miércoles, 6 de abril de 2016

Hugo Luna

                                                         
                                                              Armando Raúl Santillán


El café y el silencio

                                                                         A Armando Raúl Santillán, en memoria

Ese día había venido Pablo
Y andaba con unos lentes que
Parecían diseñados por el jean artur
Ponele
Caminamos por Oroño cargando
Atriles
La vida era eso
Ni más ni menos
Y lo supe desde un primer momento
Cuando saliendo del monumento
Un tipo de barba preguntó
Preguntó
Es así como vienen los hijos
Al mundo
Con los ojos vendados y el lenguaje
Adulto
Pero nos dimos confianza
Y cada vez
Almorzábamos en el bar de corrientes
Y santa fe
Por dos mangos pero bien
Dije jean artur
En ese mar de dudas que carcome
A cualquier poema
A cualquier malestar
Que apenas se ha enunciado
Lo que me ha quedado en el fondo
Es el perfume del café
Más que los cuadros y la poesía
El perfume del café que
Es como el silencio
La poesía aspira al silencio
Y acaso buena parte del arte todo
Pero el café no
De su negra espera
Saben los amigos




El juego ese




                                       querías ver, te tapabas ambos ojos para ver – René Daumal





Acuérdate del lanzamiento de la bola que partió el campo en dos, la helada de la madrugada

Del agua congelada  en el pico de la canilla del patio, dura como el dedo de un ahogado

Acuérdate no para volver allí sino para temblar por su incidencia en el hueso

En la lengua del canto

Acuérdate cuando vino desde el horizonte un viento que traía una mano que tocó tu hombro

El pájaro de tu hombro herido de alas rojas y de espera

El pájaro de tu pensamiento rodeado de espantapájaros, asustado, aterido, ensombrecido. Un golpe en el hombro. En la cornisa del cuerpo

Acuérdate del pavor en aquellas habitaciones y del lustro que subiste empecinadamente nada más que por subir porque el tiempo entonces importaba poco, verde en los ojos de la madre selva y las ramas recién brotadas

Acuérdate del lomo de los libros, menos brillantes que el lomo de los estibadores e igualmente al filo del río profundo, llegados en barcos cargados en sus bodegas con letras de plomo y tinta sin filtrar

Acuérdate del poema que te dejó duro. Jamás volviste a respirar. No pudo el aire conseguir su diafanidad hasta entrada la ausencia en la nada o viceversa

Acuérdate de la espalda y no del rostro

De la perspectiva que dibuja el camino cuando aún se puede ver el brillo de la piedra y los finos cables electrizando el cielo

Acuérdate de la vez que se perdió una niña y en la plaza florecían rosas negras y había ratas sentadas en los bancos en los que hasta entonces se sentaban estudiantes risueños, bulliciosos de ruido bello

Acuérdate querías ver, querías adjudicar a tus ojos el poder de materializar lo imaginado: te quedaste mirando un árbol que se convirtió en la columna vertebral de tus sueños

Los ojos, siempre cerrados, te vieron por dentro.  El juego fue ese: ponerle nombre, mover las ramas y que el mundo entero deje caer sus hojas

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