miércoles, 21 de marzo de 2018

Yelinna Pulliti Carrasco


EL ÚLTIMO DESEO



Su final fue la lógica consecuencia a un corte certero sobre sus venas y a una firme voluntad de dejar a la materia atrás.
—Quiero carecer de cuerpo, quiero ser sólo intelecto —repetía mientras la vida se le derramaba, roja, con cada segundo.
—Quiero permanecer para siempre en los caminos solitarios de las montañas, allá donde sólo reina el hielo y el silencio. Quiero contemplar atardeceres por todo el tiempo que pueda durar esta tierra.
Entre lágrimas, su mente volaba a los límpidos espacios de sus sueños.
—Quiero penar para siempre entre pájaros y árboles, en campos abandonados, recorriendo rutas gélidas, bajo el granizo y la lluvia. Quiero acompañar al trueno y al viento feroz, quiero...
Los segundos se le acabaron antes que pudiera terminar su testamento.
Y ante la Muerte rogó, ardiendo en deseo, no cruzar la Frontera. Ésta le exigió que expusiera sus razones. Temblando en su nada fantasmal, respondió:
—No quiero ser parte de la Confabulación Universal. Dios y Satanás se disputaron mi alma de una forma despiadada. No había más: o el Cielo o el Infierno. Y se supone que se me ha dado Libertad de elegir. ¡Patrañas! ¿Se puede hablar de Libertad con tan limitadas opciones? Pues yo no elijo ninguna, no quiero estar ante ninguno de los dos, molestan mi vista y mi tranquilidad. Exijo no partir y quedarme aquí, contemplando atardeceres.
Nunca antes nadie había osado exigirle a la Muerte algo. Ésta podía percibir, aún en el Más Allá, todo el odio y el dolor en los que esta alma había dejado el mundo de los vivos. Mas el odio estaba dirigido a los Altos Poderes que gobiernan el Universo y no a algún ser viviente en concreto.
Era el triste resultado de una vida vivida en agonía.
Reencarnar era sólo repetir lo pasado. Y tanto la idea del Cielo o el Infierno llenaban a esta alma sufriente de asco. Sentía dentro de sí que sólo hallaría la paz que anhelaba en las salvajes soledades de parajes inhóspitos y deshabitados, en desiertos helados o alturas irrespirables.
—Déjame aquí —suplicó a la Muerte—. Sólo déjame y ya no te molestaré más.
Pero ésta no parecía querer dejar su labor. Se mantuvo inmóvil, esperando.
—Lo siento, no puedo ir contigo —insistió—. Te pido que me permitas ser una de esas luces de las que tanto cuentan en los poblados alejados, que recorren los caminos en soledad, por siempre. No le haré mal a nadie, incluso es posible que ayude a algún viajero perdido a encontrar su rumbo. Flotaré y la tierra debajo de mí no se enterará. Veré las cosas desde otra perspectiva, pues contemplaré un mundo que ya no es mío. Y, si lo deseas, podrás pedirme que te cuente lo que he visto cualquier día que quieras.
La Muerte entendió que aquella alma no la acompañaría. Durante tantos milenios, sucedía a veces que ciertos espíritus difuntos se ocultaban, y dado que la Muerte no daba con ellos, permanecían en la tierra material durante tiempo indefinido, pero ninguno había osado encarársele y hacerle peticiones.
A su manera, la Muerte sonrío, y le deseó buena suerte. Si en vida hubiera mostrado tanto valor, las cosas habrían sido muy diferentes.
Y le deseó suerte, pues esta alma elegía un destino incierto. Ya fuera de las leyes que rigen al Universo, podía suceder que no percibiera las cosas como se lo esperaba, podía ser que su conciencia se consumiera finalmente y no quedara nada.
O que simplemente nunca pudiera hallar la paz que tan desesperadamente buscaba.
Se dijeron adiós y cada cual siguió su camino.


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