos, sueños de muerte, sueños que me dejaban sin ganas de dormir y con un miedo ácido pegado en la piel.

Es la culpa, después, con el tiempo, va pasando, me dijo mi amiga Inés que de eso sabía. Pero no le creí; ella había perdido la risa y el brillo en los ojos.



Hasta que un día me animé.

Tomé el colectivo azul y rojo. Yo apenas sabía viajar, le pregunté a un kiosquero dónde era la calle Paraguay; se dio cuenta de que yo ni idea tenía porque me explicó todo con paciencia, con números y señas, y hasta salió un poco del puesto para mostrarme la parada. Buen hombre parecía el kiosquero. Siempre me acuerdo de él.



Llegué bien.

Me quedé un momento como indecisa cuando me encontré con esa mole de piedra desteñida, con tantos escalones y tantos ojos subiendo y bajando que parecían clavarse justo encima de mí. Pero tomé coraje, traté de no pensar, y, casi corriendo, me encontré arriba. Una vez adentro me armé de valor y me acerqué a un muchacho con guardapolvo blanco, que me di cuenta de que era un estudiante, por lo joven, y como sin respirar me salieron agolpadas las preguntas, y varias veces le dije lo de los frascos, lo de los fetos que me había contado la partera, lo del líquido frío parecido al agua. Se sonrió como de costado, como con una lástima escondida detrás de la sonrisa, pero entenderme me entendió, porque él mismo me acompañó al primer piso y me dijo: es ahí, pedí permiso y entrá.

Y se fue.

Me quedé sola, temblando, en un pasillo largo y húmedo que parecía un tubo, y miré el cartel enorme tan blanco, con letras tan negras y marcadas que se me borroneaban por los nervios: “Anatomía”, decía.

Entré.

No tuve que pedir permiso.

Por suerte no había nadie.

Enseguida los vi. Estaban justo frente a mí. En fila, arriba de un mueble. Ordenados. Muchos frascos de vidrio, limpísimos, con tapa, con etiquetas blancas y parejas, escritas con letras azules y parejas, como a máquina, con el líquido adentro parecido al agua, todos flotando, enroscaditos y parejos, como caracoles.

Todos iguales. O casi.

Ni siquiera elegí.

Me subí a un banco, saqué la flor de la cartera, la puse al lado del primer frasco, y me fui sin que me vieran.



No pensé, en ese momento, qué dirían cuando encontraran aquella flor marchita al lado de un frasco.

De nadie.

Sin dueño.


Del libro: “si decir basta”

En base a este cuento se filmó el corto metraje del mismo nombre.

Cuento ganador de la Medalla de Oro del Concurso Internacional de Clubes de Leones convocado por Embajadas de Ecuador, España, Panamá, Paraguay y Uruguay en Argentina.

Orlando Van Bredam

                                                     Obra de W.Blake

Antología para el Foro




Adán, el terrible

“No es bueno que el hombre esté solo” dijo Jehová e hizo caer un sueño profundo sobre Adán. Mientras éste dormía, tomó una de sus costillas y con ella hizo a la mujer.

Deslumbrado por la belleza de Eva, Adán jamás echó de menos la pérdida de su costilla. Es más: con los años, y ya expulsados del Paraíso, cada vez que discutía con Eva o la encontraba avejentada o ella fingía un dolor de cabeza, Adán se arrodillaba y entre ruegos le confiaba al viejo Jehová que se sentía muy solo y aún le quedaban muchas costillas innecesarias.






Adán, el usurero


-Me debes la costilla-le dijo Adán a Eva.

Entonces, Eva cocinó, lavó, planchó, educó los hijos. Fue maestra, esclava, secretaria y prostituta.

Todavía hay millones de Evas saldando la deuda.


Roberto Romeo Di Vita

                                                            
                                                        Obra de   Luis Vargas 

Y vi un ángel descender del cielo, que tenía la llave del abismo, y una gran cadena en sus manos…”

(Apocalipsis; Cáp. 20, versículo 1)






EL ENCUENTRO



Esa noche se había descuidado más de lo debido. Claro que no era la primera vez que sus guardaespaldas lo dejaban solo. Recordaba que los despidió en tres oportunidades al salir de distintos boliches bailables de la Recoleta y otras tres se atrevió a pasear solo por la peatonal de Mardel.

Lo hacía para probarse y probar a los demás. Muy pocos lo reconocían, salvo esa mujer que lo insultó y logró evitar alejándose rápido en el coche que tenía estacionado muy cerca.

En los lugares de baile no le iba mal con algunas chicas y tranzaba con facilidad, pero tomaba la precaución de no dar su nombre y apellido verdaderos de primera.

Lo malo era que luego de reconocerlo, esas chicas evitaban prolongar esos encuentros. Prejuicios de padres o amiguitas idiotas, se decía, y procuraba no hacerse problemas.

Pero le gustaba recordar el levante de Laura, una minita de La Plata, recién egresada de Psico, y que no pestañeó cuando le descubrió su auténtica personalidad. Cosa distinta, parecía que luego de esto Laura se enganchó más con él.

-¿No me tenés miedo, Laura, como las otras pibas?

-¿Por qué? Mirá, yo no sé nada y además se dicen tantas cosas… que es difícil reconocer cuánto hay de verdad.

-Hacés bien en no creer toda esa bazofia que se publicó, es puro sensacionalismo.- Y no se habló más del asunto.

Por las dudas, les encargó a sus amigotes del Servicio de Inteligencia Naval que la investigaran. -Está limpia, Querubín- , le informó la Hiena Fernández, capitán con su misma graduación. -No te hagás problema... ¡Ah!, y cuándo la reventés, ojo con el SIDA, si es que la encontrás estrecha… Ja, Ja, Ja”--

Agradeció el informe de la Hiena, pero no pudo evitar un gesto de contrariedad.

-¿Qué te pasa, Arco Voltaico?

-No jodás, Fernández, ¿querés?

-Bueno sería que el Querubín, inventor de la cucharita eléctrica para arrancar clítoris rebeldes, se haga ahora el estrecho.

No contestó y se fue sin saludarlo.

Sin saludar siquiera, como hace unas horas que se fue de la discoteca por otra salida y no sabe por qué lo hizo, no sabe por qué se largó a caminar solo, con el eco de sus pasos. Quizás quiere probarse y probar a los demás.

Y son unos pasos sigilosos que cree reconocer y escuchar, pero ya se volvió tres veces y no descubrió nada. Sólo su sombra en las paredes.

-¿Mister, me paga una copa?- , le rogó esa puta vieja a la entrada del piringundín. Se la pagó por el hecho de no haberlo reconocido.

Ahora, nuevamente en la noche y en la calle.

Y la sombra vuelve a ganarle a sus pasos. El Querubín pretende ganarle al tiempo y a los recuerdos, al recuerdo de la primera flor madre entregada, a las monjitas francesas que delató y luego salvajemente torturaron en la escuelita. A los familiares chupados, a la jovencita sueca que baleara sin miramientos, a las mujeres que violara en noches de infierno y de orgías, a esa cara incrédula de Sor Irene que no puede comprender que él, el rubito, sea uno de los martirizadores y no uno de los desaparecidos.

Es ese rostro de la monjita francesa, transido de dolor y espanto, que nunca podrá olvidar. Rostros y más rostros, de sufrimientos, de miedos, de iras, de tormentos, de agonías, de muertes, grabados para siempre en sus retinas, repetidos rostros e infaltables en la soledad de sus sueños.

Soñar, escapar, caminar como un sonámbulo, para escuchar con su oído de fiera siempre en acecho, otra vez, pasos que lo siguen, que se le acercan, y antes que nada, sin titubear, sin preguntar, volverse una sombra dentro de la sombra. Llevar la mano a la sobaquera, sacar ya martillada su arma, y dispararle a la sombra que lo viene siguiendo y se acercó demasiado. Y disparar una, dos, tres veces, y ver que la sombra se retuerce, grita y cae, y es una voz que cree conocer: es la voz apagada de Laura, su único amor sincero, que salió a buscarlo esa noche. Pero a ese grito apagado ya no le alcanza el encuentro, ni le alcanza la noche .


Alejandra Zarhi

Obra de  Saúl Nagelberg 




                                             
CINCO CAMINOS



Aquí están mis manos ¿las ves?

Son cinco caminos de mundos diferentes

cinco huellas idas hacia un confín oscuro.

Yo también quiero darte el himno de mis manos.

Con esta sensación de cisnes muertos

con la amargura de un pájaro vencido.



Entregarme sumida a la quietud de aurora

de tu nombre de espigas y sollozos.

Este es el himno gigante de las mías

también están llorosas en la angustia,

y buscan olvido en tus olvidos.



Quiero tejer la cabellera rauda, pujante

y de amapolas.

De tu pelo guirnalda, con estas manos

de hojarascas que duermen.



Estas manos son parte de un camino

que va al mundo impreciso de lo que

quiero mío.

Con estas manos, adivino, la savia de tu cuello.

La sombra de tu sombra, la voz de tus acentos;

y como estoy dormida entre estos cinco caminos

he sembrado tu nombre:

Con la mejor sonrisa.




                                          
                                                 LOS CAPÍTULOS DEL AMOR




Me contemplas, amas, sonríes.

Me hablas, acaricias, besos.

Aprietas, estrujas, lastimas.

Recorres, tocas, te quedas.

Retuerces, duele, rompes.

Me desmayo, locura, cansancio,

Me miras, piensas, lloras.

Me matas, delirio, dicha.



Piensas…

Es el instante, el momento.

No quieres irte ¡debes!

Es el final.



Te miro, callo, me visto.

Me ves, callas, me sigues.

¡Todo un siglo en unas horas!