miércoles, 30 de noviembre de 2016

Leandro Alva

     


AFUERA 

Desandando el hielo de la madrugada, mi desnudez
reposa contra una pared cristalina que nadie más puede
ver, o al menos eso me parece: aquí no hay más ojos
que los míos. Todo acontece del otro lado, y puedo
comprenderlo muy bien, como un científico que
despanzurra un insecto, pero me está vedado
participar. Ni siquiera puedo asegurar que la gente allí
reunida pueda verme, o que sea real eso, que más allá
de los muros se insinúa como una mueca de
celebración.
A través de la transparencia de las paredes que afirman
mi exilio, descubro cómo todos ríen y se divierten –el
eco de los brindis transcurre al compás de un piano– y
participan de una alegría del todo genuina a cualquier
observador no alerta.
Pero en un rincón, aislado, hay un hombre destrozando
un colibrí, y la herida estética despierta los rumores de
la buena gente que lo circunda en el cubículo terso de
gestos diáfanos. El sujeto tiembla como las alas de su
víctima; un ademán rupestre en la pulcra lucidez de
los muros, espejo deshabitado que no detiene el
trayecto de la noche.
De pronto el pájaro revive, Ícaro y Lázaro a un tiempo,
y afuera, a mi lado y sin posibilidades de reingreso,
aparece el hombre con un resto de plumas tornasoladas
pegado al sudor de los dedos.
Me mira receloso, creo que no comprende su destierro.
No imagina la intemperie de la fiesta, el revés de las
sonrisas y el boato. Intenta alzar el vuelo, agita los
brazos convulsivamente, busca elevarse sobre el
mordisco pétreo del exterior. Se nota que aún no lo
sabe: aquí afuera, bajo la morisqueta torrencial de los
astros, las mariposas jamás trascienden el gusano.
imagen ext de Google

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