RECETA
Safari en Lima era el negocio de moda en la capital
peruana. La idea de instalar un restaurante especializado en platos keniatas
había sido un acierto. La demanda era tal que la única forma de tener una mesa
era previa reservación días antes.
La idea gastronómica surgió de los gustos
culinarios de su propietario, el señor Jorge Masías Solórzano, peruano,
conocido como «el African». De adolescente había pasado algunos años en
Mombasa, donde su padre fue cónsul. Allí pudo disfrutar de imponentes
escenarios naturales y con el permiso de su madre, una fina dama limeña,
aprendió aspectos de la cultura masai, incluyendo degustar sus extraordinarios
potajes.
Para la alta sociedad limeña, él era un empresario
de treinta y dos años, rico, culto, filantrópico y algo excéntrico. Lo
observaban movilizarse en autos cuyos exteriores imitaban la piel de las cebras
o el hermoso plumaje de aves coloridas. De vez en cuando le gustaba sorprender
a los suyos imitando el poderoso rugido de un león hambriento. En su
establecimiento la música de fondo que acompañaba a los clientes, era el
redoble de tambores tribales. También llamaba la curiosidad el atuendo y rasgos
de sus trabajadores. Ellos hubieran sido perfectos como extras para una
película de Hollywood, de esas que ya no se hacen, en las que un explorador
europeo del siglo XIX se encontraba africanos no contactados por occidente.
Todo iba bien hasta que un cliente lo
acusó por haber encontrado un pulgar humano en su comida. Los medios de
comunicación amarillistas dijeron que vendía carne humana y ya apostaban por
sentencias judiciales drásticas. Ese día, él recordó que al salir de Kenia le
habían advertido que las recetas no podían cambiarse bajo ninguna circunstancia
o la vida del osado sería un infierno.
«No, señor juez, toda nuestra carne tiene
un estricto control sanitario».
«No, señor juez, nuestro personal es
entrenado. No me explico por qué la dependencia de salud indica que no era
carne animal. Era de cebra y de rinoceronte, punto. O es un terrible error de
ellos o es una vil conspiración de la competencia en mi contra. Ya sabe que
nuestros compatriotas no perdonan el éxito. Pido un nuevo peritaje por
especialistas renombrados que propondremos las partes».
«No, el canibalismo ya no es una práctica
en Kenia».
«Me reservo el derecho de llevar a la
justicia a quienes me vinculen con eso».
Antes de acudir a una segunda audiencia
judicial, y mientras se cambiaba de ropa, seguía pensando en las instrucciones
y consejos que le dieron sus abogados. Que negara todo, que nada le pasaría y
el caso sería cerrado. Eso fue lo que sucedió.
Más tarde, de regreso en su inmenso
restaurante, se detuvo ante el espejo de su baño privado. Había triunfado en el
juzgado, y es más, litigaría con el ministro de salud por difamarlo. Hasta lo
demandaría por lucro cesante, pero la verdad era que nunca vio disminuida la
demanda de los servicios culinarios, así que apenas sería por daños morales. De
pronto vio en el espejo, además de su imagen, una fantasmal flecha de madera
con punta triangular que en cámara lenta se dirigía a su espalda para
disolverse antes de llegar a esta. Se rió por la advertencia. De ninguna manera
pensaba en innovar o fusionar con los ingredientes peruanos las fórmulas
keniatas. Las recetas tradicionales se respetaban. Él seguiría usando carne
humana de primera. ¡Claro está!
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