LA SOMBRA DE LOVECRAFT
El
hombre había despertado de su sueño e intentó incorporarse,
mientras una extraña sudación se apoderó de su cuerpo desnudo y
apenas arropado por una sábana empapada de presentimientos oscuros.
Al
borde de su cama, ensayó un movimiento de su mano derecha como
definiendo un arco en el aire y observó, en el silencio de su cuarto
poblado de fantasmas, el itinerario de una pesadilla que era capaz de
hacerle cometer algo indecible.
La
naturaleza de una venganza no tenía límites dentro del mundo
insondable de la imaginación, pero una persona de su confianza le
acercó el número de teléfono de un sicario, a quien sólo debían
informarle los detalles puntuales del sujeto a eliminar y contraer un
compromiso con un valor establecido.
El
hombre se atrevió, entonces, a dibujar un arco en la soledad de su
cuarto, un arco sin línea, esfumado y tan inexpresivo como su rostro
dominado por una fatal palidez.
En
su mesa de luz, había restos de ginebra en un vaso depositado al
lado de un libro de Lovecraft, con una página seleccionada donde
decía: “Desdichado
aquel a quien los recuerdos de la infancia sólo traen temor y
tristeza”.
Replegado
en sus propias sensaciones, se contactó con el homicida profesional
a quien le aportó los datos en cuestión y, luego de pactar un
precio accesible, se comprometió a confirmar el cumplimiento del
hecho, a través de un llamado en las próximas 24 horas.
Los
reparos formales que le confió al sicario encontraron una rápida
respuesta que lo tranquilizaron, porque el crimen sería
absolutamente limpio y sin sufrimiento, casi como un experto cirujano
frente a un paciente sin esperanza alguna.
El
tiempo transcurrido después de esa llamada pareció consumirse
velozmente, pero, en tanto se preparaba para efectuar lo pautado, un
escenario de imágenes infantiles lo abordó sin descanso, y a sus
primeros días en la escuela primaria, se le fue sumando
circunstancias olvidadas de su adolescencia y de su particular trato
con su madre, antes de haberse separado de su padre.
Las
sorpresas de la vida lo fueron confundiendo, mientras crecía en
compañía de su padre que había ganado su tenencia, hasta que,
desde hacía cuatro años se encargaba de asistirlo, debido a que un
ataque lo había dejado con medio cuerpo paralítico.
En
esa oportunidad, la soberbia inaudita de su padre, lo enfrentó a los
agravios de su madre, que intentó ganar el apoyo de un hijo que
mentalmente ya tenía. Sin embargo, el hombre dibujó un invisible
arco y pretendió despertar de su pesadilla, recuperar la conciencia
esa mañana en un cuarto solitario de un departamento a varias
cuadras de la residencia en que vivía su padre afectado por una
hemiplejia.
Pensó,
entonces, que su madre entendería y que su decisión no respondía a
satisfacer necesidades económicas atesoradas con egoísmo por su
padre durante años de éxito empresario, sino que era la
consecuencia de una urgencia vital que no le dejaba opción, aunque
desconocía que su plan estaba expuesto a reglas absolutamente
imprevistas.
Es
así, como el hombre, ya de pie, se aprestó a vestirse y recordó
que había hablado con el sicario antes del plazo estipulado para
renegar del contrato durante una deficiente comunicación telefónica
que le hizo dudar de sus propias palabras.
Luego,
con los pantalones puestos y aún descalzo, se dirigió al baño para
lavarse la cara y mientras se secaba con una toalla, observó que su
rostro se multiplicaba en otros rostros deformados e inescrutables, y
pensó en su madre que lo había abandonado y en las cuadras que lo
separaban de la casa de su padre.
Y
sintió, como nunca antes, que debía apresurarse para evitar que el
sicario cometiera un crimen del que ahora renegaba, entonces, desafió
la pesadilla y abrió la puerta de su cuarto y una vez que la
traspuso se encontró con una escalera caracol y al final de la
misma, en un sillón de ruedas apareció la figura de un hombre de
ojos pardos y cansados, bigote pronunciado y cabello entrecano que lo
observaba en silencio, casi tan normal, como un padre espera a un
hijo.
Ext de LOS LUGARES COMUNES Y OTROS RELATOS
Muchas gracias, Gladys, por publicar mi relato. Un abrazo, David Sorbille
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