viernes, 1 de septiembre de 2017

Marita Rodríguez-Cazaux

Artista Hessam Abrishami
UNIVERSO PARALELO




Pero, para algo están ellas, las más necesitadas. Más aún que nuestra madre, para parirnos felices. Ellas, con su voz entrándonos por el cuerpo, como la caricia que sabemos nos alcanzará en el momento imaginado durante todo el día. Ellas, con su pelo, rozándonos la piel, su boca dispuesta al beso libertino y libertario. Están ellas, para que nos olvidemos del ruido y del desperdicio de la ciudad y de nuestro olvido. Están para que nos parezca menos duro el multiplicado fracaso frente al espejo del baño, en la mañana, o a la noche, mientras nos cepillamos los dientes, y ellas, ya no están.

Aurelio Aguirre







“Martina, encantada”, dijo sonriendo, cuando nos presentaron en una conferencia sobre física cuántica. Linda, aún fresca, me gustó la curva de su cuello, el pelo rubio, el escote, la piel. Reconozco que yo también tenía lo mío, buen conversador y, además, magnetismo especial en el trato con las mujeres.

Al término del evento, intercambiamos puntos de vista sobre aquello que no se ve y contempla los fenómenos desde lo no visible.

“En ese campo de lo no medible, estamos los seres humanos” reflexionó Martina. Tendió la mano para despedirse, pero, la retuve y le pedí que me permitiera llamarla para un nuevo encuentro.

Esgrimió ciertos reparos, me costó que aceptara salir. Insistí, tenía experiencia en el arte de seducción, y me felicité de mi conquista cuando ella cedió. Le conté de mi niñez atribulada, desventuras, una esposa con problemas de salud. Naturalmente, se conmovió, hasta tuvo palabras de ternura para mí, eso me alivió la conciencia.

Desde luego, no iba a tirar por la borda una profesión establecida, mucho menos mi casamiento de años, tres hijos. El lustre social, relaciones de conveniencia, colegas, amigos.

Comenzamos a vernos más seguido, ella superaba mis expectativas, culta, espontánea, volvía especial todo momento. Se me antojó un premio inesperado, la serendipia.

En amorosa complicidad, propuse un discreto universo paralelo, “el valioso vacío del átomo”. Buscamos lugares íntimos, reservados, y nos convertimos en amantes.

Al tiempo, comprendí que necesitaba del vínculo que nos unía. La empecé a extrañar, la distancia me provocaba malhumor. Durante el día la imaginaba a mi costado, participando de mis actividades. Por la noche, pensaba en ella para conciliar el sueño. Siempre sufrí de insomnio, entonces, ponía la cabeza en la almohada y, para entrar en el sueño, me obligaba a sentir su mano tibia sobre mi cuerpo; “Martina, Martina”, decía, la caricia se tornaba más firme y me cubría en círculos de placer.

Unas vacaciones con mi familia, nos separaron por veinte días; no la pasé bien, tuve que recurrir a los ansiolíticos. El último viaje de negocios, fue fatal; me desquité con el conserje porque no conseguía establecer comunicación telefónica. El suceso me conmocionó, no tenía en mis planes ese registro de sentimientos. De regreso, sin demora, la llamé. Al día siguiente todo volvió a estar acomodado; entre mis brazos, tierna como siempre, dispuesta a darme el mejor momento. Martina había sido puesta por los dioses en mi camino, no quedaba duda.

Con mi mujer las cosas se mantuvieron dentro de la lógica, yo procuraba ser un marido atento, solícito. Mis hijos no tenían nada que reprocharme, por el contrario, mi disposición a ellos era total, incluido el salvataje en apuros económicos que no podían resolver por sí mismos.

Cruzamos la valla del primer año, luego el siguiente. Martina parecía comprender ese cosmos paralelo, y me evitaba todo riesgo, manteniendo discreción. Plegada a mis necesidades, aceptaba la prudencia de horarios y lugares menos comprometidos. Transigía, dócil, mis ausencias por negocios, las obligaciones y compromisos de familia.

—No te preocupes, a tu vuelta tomaremos revancha—prometía, acomodando su mundo al mío.

A mitad del verano, mi mujer proyectó un viaje al Sur, con dos amigas. Era el mejor momento para diagramar una escapadita con Martina. Compré dos pasajes a Cuba, una semana sería suficiente.

Nos encontramos en el lugar acostumbrado, Martina estaba radiante, glamorosa como era, se permitía la moda del momento. El estilo de Martina, me excitaba, recordé que mi mujer no pasaba del pelo prolijo, los pantalones oscuros, las blusas sueltas.

Como al descuido, apoyé en la mesa el sobre de cartulina azul con los pasajes a Cayo Largo. Me imaginé a Martina, caminando por la playa, un corpiño breve, el pareo multicolor.

—¿Te vas de viaje? —dijo con ternura.

—¡Nos vamos! Ah, viste qué sorpresa…Ni te lo esperabas, ¿no? Cuba…, en la semana entrante podríamos si te parece,

—No, no me parece—interrumpió. Sentí que me ardía la cara.

—Martina, ¿te volviste loca?—dije perdiendo los modales—.Sabés lo que me costaron los pasajes, lo que tuve que organizar para pegar el faltazo al estudio… No es justo.

—Imposible —frunció los labios, movió el cuello. El flequillo se me antojó tentador al caer sobre los ojos castaños, siempre iluminados, de Martina.

—Y, ahora, ¿qué hago con estos vouchers? —me indigné —.No puedo devolverlos, y no quiero devolverlos—sentencié—No vamos a tener muy seguido una oportunidad así —dije calibrando la coyuntura milagrosa.

—Sería insensato…podrían vernos, nunca se sabe — dijo y estiró la mano para acariciar la mía. Deslizó sus dedos de uñas perfectas por mis dedos, y dibujó un corazón en mi palma extendida, agarrotada sobre la cartulina azul.

—Me tomaría una copa de sidra helada, bien heladita—determinó con un mohín delicioso, como si nada.

Quise levantarme y tomarla por los hombros, abrazarla, despeinarle la melena rubia. O mejor aún, quise estar en la playa paradisíaca, con Martina sentada junto a mí, bajo las sombrillas, tomando una copa de sidra heladita, y ella besándome como sabía hacer, rescatándome del tedio, la rutina pegajosa del estudio, el olor a comida que habitaba el living de mi casa. Quise que fuera cierto aquello que no se ve, el universo que ella respetaba al extremo de volverse invisible, escondida en rincones de prudencia.

El mozo trajo las bebidas, por supuesto Martina se llevó a los labios la copa de sidra con la clase que la caracterizaba, yo bebí el whisky de un trago. No tenía humor para una charla distendida. Ella, perdió la mirada detrás de la escenografía de la ventana, se me antojó trasvasando cosmos.

En el restó, sonaba una canción del verano, espantosa.

—¿Nos vamos? —propuso. Levantó la cartera de la silla. Salimos.

—Te llamo mañana—dije al llegar a cuadras de su casa. Asintió, antes de bajar, me besó. Sentí su leve respiración sobre mi cara. Se puso los anteojos de sol, caminó media cuadra, dobló la esquina. La imagen de Martina entró en mi cabeza: la vi sacando las llaves de la cartera, abrir la puerta, subir en el ascensor… Martina cruzando el universo paralelo, sin hacer ruido, apenas ella, para no estorbarme.

Pasaron diez días, debía confirmar los pasajes que caducaban. Martina seguía en su postura de sensatez. Se aproximaba mi cumpleaños, una fecha que mi mujer insistía en celebrar. Tuve la ocurrencia de proponer el viaje al Caribe como festejo.

—Buena idea, pero, por el gasto del viaje, te quedás sin fiesta… —contestó.

—Mejor, prefiero el viaje, me hablaron maravillas de Cayo Largo, el hotel es súper, con entrada a la playa—la conformé mientras ella aseguraba que tendría que comprarse un traje de baño “clásico, con algún drapeado que estilice”.

De común acuerdo, seleccionamos la primera semana de febrero, y pasé por la agencia a rematar la operación.

Pensé en Martina al contemplar el mar y el cielo en un vértice perfecto, rutilante. Me incomodaba madrugar para las excursiones y cuando me quedaba, se hacía largo el día. El viaje sirvió para darme cuenta de que no podía estar bien, alejado de Martina. Así de concreto, con ella, me sentía realmente yo mismo.

Cuando llegué a Buenos Aires, nos citamos para un almuerzo. Le conté del paisaje que se había perdido por no aceptar la invitación.

—Dejalo así —convino—. Reserva, ¿te acordás? Me lo pediste vos cuando…

—Martina, se trata de dinámica —interrumpí, enfrentado a mi propia confusión. El universo paralelo se movía desarticulado y comprendí que, ahora, necesitaba cruzarlo. Martina, me escuchó atenta; sin embargo, siguió empecinada el acuerdo que se había establecido desde nuestros primeros encuentros.

El último jueves de febrero, mi esposa llamó al estudio. A borbotones, contó que una prima lejana se casaba, la reunión era en un salón paquete de Lomas. Teníamos que ir.

— ¿Para esto me llamás?…Ni que nos corriera una jauría. Podrías habérmelo dicho más tarde, ¿no?

—Vale más con tiempo, es este mismo sábado. No hagas otro compromiso—demandó.

— ¿Justo el sábado? Pensaba ir al club a la mañana.

—Comprendé que no podemos fallarle. Ah, ya mandé tu traje azul a la tintorería, elegite una corbata nueva, siempre decís que no acierto con tu gusto—agregó—Y agendalo, te conozco, siempre viviendo en otros mundos…

Colgué, y llamé para disculparme por no poder ir al partido de tenis.

—Todo bien, lo dejamos para la próxima. ¡Preparate para perder!—se rió mi amigo; con el carácter que tenía, me sorprendió que lo tomara con humor. A la salida del estudio compré una corbata con rombitos, muy moderna.

El sábado fui a cortarme el pelo, mi mujer había insistido en todos los detalles.

Llegamos al salón, en la recepción una chica simpática nos acompañó unos pasos hasta un hall con arreglos florales y espejos.

—Arreglate la corbata, yo paso al toilette y entramos —me indicó mi mujer.

Apenas tuve tiempo de acercarme al espejo; a mis espaldas, las puertas entornadas del salón se abrieron de par en par. Giré, en la penumbra, divisé mesas redondas, cubiertas por manteles largos, iluminadas con velas dentro de fanales. Una orquesta iniciaba la trillada canción del cumpleaños feliz, desde los zócalos subía un humito celeste. Dos bailarinas vestidas de odaliscas me guiaron, traspasé la puerta. Quedé en el redondel que iluminaba un foco.

—Ah, viste qué sorpresa… Ni te lo esperabas, ¿no?... —la voz de mi mujer se oyó acercándose. Al instante, la orquesta redobló y encendieron las luces. Aplausos y vítores celebraron mi desconcierto.

De pie, familiares, colegas, compañeros de la facultad, amigos, coreaban mi nombre. La prima que sirvió de anzuelo, me tiraba besos, mi suegra usó la punta del mantel para secarse las lágrimas.

—Foto, foto, —ordenó mi hijo mayor, mi mujer me tomó el brazo, sentí su perfume de siempre; dispararon el flash. Enceguecido, percibí borrosas las siluetas que tomaban asiento y bebían la primera copa en mi honor.

Todavía descolocado, me ubiqué en la mesa principal. Una caravana de mozos entró con bandejas. Desde mi lugar, como si las viera en un escenario, pasé la vista sobre las caras.

Sentado a la mesa, entre camaradas del club, mi amigo saludó extendiendo el brazo, el pulgar levantado. “Lo sabías, tramposo zorrito, lo sabían todos”, pensé y correspondí a su gesto.

Mis ojos fueron de mesa en mesa, reconociendo a cada uno.

En el lugar más discreto, Martina, los hombros descubiertos, el peinado alto, el cuello fino, alzó la copa en un brindis mudo.

—…resultó fácil —oí la voz eléctrica de mi mujer—,…teléfonos, direcciones de correo, llamé a todos…, no podés quejarte, no faltó ninguno…

Sobre mi cuerpo, el universo paralelo, era un tajo infranqueable.
De Las amantes son rubias.

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