miércoles, 21 de marzo de 2018

Jesús Tadeo Palacios Valverde


CORAZÓN TRAIDOR

 La luna se empeña en mostrar su desnudez a través de las nubes que velan sus formas: un resplandor grana inunda la hojarasca del llano.
En medio de la bruma que repta, silente, por el suelo, un violento galopar de bestias toma por asalto la noche.
La espuma se agolpa en los hocicos de los caballos. Sus pezuñas relampaguean furiosas y, en cada milla devorada, resoplan el esfuerzo que en conjunto les resulta la carrera, el peso del carro y el del jinete que apura el tropel a punta de latigazos e imprecaciones.
El guerrero, en un vano intento por ignorar el dolor que recorre su espina, aprieta con ferocidad los dientes. Él mismo es una furia acorralada. Su cornamenta y escamas relumbran en las tinieblas sangrientas; mas, cruzándole el pecho por el centro, asoma el rabo duro de una flecha y su filo dentado amenaza perforar su corazón. Morirá antes de llegar al próximo poblado. Peor aún. Morirá y, con él, su preciosa carga: la mujer que ama.
Ha de seguir huyendo, aunque, en el camino, la vida se le escurra sin remedio en la sangre que mana a borbotones de su horadado pecho y que baña el entramado de cueros y metales que le sirve de armadura, empapando su carne de un aroma herrumbroso, mezclándose con el pavor que curte su piel.
Sabe que no debe rendirse y, aun cuando su magullado instinto siente próximo el sofocante beso de la desgracia, confía en que no lo hará. Tensa las riendas y ruega el perdón de Odín por huir de la batalla. Ruge y las piedras se comban a su paso. Clama a sus dioses apelando a su divino juicio. Suplica y espera, quizá inútilmente, que “el padre de todo” guarde para él un ápice de indulgencia en el Ragnarok. Sin embargo, ahora que la vista se le empieza a desvanecer, posee la certeza de que, por más lamentaciones que escupa, jamás podrá entrar al banquete de los dioses una vez que el aliento abandone sus pulmones. Su lugar en Valhala será ocupado por otros cuya dignidad y lealtad se hubiere mantenido incólume.
—Es el precio a pagar por mi traición —se repite a sí mismo, saboreando el gusto herrumbroso que deja cada sílaba en la espuma que amarillea su boca.
Pero no tenía otra opción. Así, prefirió perecer defendiendo a la mujer que sabía suya, incluso si, para conseguirlo, debió apuñalar por la espalda a su propio jefe, en tanto los suyos se envolvían en el jolgorio pagano de la invasión y conquista de un pueblecillo. Una de las tantas incursiones por mandato caprichoso de su rey, un rey al que debía absoluta lealtad en tanto hombre y arma a su servicio. Pero no esta vez.
No iba a permitir que le atrapasen, no sin antes cumplir con su última gran misión.  Solo después de que su preciosa carga se hallase fuera de peligro, y si y solo si el arma que amenaza con atravesar su esternón no le había aniquilado para entonces; de apresarle, sus antiguos camaradas podrían darse un festín con el desmembramiento de sus restos. De ese modo, su sacrificio, aunque mortífero, sería capaz de conmover a la propia Freya, trayendo consigo la indulgencia de su divino beneplácito. Una vez satisfecha la misión de su vida, Günter podría gozar de la paz que le permitiese afrontar con valentía el inmediato martirio de su inmolación.
Se oyen trompetas tocadas a lo lejos como los truenos que anteceden la caída del tifón. Es el inconfundible llamado en armas de su ejército, no cabe duda. Han enviado a ejecutarle, a borrar su nombre de todo signo de la historia. Su traición se alza como la mayor afrenta posible a la memoria de su raza: asesinato de un camarada, robo de bestias y carruaje, pero, sobre todo, privación a su Rey de la carne consagrada.
Ha cometido, pues, una aberración y no solo contra su señor, a quien había desconocido el derecho sobre el cuerpo de todas las prisioneras; sino que, además, semejante entuerto, alcanza a mancillar la honra de su gente tras haberle arrebatado el aliento a uno de los suyos, en el caos de la batalla, y, para peor, con el fin de preservar la vida de un pedazo de carne.
¡Oh, cruel albur!  Privas al que sufre de tentar un feliz desenlace. Eridna era el nombre de la prisionera. La mujer en cuyo nombre blandió la hoja del puñal traidor. La supo suya desde el primer momento en que la vio en medio del bosque. Cabalgaba guarecido en la penumbra de los pinos, reconociendo el terreno antes de que sus hermanos y él se hicieran a la conquista, y entonces el rayo lunar de una cabellera roja, encendida por la luz del final de los tiempos, se clavó a su nuca, se fijó en su esencia permanentemente.  No estaba dispuesto a entregársela a monarca o dios alguno.
En el horizonte, las llamas devoran el despojo de los caídos. Y, frente a él, empiezan las fauces del Bosque Hocico de Fenrir, tan oscuro y profundo como la garganta misma de la bestia legendaria que le presta el nombre. Debe cruzarlo. Es la única manera de llegar al próximo pueblo sin ser bloqueado por las tropas de aniquilación y emprender, a partir de allí, un sendero que, junto a su dulce mujer, le lleve lejos de todo y de todos.
Ruega a sus caballos resistir unas cuantas millas, resistir como las fieras encadenadas de Asgaard y correr como si tirasen del mismísimo carro de Thor. Las lágrimas corren bajo su casco perlado de un sudor escarlata.
—¡Resistan, ruedas! ¡Ten calma mi Eridna!
Los gigantescos pinos del Hocico de Fenrir parecen darle la bienvenida a la profusa maraña de hierbajos que se alzan, cual colmillos, hacia la misma luna que el huargo se tragaba en las leyendas que su madre solía contarle cuando niño.
Su carroza avanza a sobresaltos y relinchan encabritados los corceles al penetrar a las mandíbulas del bosque. Cruzando aquel negro infierno de matas y coníferas, hay una esperanza todavía para esta pobre comitiva de traidor y manzana de la discordia, invasor y presa.
La ilusión de una vida nueva, alejada del filo de las espadas, del horror de las masacres y la el hedor de las cenizas, parece tan cercana ahora, tanto que Günter cree alcanzarla. Si tan solo pudiera estirar hacia el frente el guante de cuero… si tan solo la abertura que socava su pecho se lo permitiera sin arrebatarle la conciencia.
Un grito de corno destruye la el amago de sonrisa que en el rostro del fugitivo dibujan las visiones de un futuro presunto, fruto de la agonía. La horda enviada tras él le respira en el cuello.
—¡Malditos sean, Aesir! —y un borbotón de sangre le resbala por la barbilla, le eclipsa la barba.
Los dioses, piensan, deben mirar complacidos la escena. Corta el viento a latigazos, en un intento, acaso inútil, de librar a su mujer de un trágico final, pero sus bestias trotan por simple inercia. Sin importar cuánto les suplicara o maldijese, los dioses, indiferentes en su majestuosidad, nunca enviarían a sus valkirias para derramar la victoria sobre esta desdichada empresa.
Cientos de pezuñas hacen temblar la tierra a espaldas de Günter y de la desvanecida Eridna, pero el fragor del suelo al guerrero le resulta poco menos que inaudible: la dentada punta y su corazón se han unido para siempre en sus últimos latidos.
Los ininteligibles murmullos de Günter y el desgarro de sus músculos cardiacos se han fundido en un eco gutural. El trueno que escapa de su interior es capaz de opacar al silbido que la masa de flechas de sus perseguidores produce en el vacío. Flechas ansiosas, cuales rapiñas en picada, por reunirse con su igual a través de las costillas del guerrero, en el centro de un corazón traidor.


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