martes, 28 de agosto de 2018
Irma Verolín
LA NIÑA CAMINA
Fue muy difícil crecer,
casi imposible. Todavía
esa niña de flequillo
y pollera tableada
se ríe de mí,
calca su propia figura en tinta china
sobre la página suelta
que el viento zarandea
de pared a pared en este patio.
Desde hace años se recluye
en posición fetal
entre mi estómago y mi corazón
o camina
allá adelante
hasta enredarse entre mis pasos
para que yo trastabille, sin descanso.
Su vocecita entrometida
astilla mi lenguaje
una vez
y mil veces, así
el abecedario completo
retrocede hasta su punto de inicio:
yo quedo desprovista
y me muero de hambre
de sed
y de niñez.
CEGUERA Y PAN
Las manos de mi bisabuela avanzaban
sobre el cuadriculado mantel
de hule
buscando el pan
que está encerrado en una cesta
-muy amarillos el pan y la cesta-, la cocina
a media luz
y la antigua casa se deslizan
entre los claros y las sombras del día.
Son dos manos grandes
trepadas a las líneas rectas del mantel,
terso en su brillo
de discreto esplendor
ante la blancura de las manos
que buscan pan.
Las hormiguitas deben seguir en fila
por la superficie carcomida de los zócalos
de esa vieja cocina
y en la rejilla el agua
sin duda
estará borboteando
a la espera de otras lluvias
cuando las manos de mi bisabuela
dicen lo que tienen para decir
con extrema delicadeza
sobre ese hule aterciopelado por dentro.
Sin embargo nada se puede ver aquí
como nada ven los ojos de mi bisabuela
en esta cocina.
El mundo es
siempre grisáceo y turbio alrededor
es un gris sin palabras
ni luz
gris a secas en lo percudido de los días.
Sólo existe el olor a pan
que llama a sus manos
blancas y grandes
como aves o nubes
o espantapájaros en un paisaje irreconocible.
Pintura de Ana Bagayan
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