a mi hija Romina
Un
silencio azul, en un jardín azul de una sala azul.
Veinticinco
azules fatigan su inocencia
en
los recodos de una mesa.
Una
maestra azul nos presenta en sociedad.
Yo
desembolso mi guitarra inesperadamente azul
y
procreo melodías de tortugos y marinos.
Las
manos azules aplauden la irreverencia
de
fusas y corcheas bailando pentagramas.
Mi
mujer prepara un arsenal de cuentos
invadiendo
el territorio de azules fantasías.
Ellos
se entregan a los delirios
de
un caniche, que perdió su azul en una plaza.
La
maestra invita a despedirnos
con
un mimo de gargantas.
Veinticuatro
chicos agradecen con el azul de sus cristales
mientras
Romina moja de azul dos esbozos de mejillas.
Afuera,
el negro de la tarde nos recibe nuevamente.
El último aliento
al recuerdo de mi padre
El viaje sin retorno te llevo por los suburbios
para
elevar tu nombre en las arenas de Keops, Kefrén
y
Micerino.
Hay
una danza de fuelles llorando en los balcones
y
una tribu de rostros que suplican por tus manos
salvadoras.
Tu
ausencia es un diluvio con navegantes heridos.
De
Sodoma y Gomorra, de la Biblia y los Mayas
la
sangre de tu voz estalla en los cristales.
Hay
un vientre cerrado con la muerte.
Un
espejismo cruel acechando los designios en cada
partición
de las miradas.
Hoy
retomo la leyenda unida a mis ojeras
la
vida guarda en sus escamas un lunar para los sueños.
Te
fuiste, viejo sabio. Se ha roto el día en medio
de
la lucha.
Te
fuiste. La llama estuvo intacta hasta el último aliento.
Vigilia
a
mi hija Juliana
Juliana
espía desde la cornisa
con
sus ojos de rastrillo y la sopa
de
invierno.
El
latido de una hija nos contiene
en
el andamio.
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