miércoles, 27 de diciembre de 2017

Carlos Enrique Saldivar

                                    Pintura Jose Guadalupe
Relato de un ciclista
Hace unos días salí a montar bicicleta. Si se supiera lo que me costó aprender, se entendería el enorme gozo que me llenó cuando sentí las pistas deslizarse bajo mis pies que pedaleaban. Fue una experiencia única, recorrí varias calles, avenidas, jirones, alguna plaza, el límite del mercado de la zona B de San Juan de Miraflores –hay mucho espacio de tránsito por ahí–, incluso levanté las manos y grité con todas mis fuerzas: «Soy un campeón de mierda», y puede que algún transeúnte me hubiese escuchado y se ofendiera, mas no me importó, en aquellos instantes yo era amo y señor de la calzada. Sólo había de tener gran cuidado, los automóviles pasaban (algunos con velocidad excesiva) cerca de mí. Yo era un maestro de las pistas, conseguí evadir a esos armatostes plásticos y desplazarme con soltura en medio de un territorio que ahora consideraba mío.
Debí percibir que todo acabaría en desastre. Primero estuve a punto de atropellar a una anciana. Esta había aparecido de la nada, lanzándose prácticamente contra mi medio de transporte. Gracias a un rodeo, conseguí evadirla. «Uf», dije, «estuve cerca, muy cerca de...», con torpeza volteé la vista hacia ella, quien había alzado su puño izquierdo en señal de enojo y emitía una retahíla de palabrotas.
Fue cuando lo peor tuvo lugar.
No me fijé en el pequeño perro gris que cruzaba la pista, proveniente de un parque. Le pasé por encima. Escuché un sonido similar a un «cronch». Su carne estaba dura, como una gruesa madeja de hilo. De inmediato frené. Atisbe el cuerpo caído durante diez segundos. El can era en verdad muy chico de estatura, muy peludo –su pelaje era enmarañado–, de cola y orejas muy cortas. Su lengua se hallaba a un lado. ¿Se la había mordido durante el impacto y se la había cercenado? No había sangre, qué raro. Escruté alrededor mío por si alguien me había visto. La mujer que casi arrollara un minuto antes se alejaba varios metros de mí. No había otra persona cerca, lo cual era extraño, pues la avenida Jesús Morales de mi distrito suele ser muy transitada. He tenido suerte, pensé. Pero el canino no la había tenido. Sentí gran pena por él. Me acerqué al cuerpo inerte. No sé por qué lo cargué con mis dos brazos, realmente era diminuto, del tamaño de mi antebrazo –o menos–, así de pequeño era.
Lo observé bien, no conseguí hallar ninguna herida visible. No comprendí. ¿Quizá tenía puros destrozos internos? De repente el perro abrió sus ojos (eran amarillos) y me mordió en la mano izquierda, infringiéndome una notable laceración. Me ladró, aquellos sonidos perrunos semejaban una risa malévola. A continuación, el animal se difuminó en el aire (pues yo hace rato que lo hube soltado, por eso estoy seguro de que estaba flotando) como si fuese una pelusa de humo o una diminuta bomba de gas lacrimógeno; o una mezcla de ambos. Me asusté. Cogí mi bicicleta y escapé a toda carrera de ahí.
Al llegar a mi casa, me duché. No cené. Fui a mi cama a dormir temprano para intentar olvidar aquello que me había acontecido. Y para intentar confundirlo con algo soñado.
No he podido borrarlo de mi mente.
La experiencia tuvo lugar hace nueve días.
No he conseguido olvidarlo. Nunca lo haré.
Mi herida ha sanado, aunque no del todo. Quedó allí una notoria cicatriz que de vez en cuando me pica. Hay noches (madrugadas) en las que aparte de escocerme, me duele.
Sigo montando bicicleta. Me resulta menos divertido que antes, pero me entretiene.
Manejo el transporte a diario. Ya no transito por aquel lugar, el del incidente; ya no más.
Pienso mucho en todo ello, y he encontrado la respuesta.
No se lo he contado a nadie. ¿Quién podría creerme? A los ciclistas no nos ocurren estas cosas; mejor dicho: no deberían ocurrir. Tal vez no vuelva a pasar, mas no me confiaré. Por eso ahora manejo con gran cuidado. No quiero toparme de nuevo con una de esas criaturas.
Conozco su leyenda, mi abuelo me la narró cuando era niño; hice memoria y la he recordado. Ellos lucen como animales, se atraviesan de súbito cuando alguien maneja un vehículo, con el fin de provocar accidentes. Tal parece que les encanta la sangre derramada, que buscan la muerte de los choferes, de los pasajeros.
No se sabe por qué lo hacen, aunque es seguro que sienten gran placer con el dolor, los decesos y la destrucción. Tampoco se sabe de dónde vienen, quizá de algún sitio parecido al Averno. Suelen adoptar la forma de perros, gatos, aves, y también actúan en los espacios rurales, donde toman el aspecto de animales de campo, silvestres o, incluso, salvajes.
Hacen aquello para dañar a los seres humanos. Nos odian, y desconozco la causa, ¿por qué repudian a la gente? ¿Por qué anhelan causar sufrimiento en los individuos? Es algo que nunca sabré, aunque quizá la respuesta se halle en los tiempos ancestrales, cuando no usábamos medios de locomoción para trasladarnos, cuando solo caminábamos para llegar de un lugar a otro. Entonces, a lo mejor no somos nosotros el problema, sino los medios de transporte. Desde luego, si alguien maneja el vehículo, esta persona también ha de pagar el precio. Hombre y máquina, ambos son enemigos de esas macabras entidades.
¿Por qué se meten con las bicicletas? No hacen ruido, no contaminan, no dañan el suelo, ni el aire. Supongo que es el movimiento, la prisa, la velocidad que supera los límites de la capacidad humana. O puede que tan solo detesten que atiborremos las calles, los espacios que alguna vez fueron suyos. Una ciudad, un país, un mundo atestado de ruedas.
A veces, cuando (por casualidad) se les atrapa, se muestran como son. Eso les disgusta bastante, que los vislumbren en su dimensión verdadera.
Yo lo he visto, y aquello me ha mirado.

Por eso sé que un día volverá por mí. 

1 comentario:

  1. Interesante, las entidades que moran en todas dimensiones, incluso en la de los humanos.

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