miércoles, 19 de diciembre de 2018

Irma Verolín

  
EL NOVIAZGO

   Con preferencia a la hora de comer, las mujeres hablaban. Y si el abuelo se quedaba en el negocio hablaban más. La comida sobre la mesa no era otra cosa que un incidente o una  excusa de supervivencia, pero en realidad yo tenía la certeza de que lo único que nos permitía sobrevivir eran las palabras que entre panes, verduras y restos de carne se mezclaban, iban y venían con sus giros amenazantes y sus bruscos altibajos. Se trataba tan solo de un deslizamiento de lo que no podía quedarse nunca dentro de nuestras bocas: eso era el mundo, lo más inasible entre lo inasible, una gran mesa alrededor de la que se sentaban todos, absolutamente todos, menos mi abuela, mi tía, doña Pepa y yo.
   Los temas de conversación nunca fueron variados, quien mucho abarca poco aprieta, solían decirse mientras pensaban seguramente que con manos pequeñas como las nuestras lo mejor era no ambicionar. La vida en general  se perfilaba como el tema preferido por todas nosotras, vale decir esa suma de percances, contratiempos, ilusiones quebradas o la biografía hecha y derecha de alguien que nos rozó alguna vez para irse quién sabe adónde y con quién. Otro de los temas ineludibles, por supuesto, era el de los hombres. Hablar de los hombres en forma genérica, de la misma manera en que absorbíamos ese peliagudo asunto del vivir nos llenaba las horas. Posiblemente la vida y los hombres tenían en común para las mujeres de la casa  su indiscutible calidad de abstracción. La vida, quién lo dudaba, es inapresable, incomprensible, inaudita. Y los hombres también.
    De entre nosotras cuatro  sólo mi abuela  demostraba la capacidad de opinar sobre los hombres concretos y reales, porque lo que verdaderamente importaba, según ella, era la tarea que el hombre desarrollaba, eso daba un indicio claro de su poderío en relación con el mundo. Al pronunciar la palabra “mundo” el acento de mi abuela se volvía empalagoso. Sus aspiraciones se orientaban a estudiantes de medicina, prósperos comerciantes del barrio o sencillamente a muchachos cuyas miradas le dieran la certeza de que brillaba en ellas alguna clase de ambición. Y, por sobre todas las cosas habidas y por haber, me recomendaba diariamente que por favor por el amor de Dios y la devoción a la Sagrada Virgen, no viniera a casa con uno de esos cursientos, uno de esos granujas de siete suelas que proliferaban en las calles de nuestro barrio. Por eso cuando aparecí con Alberto supe que la elección iba a traerme problemas.
   La abuela miró a Alberto de arriba abajo, fríamente, sopesando lo visible y lo oculto que había en él. Después de no haberle detectado en ninguno de los dos ojos un pálido brillo de ambición y, dejando caer sus párpados en abierta actitud de desafío o de cansancio, dijo:
   -¿Y usted, joven, a qué se dedica?
   Percibí lo que las palabras de mi abuela causaron en el cuerpo de Alberto y me adelanté a contestar:
   - Está en el  comercio.
   Yo sabía que la palabra “comercio” era muy amplia y suficientemente  desprestigiada para mi abuela, que padecía junto con  la tía, doña Pepa y yo la usurpación del clima hogareño perpetrado por mi abuelo desde que había instalado ese dichoso negocio en lo que debió haber sido un garaje.
   - A ver, explíqueme un poquito qué ocupaciones le atarean a usted la vida, si es que se puede saber.
   Cuando Alberto pronunció las palabras “papel picado” y “almanaque”, a mi abuela se le fueron los colores de la cara. Por cierto  se trataba de dos palabras opuestas con relación a lo temporal. El papel picado se circunscribe a una época del año muy acotada y muy breve. Un almanaque, un artículo a todas luces tan perdurable o permanente, se compra una sola vez al año y por lo que se ha visto hasta hoy no ha hecho millonario a nadie, salvo a las muchachas que se dejaron fotografiar semidesnudas y por motivos externos o posteriores al almanaque mismo.
   Mi abuela, sin poder creer lo que había escuchado, quiso conocer pormenores, simuló mostrarse interesada en la fabricación del papel picado y en el modo de abrochar los cuadernillos a la lámina ilustrada de los almanaques. Alberto,  ahora muy suelto de cuerpo, confesó que él no sabía nada de eso, él era simplemente un humilde repartidor. Lo odié por haber pronunciado la palabra “humilde”. Le llevó un tiempo considerablemente largo a mi abuela comprender qué clase de relación había establecido con el mundo mi candidato Alberto. El jolgorio del carnaval que simbolizaba una bolsa de papel picado y la desnudez incuestionable de las chicas de los almanaques la llevaban a ubicarlo en el borde de la mayor de las frivolidades; sin embargo la idea del tiempo que transcurre, la tristeza que le producían los números apiñados debajo de tanta muestra de carne femenina, forjaron en la cabeza de mi abuela la idea de que oscuros, perdidos o metafísicos impulsos guiaban la vida de este muchacho. Podía considerarse que se dedicaba a una tarea nada rentable pero metafísica al fin.
    Cada vez que llegaba a casa con mi candidato, mi abuela lo miraba de reojo, sin saber muy bien dónde ubicarlo en su personal escala de valores. Y, aunque no la impresionaba, nunca pudo mirarlo con desprecio. Lo trataba con cierta compasión porque para mi abuela, cerca de fin de año y en los carnavales se juntaba la tristeza más inmensa del mundo, lo que inducía a la gente a salir desaforada a la calle en busca de alguna clase de alegría. De manera que, no bien aparecíamos por el patio, mi abuela miraba a Alberto confundida y enseguida me miraba a mí con una inconsolable pena. La vida le había dado la oportunidad a ella de  tener ante sus propios ojos a un hombre sin porvenir en el más desventurado sentido de la palabra.


Pintura de Pablo Picasso

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