martes, 28 de agosto de 2018

Ana Guillot



El campo de batalla es un guiso. Cada hombre una lenteja, un poroto. El caldo es la muerte y está ardiendo. Se queman los becerros en sacrificio, se expele el humo, su relente. Quema la noche en el altar. Huele a hueso calcinado, a intestinos disueltos. Se queman los becerros, pero Apolo no deja de temblar. -Apolo es un dios misericordioso- dicen los guisantes, los guisados. -Es Ares el que impulsa- repiten.
El guiso está espeso. El campo es una sucesión de hombres, de almitas en pena. No hay espacio para la conmiseración. Las guerras se escriben con los vientres y son siempre una versión apócrifa.
Ni Helena, ni Paris, ni Taltibio. El tema es el tesoro, el hambre por el tesoro. Los buitres se los quedan finalmente. Carne de la carne de la carne. Y es la plebe la que escurre sus súplicas pidiéndole al dios para que todo pase lo más pronto posible. Para volver a casa, a los hilos nocturnos de la amada, al licor inicial. Al hijito que extraña, que se extraña, y que está lejos.
Se regocijan las fauces de los buitres. El tesoro va pasando de manos y en el medio, los hombres. Un banquete a deglutir.
La casa está lejos para los que conduce Agamenón. Los troyanos defienden sus murallas. El caballo no relincha aún. Está sin madera, sin cauce. Antes de que la noche caiga.
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El tiempo detenido en la visión. Cada momento fue distinto, aunque igual fue el canto del pájaro que dividió la tarde en dos. Nunca había dejado de ocurrir.

 De: El licor inicial (inédito)

Pintura Remedios Varo 

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