miércoles, 30 de noviembre de 2016

Carlos Enrique Saldivar

  Fotografia Anja Stiegler


la figura

           Hubo un hombre que desde muy pequeño notó a su alrededor una extraña presencia.
Poco a poco consiguió reconocer qué era aquello que se le aparecía de vez en cuando: la silueta de una mujer, una sombra bien delineada y bonita, aunque lejana, que parecía encontrarse en un universo insondable y sombrío donde él no podía comunicarse con ella ni alcanzarla físicamente. La figura lo seguía a todas partes: en la escuela, en la calle, en todos los rincones de su casa, cuando comía, estudiaba y dormía; se pegó tanto a él que en cierto momento suplantó la propia sombra del niño y se volvió parte suya, hecho que lo perturbó de un modo tremendo. Él, que la veía en todas partes, aprendió a convivir con ella, a hablarle, a pesar de nunca obtener respuesta, incluso la llegó a amar, aunque era un amor imposible, porque si bien la presencia de la figura femenina le daba placer y cierta tranquilidad, lo atribulaba, pues parecía rogarle a gritos separarse de su cuerpo. La forma quería a alguien en quien vivir, alguien femenino; el amor se deshacía como un cubo de hielo al sol y el chico, decidido a lograr que renaciera tan bello sentimiento (pues le agradaba en demasía), buscó a la mujer en la cual la sombra pudiese calzar a la perfección.
Hizo el intento en todos los lugares que visitó, en las regiones más exóticas que ubicó en el mapa, en las casas y cuartos de hotel en que durmió, en prostíbulos, bares, y otros sitios de fiesta. Estaba muy atento, era todo vista y oídos, incluso desarrolló con eficacia sus otros sentidos, a fin de encontrar a la persona ideal entre tanta dama que conocía. Se hizo joven, luego hombre, maduró como una manzana, hasta brillar y hacerse apetitoso, pensó que ello era una ventaja, mas luego se dio cuenta de que con tantas mujeres se le nublaba el paisaje que escondía a la doncella que podía darle la felicidad. Guardaba con celo el secreto de su visión, nadie se percató de su peculiaridad, ni su familia, ni amigos, ni ocasionales enamoradas, sólo él atisbaba a la figura. Siguió buscando, halló cientos de mujeres, de diversas actitudes, idiomas y linajes, les probó a todas la silueta; un instante ideal era cuando ellas estaban desnudas, recostadas en la cama, sonriéndole, pero la forma no encajaba en ninguna. Intentó olvidarse de aquella insólita condición, negar a esa entidad tenebrosa, amar a alguna de sus conquistas y quedarse con ella de por vida. Deseaba la estabilidad, formar una familia, pero la sombra gritaba, no de una manera perceptible para los sentidos físicos, esos chillidos le picaban en el alma, como mordeduras de araña, haciendo que aquel hombre abandonara sus intenciones y continuase en busca del cuerpo de aquella forma, a la que había vuelto a amar, pero que ahora amaba y odiaba a la vez.
Continuó tanteando, sin resultados apreciables. Una vez se topó con una mujer de cualidades caprichosas y con alegría comprobó que la silueta empalmaba muy bien en ella. Se llenó de júbilo, pues al fin se liberaría de esa maldita carga, no obstante, la mujer se percató de la imagen, la tomó del cuello, se la quitó de encima y la lanzó al suelo, luego observó con furia la mirada triste del hombre y se retiró ofendida.
Él siguió por el sendero de la vida, obstinado en su empresa, sus cabellos se volvieron blancos, su piel se arrugó y su cuerpo se encogía, haciéndose más delgado. Su fortaleza se redujo. El tiempo corría con una velocidad indolente.
En un momento dado, él se sentó en la banca de un parque, estaba cansado y solo, siempre con la sombra a su lado. No soportó más y se puso a llorar, pensó que nunca podría desligarse de la figura, la cual lo miraba inexpresiva mientras él se lamentaba. Una forma insensible, que no entendía el significado de la tristeza, la cual solo pueden comprender los seres vivientes. Aquella presencia no era un ser, era el complemento de algo, la parte de un todo, una entidad visible que en realidad no existía, pero que era, estaba y lastimaba.
De súbito el hombre vio pasar una muchacha bonita y juguetona, que cantaba y bailaba, sumida en un hipnótico divertimento que consistía en escuchar algo agradable a través de un artefacto pequeño que se enlazaba a ella por medio de un par de audífonos. La chica se detuvo de repente y miró con curiosidad al hombre. Sonrió. A veces era ideal probar la silueta en esos instantes fugaces cuando las miradas se cruzaban y una sonrisa, un gesto o un sonrojo no pasaban de ello, y las damas seguían su camino, apartándose para siempre, porque así ocurría a veces, no se concretaba el romance y cada quien iba por un rumbo distinto. El hombre supo que esa oportunidad era propicia e hizo lo que consideró sería su último intento, aunque sin muchas esperanzas.
Maravillado, vio cómo la figura encajaba perfectamente en esa mujer, bastante joven, cuatro veces menor que él, con poco más de la edad adulta. Ella, bella y radiante como un topacio, recibió contenta la silueta, la cual se introdujo en su interior y se perdió ahí dando un grito final de satisfacción. El hombre brilló de dicha, pues al fin pudo liberarse de aquella forma. Era libre para continuar con su vida, y no le importó todo el tiempo que había transcurrido. Cogió su bastón y su sombrero y caminó por el sendero del parque, por el sendero de la vida, ya no solo, estaba junto a aquella mujer tierna y elocuente con la que compartió su futuro sin ver otra vez una sombra en su camino.

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