CORAZÓN
TRAIDOR
La luna se empeña en mostrar
su desnudez a través de las nubes que velan sus formas: un resplandor grana
inunda la hojarasca del llano.
En
medio de la bruma que repta, silente, por el suelo, un violento galopar de bestias
toma por asalto la noche.
La
espuma se agolpa en los hocicos de los caballos. Sus pezuñas relampaguean
furiosas y, en cada milla devorada, resoplan el esfuerzo que en conjunto les
resulta la carrera, el peso del carro y el del jinete que apura el tropel a
punta de latigazos e imprecaciones.
El
guerrero, en un vano intento por ignorar el dolor que recorre su espina,
aprieta con ferocidad los dientes. Él mismo es una furia acorralada. Su
cornamenta y escamas relumbran en las tinieblas sangrientas; mas, cruzándole el
pecho por el centro, asoma el rabo duro de una flecha y su filo dentado amenaza
perforar su corazón. Morirá antes de llegar al próximo poblado. Peor aún.
Morirá y, con él, su preciosa carga: la mujer que ama.
Ha de seguir huyendo, aunque, en el
camino, la vida se le escurra sin remedio en la sangre que mana a borbotones de
su horadado pecho y que baña el entramado de cueros y metales que le sirve de
armadura, empapando su carne de un aroma herrumbroso, mezclándose con el pavor
que curte su piel.
Sabe que no debe rendirse y, aun
cuando su magullado instinto siente próximo el sofocante beso de la desgracia,
confía en que no lo hará. Tensa las riendas y ruega el perdón de Odín por huir
de la batalla. Ruge y las piedras se comban a su paso. Clama a sus dioses
apelando a su divino juicio. Suplica y espera, quizá inútilmente, que “el padre
de todo” guarde para él un ápice de indulgencia en el Ragnarok. Sin embargo,
ahora que la vista se le empieza a desvanecer, posee la certeza de que, por más
lamentaciones que escupa, jamás podrá entrar al banquete de los dioses una vez
que el aliento abandone sus pulmones. Su lugar en Valhala será ocupado por
otros cuya dignidad y lealtad se hubiere mantenido incólume.
—Es el precio a pagar por mi
traición —se repite a sí mismo, saboreando el gusto herrumbroso que deja cada
sílaba en la espuma que amarillea su boca.
Pero no tenía otra opción. Así,
prefirió perecer defendiendo a la mujer que sabía suya, incluso si, para
conseguirlo, debió apuñalar por la espalda a su propio jefe, en tanto los suyos
se envolvían en el jolgorio pagano de la invasión y conquista de un
pueblecillo. Una de las tantas incursiones por mandato caprichoso de su rey, un
rey al que debía absoluta lealtad en tanto hombre y arma a su servicio. Pero no
esta vez.
No iba a permitir que le atrapasen,
no sin antes cumplir con su última gran misión.
Solo después de que su preciosa carga se hallase fuera de peligro, y si
y solo si el arma que amenaza con atravesar su esternón no le había aniquilado
para entonces; de apresarle, sus antiguos camaradas podrían darse un festín con
el desmembramiento de sus restos. De ese modo, su sacrificio, aunque mortífero,
sería capaz de conmover a la propia Freya, trayendo consigo la indulgencia de
su divino beneplácito. Una vez satisfecha la misión de su vida, Günter podría
gozar de la paz que le permitiese afrontar con valentía el inmediato martirio
de su inmolación.
Se
oyen trompetas tocadas a lo lejos como los truenos que anteceden la caída del
tifón. Es el inconfundible llamado en armas de su ejército, no cabe duda. Han
enviado a ejecutarle, a borrar su nombre de todo signo de la historia. Su
traición se alza como la mayor afrenta posible a la memoria de su raza:
asesinato de un camarada, robo de bestias y carruaje, pero, sobre todo,
privación a su Rey de la carne consagrada.
Ha cometido, pues, una aberración y
no solo contra su señor, a quien había desconocido el derecho sobre el cuerpo
de todas las prisioneras; sino que, además, semejante entuerto, alcanza a
mancillar la honra de su gente tras haberle arrebatado el aliento a uno de los
suyos, en el caos de la batalla, y, para peor, con el fin de preservar la vida
de un pedazo de carne.
¡Oh, cruel albur! Privas al que sufre de tentar un feliz
desenlace. Eridna era el nombre de la prisionera. La mujer en cuyo nombre
blandió la hoja del puñal traidor. La supo suya desde el primer momento en que
la vio en medio del bosque. Cabalgaba guarecido en la penumbra de los pinos,
reconociendo el terreno antes de que sus hermanos y él se hicieran a la
conquista, y entonces el rayo lunar de una cabellera roja, encendida por la luz
del final de los tiempos, se clavó a su nuca, se fijó en su esencia
permanentemente. No estaba dispuesto a
entregársela a monarca o dios alguno.
En el horizonte, las llamas devoran
el despojo de los caídos. Y, frente a él, empiezan las fauces del Bosque Hocico
de Fenrir, tan oscuro y profundo como la garganta misma de la bestia legendaria
que le presta el nombre. Debe cruzarlo. Es la única manera de llegar al próximo
pueblo sin ser bloqueado por las tropas de aniquilación y emprender, a partir
de allí, un sendero que, junto a su dulce mujer, le lleve lejos de todo y de
todos.
Ruega a sus caballos resistir unas
cuantas millas, resistir como las fieras encadenadas de Asgaard y correr como
si tirasen del mismísimo carro de Thor. Las lágrimas corren bajo su casco
perlado de un sudor escarlata.
—¡Resistan, ruedas! ¡Ten calma mi
Eridna!
Los gigantescos pinos del Hocico de
Fenrir parecen darle la bienvenida a la profusa maraña de hierbajos que se
alzan, cual colmillos, hacia la misma luna que el huargo se tragaba en las
leyendas que su madre solía contarle cuando niño.
Su carroza avanza a sobresaltos y
relinchan encabritados los corceles al penetrar a las mandíbulas del bosque.
Cruzando aquel negro infierno de matas y coníferas, hay una esperanza todavía
para esta pobre comitiva de traidor y manzana de la discordia, invasor y presa.
La ilusión de una vida nueva,
alejada del filo de las espadas, del horror de las masacres y la el hedor de
las cenizas, parece tan cercana ahora, tanto que Günter cree alcanzarla. Si tan
solo pudiera estirar hacia el frente el guante de cuero… si tan solo la
abertura que socava su pecho se lo permitiera sin arrebatarle la conciencia.
Un grito de corno destruye la el
amago de sonrisa que en el rostro del fugitivo dibujan las visiones de un
futuro presunto, fruto de la agonía. La horda enviada tras él le respira en el
cuello.
—¡Malditos sean, Aesir! —y
un borbotón de sangre le resbala por la barbilla, le eclipsa la barba.
Los dioses, piensan, deben mirar
complacidos la escena. Corta el viento a latigazos, en un intento, acaso
inútil, de librar a su mujer de un trágico final, pero sus bestias trotan por
simple inercia. Sin importar cuánto les suplicara o maldijese, los dioses,
indiferentes en su majestuosidad, nunca enviarían a sus valkirias para derramar
la victoria sobre esta desdichada empresa.
Cientos de pezuñas hacen temblar la
tierra a espaldas de Günter y de la desvanecida Eridna, pero el fragor del
suelo al guerrero le resulta poco menos que inaudible: la dentada punta y su
corazón se han unido para siempre en sus últimos latidos.
Los ininteligibles murmullos de
Günter y el desgarro de sus músculos cardiacos se han fundido en un eco
gutural. El trueno que escapa de su interior es capaz de opacar al silbido que
la masa de flechas de sus perseguidores produce en el vacío. Flechas ansiosas,
cuales rapiñas en picada, por reunirse con su igual a través de las costillas
del guerrero, en el centro de un corazón traidor.
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