Artista Hessam Abrishami
UNIVERSO
PARALELO
Pero,
para algo están ellas, las más necesitadas. Más aún que nuestra
madre, para parirnos felices. Ellas, con su voz entrándonos por el
cuerpo, como la caricia que sabemos nos alcanzará en el momento
imaginado durante todo el día. Ellas, con su pelo, rozándonos la
piel, su boca dispuesta al beso libertino y libertario. Están ellas,
para que nos olvidemos del ruido y del desperdicio de la ciudad y de
nuestro olvido. Están para que nos parezca menos duro el
multiplicado fracaso frente al espejo del baño, en la mañana, o a
la noche, mientras nos cepillamos los dientes, y ellas, ya no están.
Aurelio
Aguirre
“Martina,
encantada”, dijo sonriendo, cuando nos presentaron en una
conferencia sobre física cuántica. Linda, aún fresca, me gustó la
curva de su cuello, el pelo rubio, el escote, la piel. Reconozco que
yo también tenía lo mío, buen conversador y, además, magnetismo
especial en el trato con las mujeres.
Al
término del evento, intercambiamos puntos de vista sobre aquello que
no se ve y contempla los fenómenos desde lo no visible.
“En
ese campo de lo no medible, estamos los seres humanos” reflexionó
Martina. Tendió la mano para despedirse, pero, la retuve y le pedí
que me permitiera llamarla para un nuevo encuentro.
Esgrimió
ciertos reparos, me costó que aceptara salir. Insistí, tenía
experiencia en el arte de seducción, y me felicité de mi conquista
cuando ella cedió. Le conté de mi niñez atribulada, desventuras,
una esposa con problemas de salud. Naturalmente, se conmovió, hasta
tuvo palabras de ternura para mí, eso me alivió la conciencia.
Desde
luego, no iba a tirar por la borda una profesión establecida, mucho
menos mi casamiento de años, tres hijos. El lustre social,
relaciones de conveniencia, colegas, amigos.
Comenzamos
a vernos más seguido, ella superaba mis expectativas, culta,
espontánea, volvía especial todo momento. Se me antojó un premio
inesperado, la serendipia.
En
amorosa complicidad, propuse un discreto universo paralelo, “el
valioso vacío del átomo”. Buscamos lugares íntimos, reservados,
y nos convertimos en amantes.
Al
tiempo, comprendí que necesitaba del vínculo que nos unía. La
empecé a extrañar, la distancia me provocaba malhumor. Durante el
día la imaginaba a mi costado, participando de mis actividades. Por
la noche, pensaba en ella para conciliar el sueño. Siempre sufrí de
insomnio, entonces, ponía la cabeza en la almohada y, para entrar en
el sueño, me obligaba a sentir su mano tibia sobre mi cuerpo;
“Martina, Martina”, decía, la caricia se tornaba más firme y me
cubría en círculos de placer.
Unas
vacaciones con mi familia, nos separaron por veinte días; no la pasé
bien, tuve que recurrir a los ansiolíticos. El último viaje de
negocios, fue fatal; me desquité con el conserje porque no conseguía
establecer comunicación telefónica. El suceso me conmocionó, no
tenía en mis planes ese registro de sentimientos. De regreso, sin
demora, la llamé. Al día siguiente todo volvió a estar acomodado;
entre mis brazos, tierna como siempre, dispuesta a darme el mejor
momento. Martina había sido puesta por los dioses en mi camino, no
quedaba duda.
Con
mi mujer las cosas se mantuvieron dentro de la lógica, yo procuraba
ser un marido atento, solícito. Mis hijos no tenían nada que
reprocharme, por el contrario, mi disposición a ellos era total,
incluido el salvataje en apuros económicos que no podían resolver
por sí mismos.
Cruzamos
la valla del primer año, luego el siguiente. Martina parecía
comprender ese cosmos paralelo, y me evitaba todo riesgo, manteniendo
discreción. Plegada a mis necesidades, aceptaba la prudencia de
horarios y lugares menos comprometidos. Transigía, dócil, mis
ausencias por negocios, las obligaciones y compromisos de familia.
—No
te preocupes, a tu vuelta tomaremos revancha—prometía, acomodando
su mundo al mío.
A
mitad del verano, mi mujer proyectó un viaje al Sur, con dos amigas.
Era el mejor momento para diagramar una escapadita con Martina.
Compré dos pasajes a Cuba, una semana sería suficiente.
Nos
encontramos en el lugar acostumbrado, Martina estaba radiante,
glamorosa como era, se permitía la moda del momento. El estilo de
Martina, me excitaba, recordé que mi mujer no pasaba del pelo
prolijo, los pantalones oscuros, las blusas sueltas.
Como
al descuido, apoyé en la mesa el sobre de cartulina azul con los
pasajes a Cayo Largo. Me imaginé a Martina, caminando por la playa,
un corpiño breve, el pareo multicolor.
—¿Te
vas de viaje? —dijo con ternura.
—¡Nos
vamos! Ah, viste qué sorpresa…Ni te lo esperabas, ¿no? Cuba…,
en la semana entrante podríamos si te parece,
—No,
no me parece—interrumpió. Sentí que me ardía la cara.
—Martina,
¿te volviste loca?—dije perdiendo los modales—.Sabés lo que me
costaron los pasajes, lo que tuve que organizar para pegar el faltazo
al estudio… No es justo.
—Imposible
—frunció los labios, movió el cuello. El flequillo se me antojó
tentador al caer sobre los ojos castaños, siempre iluminados, de
Martina.
—Y,
ahora, ¿qué hago con estos vouchers?
—me indigné —.No puedo devolverlos, y no quiero
devolverlos—sentencié—No vamos a tener muy seguido una
oportunidad así —dije calibrando la coyuntura milagrosa.
—Sería
insensato…podrían vernos, nunca se sabe — dijo y estiró la mano
para acariciar la mía. Deslizó sus dedos de uñas perfectas por mis
dedos, y dibujó un corazón en mi palma extendida, agarrotada sobre
la cartulina azul.
—Me
tomaría una copa de sidra helada, bien heladita—determinó con un
mohín delicioso, como si nada.
Quise
levantarme y tomarla por los hombros, abrazarla, despeinarle la
melena rubia. O mejor aún, quise estar en la playa paradisíaca, con
Martina sentada junto a mí, bajo las sombrillas, tomando una copa de
sidra heladita, y ella besándome como sabía hacer, rescatándome
del tedio, la rutina pegajosa del estudio, el olor a comida que
habitaba el living de mi casa. Quise que fuera cierto aquello que no
se ve, el universo que ella respetaba al extremo de volverse
invisible, escondida en rincones de prudencia.
El
mozo trajo las bebidas, por supuesto Martina se llevó a los labios
la copa de sidra con la clase que la caracterizaba, yo bebí el
whisky de un trago. No tenía humor para una charla distendida. Ella,
perdió la mirada detrás de la escenografía de la ventana, se me
antojó trasvasando cosmos.
En
el restó, sonaba una canción del verano, espantosa.
—¿Nos
vamos? —propuso. Levantó la cartera de la silla. Salimos.
—Te
llamo mañana—dije al llegar a cuadras de su casa. Asintió, antes
de bajar, me besó. Sentí su leve respiración sobre mi cara. Se
puso los anteojos de sol, caminó media cuadra, dobló la esquina. La
imagen de Martina entró en mi cabeza: la vi sacando las llaves de la
cartera, abrir la puerta, subir en el ascensor… Martina cruzando el
universo paralelo, sin hacer ruido, apenas ella, para no estorbarme.
Pasaron
diez días, debía confirmar los pasajes que caducaban. Martina
seguía en su postura de sensatez. Se aproximaba mi cumpleaños, una
fecha que mi mujer insistía en celebrar. Tuve la ocurrencia de
proponer el viaje al Caribe como festejo.
—Buena
idea, pero, por el gasto del viaje, te quedás sin fiesta…
—contestó.
—Mejor,
prefiero el viaje, me hablaron maravillas de Cayo Largo, el hotel es
súper, con entrada a la playa—la conformé mientras ella aseguraba
que tendría que comprarse un traje de baño “clásico, con algún
drapeado que estilice”.
De
común acuerdo, seleccionamos la primera semana de febrero, y pasé
por la agencia a rematar la operación.
Pensé
en Martina al contemplar el mar y el cielo en un vértice perfecto,
rutilante. Me incomodaba madrugar para las excursiones y cuando me
quedaba, se hacía largo el día. El viaje sirvió para darme cuenta
de que no podía estar bien, alejado de Martina. Así de concreto,
con ella, me sentía realmente yo mismo.
Cuando
llegué a Buenos Aires, nos citamos para un almuerzo. Le conté del
paisaje que se había perdido por no aceptar la invitación.
—Dejalo
así —convino—. Reserva, ¿te acordás? Me lo pediste vos cuando…
—Martina,
se trata de dinámica —interrumpí, enfrentado a mi propia
confusión. El universo paralelo se movía desarticulado y comprendí
que, ahora, necesitaba cruzarlo. Martina, me escuchó atenta; sin
embargo, siguió empecinada el acuerdo que se había establecido
desde nuestros primeros encuentros.
El
último jueves de febrero, mi esposa llamó al estudio. A borbotones,
contó que una prima lejana se casaba, la reunión era en un salón
paquete de Lomas. Teníamos que ir.
— ¿Para
esto me llamás?…Ni que nos corriera una jauría. Podrías
habérmelo dicho más tarde, ¿no?
—Vale
más con tiempo, es este mismo sábado. No hagas otro
compromiso—demandó.
— ¿Justo
el sábado? Pensaba ir al club a la mañana.
—Comprendé
que no podemos fallarle. Ah, ya mandé tu traje azul a la tintorería,
elegite una corbata nueva, siempre decís que no acierto con tu
gusto—agregó—Y agendalo, te conozco, siempre viviendo en otros
mundos…
Colgué,
y llamé para disculparme por no poder ir al partido de tenis.
—Todo
bien, lo dejamos para la próxima. ¡Preparate para perder!—se rió
mi amigo; con el carácter que tenía, me sorprendió que lo tomara
con humor. A la salida del estudio compré una corbata con rombitos,
muy moderna.
El
sábado fui a cortarme el pelo, mi mujer había insistido en todos
los detalles.
Llegamos
al salón, en la recepción una chica simpática nos acompañó unos
pasos hasta un hall con arreglos florales y espejos.
—Arreglate
la corbata, yo paso al toilette
y entramos —me indicó mi mujer.
Apenas
tuve tiempo de acercarme al espejo; a mis espaldas, las puertas
entornadas del salón se abrieron de par en par. Giré, en la
penumbra, divisé mesas redondas, cubiertas por manteles largos,
iluminadas con velas dentro de fanales. Una orquesta iniciaba la
trillada canción del cumpleaños feliz, desde los zócalos subía un
humito celeste. Dos bailarinas vestidas de odaliscas me guiaron,
traspasé la puerta. Quedé en el redondel que iluminaba un foco.
—Ah,
viste qué sorpresa… Ni te lo esperabas, ¿no?... —la voz de mi
mujer se oyó acercándose. Al instante, la orquesta redobló y
encendieron las luces. Aplausos y vítores celebraron mi
desconcierto.
De
pie, familiares, colegas, compañeros de la facultad, amigos,
coreaban mi nombre. La prima que sirvió de anzuelo, me tiraba besos,
mi
suegra usó la punta del mantel para secarse las lágrimas.
—Foto,
foto, —ordenó mi hijo mayor, mi mujer me tomó el brazo, sentí su
perfume de siempre; dispararon el flash.
Enceguecido, percibí borrosas las siluetas que tomaban asiento y
bebían la primera copa en mi honor.
Todavía
descolocado, me ubiqué en la mesa principal. Una caravana de mozos
entró con bandejas. Desde mi lugar, como si las viera en un
escenario, pasé la vista sobre las caras.
Sentado
a la mesa, entre camaradas del club, mi amigo saludó extendiendo el
brazo, el pulgar levantado. “Lo sabías, tramposo zorrito, lo
sabían todos”, pensé y correspondí a su gesto.
Mis
ojos fueron de mesa en mesa, reconociendo a cada uno.
En
el lugar más discreto, Martina, los hombros descubiertos, el peinado
alto, el cuello fino, alzó la copa en un brindis mudo.
—…resultó
fácil —oí la voz eléctrica de mi mujer—,…teléfonos,
direcciones de correo, llamé a todos…, no podés quejarte, no
faltó ninguno…
Sobre
mi cuerpo, el universo paralelo, era un tajo infranqueable.
De Las amantes son rubias.
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