Abajo,
el agua fría y negra; arriba, la luz cálida y amarilla. Quiere
llegar, no hay soga para aferrarse; se esfuerza para subir, coloca
ambas piernas en las salientes irregulares de ladrillos musgosos; se
sostiene con una mano en el hueco que dejó un bloque ausente y con
la otra, se topa con la lisura resbalosa. Pedruscos sueltos caen al
fondo del agua helada.
No puede avanzar. Si mira
hacia arriba, la altura lejana, lo marea; si mira hacia abajo, un
círculo concéntrico quiere tragarlo. Sin embargo, asciende un
metro, tal vez.
Se
tensan los músculos hasta la extenuación. Luego, una mano se
desprende y lo hace girar hasta golpear la cabeza en la pared
circular. Se toca la frente ensangrentada y sudorosa (es lo único
cálido en ese recinto).
Arriba,
la luz se está tornando opaca. Son las sombras de la noche que se
avecina. Nuevamente se derrumba y cae en la profundidad oscura.
Ahora quiere descansar…
Se
arrebuja en posición fetal, abre los ojos quietos y palpa la costra
seca de una herida. Se revuelve sobre la almohada. Inexplicablemente,
ahora está agarrado a la boca redonda del brocal, pero un ser
maldito le martillea los nudillos, hasta hacerlo sucumbir.
Cubre su cuerpo exhausto
con las sábanas. Por la ventana, se insinúa el alba.
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