Obra de Rafal Olbinski
Génesis
con
un resabio de indulgencia comenzó el deseo
alguna
distracción
una
sonrisa surgida de los miedos
de
los poros
de
las celdas
como
una gota cálida fluyó el deseo
se
escurrió por la grieta
en
el claustro vedado
ignoró
el precinto el atavismo la censura
rompió
diques y rompió sentencias
arrastró
los pudores por el camino incierto
y
fue gota voraz
el
deseo impetuoso de la génesis
fue
salvación y grito
y
fue vertiente.
de:
Las fronteras posibles
Frascos
“(...)
Mujer,
¿dónde están tus acusadores? ¿Alguien te ha condenado?
Ella le respondió: nadie,
Señor.
Yo
tampoco te condeno,
le dijo Jesús.”
Juan 8. 10-11
Yo no sabía que iba a pasar lo
que pasó. Pedro tampoco. Por eso se borró. Tuve que hacerle frente
a todo casi sola. Decidir o dejar que otros decidieran por mí, por
mi cuerpo, que ya no era solo mío. Y digo casi, porque a pesar de la
angustia, y de la bronca que trataba de esconder pero que le salía
como una nube espesa desde los ojos negros, igual mamá me acompañó.
Mamá tenía razón. Hoy lo
comprendo. ¿A dónde iba a ir yo sin trabajo, con quince años
recién cumplidos, y un chico en la panza?
Ella fue la primera que se
animó a decírmelo: que no quedaba otra solución, que iba a perder
mi tercer año en la escuela, que si papá se enteraba, que ni
siquiera padre tendría el chico, que ella conocía a una partera
porque ya era tarde para pastillas, que. Ya casi ni me acuerdo. Pero
se me quedaron grabadas, como a fuego esas palabras casi roncas,
salidas como sin querer: ahora
habrá que meter mano, m´hija, y
después la caricia dura, y mi cabeza apoyada en el vientre siempre
abultado de mamá.
Resultó que la partera era
doña Elsa, la vecina de la otra cuadra.
Yo no sabía a qué se
dedicaba, solo conocía de vista a esa viejita corta, de caderas
anchas y brazos como de alambre; conocerla me dio un poco más de
confianza. Igual quise ir a hablar, preguntarle cómo iba a ser todo,
decirle del miedo, saber algo que me daba vueltas en la cabeza desde
hacía días; y ella me contestó que al bebé lo iban a buscar los
estudiantes de la facultad, los que van a ser médicos, que lo
pondrían en un frasco donde iba a flotar dentro de un líquido, como
en mi panza, solo que más frío.
Me lo imaginé metido en una
casita de cristal. Me pareció una idea rara, una idea que me hacía
arder los ojos, que me quitaba fuerza. Yo necesitaba estar fuerte
para aguantar lo que vendría. Por eso me obligué a no pensar en la
mentira de la casa de cristal.
Nunca supe por qué de ahí me
fui a la parroquia; y esperé a que el cura terminara la misa. Yo,
que pocas veces había ido a la iglesia, sentí que él me podía
ayudar. Me equivoqué.
Me habló del pecado, me dijo
infanticidio
que yo ni sabía qué quería decir, y excomunión,
que tampoco sabía, pero me imaginaba que no era nada bueno.
Entonces, casi tartamudeando, como pude, le expliqué lo de la
pobreza, y los siete hermanos en la casilla, y el esfuerzo de mamá
para darnos un estudio, y lo de papá que solo venía de vez en
cuando, a buscar plata; y también me animé a contarle –con la
cara ardiendo- cuando quería trepársele a mamá por las buenas o
las malas gritándole inmundicias regadas en alcohol, y lo de la
falta de trabajo, y que Pedro se fue ni bien se enteró, pero nada
de eso le importaba al cura; seguía agitándome la mano, como si no
me oyera, con un dedo que marcaba una especie de compás y no había
manera de que me perdonara, y me dijo después de la palabra
ignorante que casi se la traga pero alcanzó a largar, algo que
entonces me sonó muy largo: habló del hospital, de una ley de
salud, del control de la natalidad; no sé bien qué más me habrá
dicho.
Yo lo escuchaba casi sin
mirarlo (me daba vergüenza y un poco de miedo chocarme los ojos con
los suyos), y quise decirle, pero el nudo en la garganta no me dejó,
que fue un accidente, después de un baile en el club social donde
corría mucha cerveza, y que estábamos todos un poco locos por la
bebida y que Pedro tampoco quiso, (por eso escapó). Pero él seguía
con el dedo como un sube y baja, y la cara seria, acusándome, y esa
boca de labios finos, que de a ratos me largaba borbotones de culpas.
Y si él, que era cura, para
eso había estudiado, y que sabía hablar y pensar bien, y que
estaba del lado de Dios, reaccionaba así, me imaginé la paliza que
me daría mi padre si se enteraba; no solo a mí, también a mamá,
por no cuidarme la
entrepierna, como
decía siempre él.
Por eso, todo fue un secreto de
dos: mi mamá y yo; Pedro, hacía rato que no contaba en la
historia.
La verdad, doña Elsa fue más
rápida de lo que suponía. Me decía que me quedara tranquila, que
eran muchos años de experiencia, que no había tenido problemas con
ninguna mujer, que trabajando bien no había por qué tener miedo,
que iba a pasar rápido el dolor.
Pero no me habló del otro
dolor. De ese que lastimaba el pecho, el que venía de adentro, como
empujando, como un puño que se queda en la garganta y que, a veces,
todavía me pasa, explota hasta que lloro. No puedo evitarlo; ese
dolor no se va, al contrario, se hace más rebelde cuando pasan los
años, cuando veo jugar a los chicos, cuando les canto a mis
sobrinos, cuando pienso si a él, o a ella, no sé, le hubiera
gustado escucharme.
Por eso, por el dolor, por el
olvido que fue mentira, sin decirle nada a nadie, ni siquiera a mi
madre, tomé la decisión.
Ella a veces me encontraba
llorando, disimulaba, como si no me hubiera visto; pero yo sabía que
sí. Por la forma de acariciarme el pelo, por el pobrecita
m’hija que se le
escapaba en un suspiro corto, por la mano ajada que buscaba el
pañuelo en el bolsillo de su delantal eterno, casi tan gastado como
ella.
No le pude contar lo que había
pensado y machacado en el silencio de las noches, quietita, callada,
para no molestar a Nati que dormía en los pies de mi cama. Tampoco
le dije –no me hubiera entendido, ella no entendía muchas cosas-
qué castigo haber nacido mujer; tantos miedos, tanto recibir golpes
con la garganta apretada y la sangre hirviendo, tanto vientre
preñado, a veces sin quererlo.
Ni le dije lo de los sueños;
sueños con cuerpo de mujer y cara de bebé, sueños con verdugos,
sueños de muerte, sueños que me dejaban sin ganas de dormir y con
un miedo ácido pegado en la piel.
Es la culpa, después, con
el tiempo, va pasando,
me dijo mi amiga Inés que de eso sabía. Pero no le creí; ella
había perdido la risa y el brillo en los ojos.
Hasta que un día me animé.
Tomé el colectivo azul y rojo.
Yo apenas sabía viajar, le pregunté a un kiosquero dónde era la
calle Paraguay; se dio cuenta de que yo ni idea tenía porque me
explicó todo con paciencia, con números y señas, y hasta salió
un poco del puesto para mostrarme la parada. Buen hombre parecía el
kiosquero. Siempre me acuerdo de él.
Llegué bien.
Me quedé un momento como
indecisa cuando me encontré con esa mole de piedra desteñida, con
tantos escalones y tantos ojos subiendo y bajando que parecían
clavarse justo encima de mí. Pero tomé coraje, traté de no
pensar, y, casi corriendo, me encontré arriba. Una vez adentro me
armé de valor y me acerqué a un muchacho con guardapolvo blanco,
que me di cuenta de que era un estudiante, por lo joven, y como sin
respirar me salieron agolpadas las preguntas, y varias veces le dije
lo de los frascos, lo de los fetos que me había contado la partera,
lo del líquido frío parecido al agua. Se sonrió como de costado,
como con una lástima escondida detrás de la sonrisa, pero
entenderme me entendió, porque él mismo me acompañó al primer
piso y me dijo: es
ahí, pedí permiso y entrá.
Y se fue.
Me quedé sola, temblando, en
un pasillo largo y húmedo que parecía un tubo, y miré el cartel
enorme tan blanco, con letras tan negras y marcadas que se me
borroneaban por los nervios: “Anatomía”,
decía.
Entré.
No tuve que pedir permiso.
Por suerte no había nadie.
Enseguida los vi. Estaban justo
frente a mí. En fila, arriba de un mueble. Ordenados. Muchos frascos
de vidrio, limpísimos, con tapa, con etiquetas blancas y parejas,
escritas con letras azules y parejas, como a máquina, con el líquido
adentro parecido al agua, todos flotando, enroscaditos y parejos,
como caracoles.
Todos iguales. O casi.
Ni siquiera elegí.
Me subí a un banco, saqué la
flor de la cartera, la puse al lado del primer frasco, y me fui sin
que me vieran.
No pensé, en ese momento, qué
dirían cuando encontraran aquella flor marchita al lado de un
frasco.
De nadie.
Sin dueño.
Del
libro: “si decir basta”
En
base a este cuento se filmó el corto metraje del mismo nombre.
Cuento
ganador de la Medalla de Oro del Concurso Internacional de Clubes de
Leones convocado por Embajadas de Ecuador, España, Panamá, Paraguay
y Uruguay en Argentina.
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