miércoles, 21 de marzo de 2018

Carlos Enrique Saldivar





LAS HUELLAS



Persigo su rastro desde hace veinte años. El camino ha sido duro, resquebrajado, insípido. Mi recorrido está infestado por un intenso hedor: el de la ira. Tantos senderos, pueblos, países. He transitado un planeta entero, siguiendo esas huellas. Sé que hoy lo encontraré. En esta zona fría, donde las tormentas de nieve son una constante. ¿Qué lugar será este? Una región montañosa de Asia. Los miembros de mi expedición me abandonaron hace mucho. Estúpidos cobardes. Aunque no me hallo solo por completo, el perro de caza que avanza conmigo persigue el rastro. Son pisadas enormes de casi sesenta centímetros. Puedo ver la marca de sus garras. Imagino cómo lucirá. Mientras recorro el abrupto trecho, las remembranzas se aglomeran cuales moscas en mi cerebro.
Yo solo tenía doce años.
Vivía en una enorme casa ubicada en un área selvática peruana. Nos mudamos ahí por el trabajo que tenían mis padres. Papá era médico y atendía a las familias que residían en los alrededores. Mi madre se mostraba feliz por el clima tropical; era muy bella, lucía radiante cada vez que atendía el consultorio con mi progenitor. Mi mamá era químico farmacéutico y despachaba medicinas a los pobladores de la zona. Era una mujer feliz, ¿cómo imaginar que algo tan terrible sucedería? Ella acudió sola a una fiesta en el límite del pueblo. Los lugareños la abandonaron a su suerte cuando se enteraron de que aquella cosa se haría presente a medianoche. Una leyenda negra de esa región. Mi mamá no regresó. Mi padre se dirigió a buscarla durante la madrugada, yo fui con él. Recuerdo que dos perros bravos nos acompañaban. Recuerdo los aullidos de dolor de los canes. Recuerdo los chillidos de desesperación de mi papá. Me trepé en un árbol y no bajé durante dos horas. En ese estado lastimero creí ver en la oscuridad una ciclópea sombra acercarse a mi refugio, olisquear por el área, y luego alejarse. Cuando amaneció, encontré los restos de mi madre… y de mi padre. Los habían masacrado. Grité con todas mis fuerzas y me juré a mí mismo encontrar al culpable para hacer que pagara por sus crímenes.

Mucho tiempo ha transcurrido. Las huellas que vi en aquella época, perdiéndose a lo largo de un sendero llano, se han grabado en mi torturada mente. He perseguido a esa bestia por todo el mundo, por bosques, montañas, valles y desiertos. Nunca tuve amigos, nunca pude formar una familia. Mi obsesión siempre ha sido hallar a dicho engendro. Muchos me han creído loco. Quizá lo estoy. Los medios de comunicación me han dedicado algunas páginas en ciertas revistas de temas extraños. No me importa. He sufrido mucho. Pero intuyo que muy pronto terminará todo.
La tormenta ha mermado. Las pisadas me condujeron a su guarida. Mi perro cazador ha muerto por el frío. Estoy solo. Como lo he estado durante tanto tiempo. Es hora, preparo mi rifle, todo se consumará en breve. Sé que eso es capaz de olerme…
¡Ahí está, puedo verlo! Sale de una cueva. Es enorme, gris y peludo. Avanza en cuatro patas... De pronto se yergue. Una obscena figura antropoide. GRUÑE.
Le disparo en el cuerpo una vez, dos veces... No cae. Me acerco con rapidez. Emite débiles gañidos, me mira con rabia, está herido en el cuello, deduzco que mortalmente.
Descargo en su deforme cráneo todas las balas que me quedan. 
Ha terminado. Por fin.
No.
Aún no.
Escucho un sonido indescriptible no muy lejos. De unas entrañas que se asemejan a las del monstruo, aunque son distintas, las percibo más jóvenes; no obstante, igual de temibles.
Una angustia tremenda me invade. Huyo de inmediato. Sin mirar atrás. Tiemblo. Me tropiezo. El miedo me carcome. Porque aquello perseguirá mis huellas en adelante, vendrá por mí, tal vez hoy mismo, mañana, o cuando menos me lo espere. Tendré que dedicar lo que me resta de vida a escapar. O podría enfrentarlo, mas ello implicaría el riesgo de perder.


Es el nefasto precio que he de pagar por mi villanía. 


No hay comentarios:

Publicar un comentario