miércoles, 19 de diciembre de 2018

Osvaldo hueso




LA MIRABA MIENTRAS…
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   se movía ágil, dulce, graciosa, insinuante, hermosa, decididamente hermosa; pelo negro, sonrisa blanca. Todo su cuerpo moviéndose gracioso, siguiendo esa música, con su contoneo, su girar sin pausa, su risa, sus pies, apenas tocando el suelo.
   Mis cuarenta y pico, que no tenían nada que hacer en ese lugar, estaban pegados, pegados a ese ondular gracioso y movedizo, cual sirena en el ponto, deseando que me ataran al palo mayor como al héroe griego, para no sumergirme en sus aguas y ondularme con ella. Y tomarla, tomarla para mi, para siempre, sin temor, sin  dolor, sin dudas, de mis cuarenta y pico, de sus quizás apenas veinte. 
   Sus quizás apenas veinte, y un incesante revolotear de alegría, entre ellos, entre sus congéneres, los de su edad, los de su estilo, de su  círculo,  de sus códigos.
   ¿Y yo qué? ¿Yo estaba ahí? ¿Estaba en ese lugar?  ¿¡Qué hacía yo, en ese lugar!?  En esa playa junto a ese mar bravío que descargaba con furia sus voluptuosas olas. Miraba y la admiraba. ¡Todo! Su  pelo negro, su remera, su pollerita corta, escasa, escasa, apenas cubriendo; zapatillas blancas, con apenas medias; piernas armoniosas, blancas, girando en esa pista, en ese lugar, donde yo, no tenía nada que hacer.
   Se acercó. ¿Quizás se acercó?  Quizás se dio cuenta que la miraba, quizás me sonrió, sonrió a mis cuarenta, a mis cuarenta y pico y se sentó a mi lado, a mi lado. ¿O no?  Quizás no. Quizás bailó hasta desfallecer, ella de cansancio, yo de locura.
   Vino a mi lado. ¿Vino?  Se acercó sonriente, sonrisa perlada; mientras esas luces extrañas giraban incesantes. Se acercó serena, ondulante, graciosa, etérea, como la soñé, como siempre la soñé. Senos turgentes, blancos, asomando casi libres de su remera. Se acercaba flotando, y su sonrisa nívea, eterna.
   Me tomó de la mano. ¿Lo hizo? Tiró suavemente; la seguí, llevándome de su mano, tibia, suave, para mí, para mis cuarenta, mis cuarenta y pico, ya gastados, ya doblados. Giraba apenas su cabeza y me miraba,  mientras yo seguía, tomado de su mano, tibia, suave, única. Sentía sus dedos, sus cinco dedos entre los míos, los cinco míos.
   Caminamos. ¿Caminamos?  Hasta ese lugar; arena, playa, mar, rumor de olas. Infinito rumor de olas envolviéndolo todo, como un extraño éxtasis, como un extraño rito. Me miró profundo, desde su profundo azul… y sonrió…
   ¡Y me amó!  ¡A mí, a mis cuarenta y pico, con sus quizás apenas veinte! Con su piel blanca, sus senos blancos. Todo su ondulante ser blanco, suave, dulce, tierno; sublime en el fragor de su celo, de su calor, de su pelo negro,  de sus quizás apenas veinte, para mí, para mis cuarenta, para  mis cuarenta  y pico.
   ¿O no? Quizás no. Quizás bailó hasta desfallecer, ella de cansancio, yo de locura…


Pintura de Marc Chagall 

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