martes, 22 de mayo de 2018

Fernando Sorrentino.©



EL ESPÍRITU DE LA EMULACIÒN

Es bastante intenso el espíritu de emulación que existe entre los habitantes del edificio de la calle Paraguay en que vivo.
Es cierto que durante mucho tiempo todos ellos se limitaron a rivalizar en perros, gatos, canarios o loros. El más exótico de ellos nunca fue más allá de las ardillitas o de una tortuga. Yo mismo tenía un hermoso perro de policía, que era un poco más chico que el departamento y se llamaba Josecito. Pero, además de Josecito —y esto se ignoraba—, vivía con mi mujer y conmigo una bella araña de la especie Lycosa pampeana.
Una mañana, a las nueve, cuando le estaba dando de comer a mi mascota, el vecino del 7º C —a quien ni siquiera había visto nunca— vino, no sé por qué confusa razón, a pedirme el diario por un instante. Después, sin atinar a irse, se quedó un buen rato con el periódico en la mano. Contemplaba fascinado a Gertrudis, y en su mirada había algo que me hizo estremecer: era el espíritu de emulación.
Al día siguiente me llamó para mostrarme el escorpión que acababa de comprar. En el pasillo, la mucama de los del 7º D sorprendió nuestro diálogo sobre la vida, los hábitos y la alimentación de arañas, alacranes y garrapatas. Esa misma tarde sus patrones adquirieron un cangrejo.
Luego, durante una semana, no hubo novedad alguna. Hasta una noche en que coincidí en el ascensor con una de las vecinas del tercer piso: una joven lánguida, rubia y de mirada perdida. Llevaba un gran bolso amarillo cuyo cierre relámpago estaba parcialmente fallado: por una de las roturas se asomaba cada tanto la cabecita de un lagarto overo.
Al mediodía siguiente, cuando regresaba del almacén, por poco no se me caen las bolsas de la mano al toparme a boca de jarro con el oso hormiguero que bajaban de un camión con destino a la portería. Uno de los tantos mirones que se habían congregado murmuró —en voz lo suficientemente alta para ser oída— que un oso hormiguero no era, en realidad, un verdadero oso. La mujer del abogado tuvo un sobresalto y corrió, trémula, a refugiarse en su departamento: sólo la vi reaparecer unos días más tarde cuando, con desdén y con la faz radiante, salió a firmar el recibo a los fleteros que acababan de traerle el oso pardo americano.
La situación ya se me hacía insostenible. Los vecinos me negaron el saludo, el carnicero ya no quiso fiarme, todos los días recibía anónimos insultantes. Al fin, cuando mi mujer me amenazó con la separación, comprendí que no podría sobrellevar un solo día más una insignificante Lycosa pampeana. Desarrollé entonces una actividad sin precedentes. Pedí dinero prestado a varios amigos, hice economías indescriptibles, dejé de fumar... Así pude comprar el leopardo más maravilloso que pueda concebirse. De inmediato, el del 7º C, que no me perdía pisada, pretendió abrumarme con un jaguar. Y, aunque parezca ilógico, lo consiguió.
Lo que más me lastima es tratar con gente que carece de sensibilidad estética, gente que no percibe la cualidad, gente meramente cuantitativa. No hubo un solo vecino que se inclinase ante la superior belleza de mi leopardo; el mayor tamaño del jaguar les había cegado el entendimiento. En seguida, todos los vecinos, azuzados por el aire jactancioso del propietario del jaguar, se dieron a la tarea de renovar sus animales. Yo debí reconocer que mi humilde leopardo ya no me proporcionaba el estatus de otrora.
Ante sigilosas conversaciones que mi mujer sostenía por teléfono con un caballero anónimo, advertí que la disyuntiva era de hierro. Sin ningún remordimiento, vendí los muebles, la heladera, el lavarropas, la enceradora. Hasta vendí el televisor. Vendí, en fin, todo lo que se podía vender y compré una descomunal boa anaconda.
Es dura la vida del pobre: sólo durante tres días fui el héroe del edificio.
Mi anaconda rebasó todos los diques, destruyó toda mesura, echó por tierra las convenciones más respetables. En todos los departamentos fueron multiplicándose leones, tigres, gorilas, cocodrilos... Algunos hasta tenían panteras negras, esas panteras que ni siquiera posee el Jardín Zoológico. La casa entera resonaba en rugidos, aullidos, parloteos. Pasábamos las noches en vela, resultaba imposible dormir. Los olores entreverados de felinos, cuadrumanos, reptiles y rumiantes tornaban irrespirable la atmósfera. Grandes camiones traían toneladas de carne, de pescado, de vegetales. La vida en el edificio de la calle Paraguay se hizo un poco peligrosa.
Fue una experiencia inquietante la que tuve cuando volví, después de tanto tiempo, a compartir el ascensor con la joven y lánguida vecina del tercer piso, que ahora sacaba a su tigre de Bengala a dar una vuelta a la manzana para hacer pis. Recordé el lagarto que había asomado la cabecita por la abertura del cierre relámpago. Me enternecí. ¡Qué lejos habían quedado aquellos primeros, difíciles y quijotescos tiempos de los escorpiones y de los cangrejos!
Finalmente llegó un momento en que no se pudo confiar en nadie. El portero, ante la tensa mirada de varios copropietarios, lavó en la vereda con agua y jabón a su rinoceronte de dos cuernos, y luego —como si allí no hubiera pasado nada— lo hizo penetrar en su departamento. Esto era más de lo que estaba acostumbrado a soportar el del 5º A: unas horas más tarde subió triunfalmente las escaleras llevando de la brida a su hipopótamo.
El edificio se halla ahora inundado y semidestruido. Me encuentro redactando este informe en la azotea, en condiciones desfavorables. Cada tanto me sobresaltan los plañideros barritos del elefante que vive con los del 7º A. Escribo con el reloj a la vista, pues, a intervalos de ocho minutos, debo guarecerme entre las ruinas de la escalera para que no estropee estas páginas el chorro de vapor que lanza la ballena azul del 7º C. Y escribo con cierta inquietud, estando, como estoy, bajo la suplicante mirada de la jirafa del 7º D, que, asomando la cabeza por sobre la tapia, no cesa ni por un segundo de pedirme galletitas.

1972. 
En: Imperios y servidumbres, Barcelona, Editorial Seix Barral, 1972

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