1
miraba
la montaña y decía
es
poco lo de este día
me
daré por anochecido
cerca
de hay
nada
2
eso
no pasó
no
se ha ido
aquí
todavía
está
pasando
3
sacar
algo
contarlo
tanto
morir
nunca
(De:
Un ventanuco restante, poemario inédito)
El
acelerador de partículas
Para
reproducir la creación del mundo acudíamos a un muy simple
procedimiento.
Extendíamos
los brazos y comenzábamos a girar sobre las puntas de los pies
conservando el mismo lugar donde estábamos parados, y sin perder las
zapatillas (si las perdíamos en el primer intento, nos agachábamos
a ajustarles los cordones). Lo hacíamos cada vez más rápido y con
los ojos abiertos, sin hacernos trampa. Luego se nos abría la boca y
las palmas de las manos apuntaban hacia abajo. Luego, cuando ya no
distinguíamos nada que no fuera zumbido y bamboleo, gritábamos para
no perder la imprescindible referencia a medida que del
desmenuzamiento total ingresábamos a un estado de nebulosa loca,
incluido el rastro que alrededor formaba nuestro grito desatornillado
que se unía a los otros. Nuestros corazones reían.
En
esos momentos zumbones, inclinar la nuca atrás y levantar los ojos
hacia donde del cielo quedaba apenas un centro de circuitos en
marcha, oscilante, tambaleante embarcado en su color de siempre un
poco turbio, era una proeza que ninguno podía soportar más de un
segundo, porque equivalía a descoyuntarnos de toda referencia y
espiar en el mismísimo ojo de dios. Un segundo bastaba para
comprender que no éramos capaces de soportar esa mirada.
Suspendida
esta tentación final por un golpe de los arrepentimientos que aún
teníamos embolsados, el tono postrero de nuestro grito se elevaba a
festejo necesario y se nos escapaba para acabar desfallecido en una
risotada tras otra, que nos privaba del aleteo de los brazos justo
cuando más lo necesitábamos porque nos sentíamos a merced de nubes
que pisoteábamos sin querer y que se nos enredaban a la cabeza y los
tobillos sin que necesitáramos creerlo.
Borrachos
del único modo que los adultos nos permitían, festejábamos a
costillas del insolente al que peor le había ido y que estaba
tratando de levantarse del polvo, mientras nuestra obra se
esterilizaba en la normalidad pedestre del primer patio delantero que
todavía parecía querer irse a la parte trasera de la casa, de las
paredes alargadas que volvían a no ser tan largas, de la tranquera
abierta que por no mucho tiempo más era dos o tres tranqueras que
pasaban, de los corrales ya negros y achatados, del sol sobre el
desparramo de cardos, de los montes azulejos que ya se habían posado
allí donde siempre estaban.
De: Prosa Breve III
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