Llego
a París con aguacero. Mi tren arriba a la estación Gare du Nord cerca de las
tres y cincuenta y tres de la tarde. Estoy agotado. Fueron dieciocho horas con
treinta y cinco minutos de viaje, desde Sevilla, incluidos dos transbordos.
Al bajar con mi pequeña maleta, cerca al andén
puedo ver a Julio esperándome. Está igual de flaco. Camino hacia él, nos damos
un fuerte apretón de manos, seguido de un efusivo abrazo. Como no tengo un plan
específico para conocer la ciudad, él se ofrece a ser mi guía.
Mi gran amigo es escritor, vive en París hace
más de dos años, sin embargo no se considera un cliché; sobrevive trabajando
por horas en un restaurante de comida árabe, pero sólo hasta que su libro se
convierta en un best seller, venda millones de ejemplares y se haga
famoso.
Lo dice con tanta convicción que yo solamente
estoy esperando que suceda.
Al llegar le pregunto cómo va su gran obra.
Como no ve la luz, pienso que tal vez los dos años con ocho meses en París no
son suficientes.
Me dice que de su libro solo existen cinco
páginas, incluyendo la primera con el título.
Me quedo absorto ante la revelación: la ciudad
lo ha sobrepasado.
Julio
insiste en qué me mude a París con él, compartiremos su piso con otros dos
españoles, que también vinieron con el sueño romántico de la ciudad que acoge a
todos los idealistas.
—Yo no soy artista, Julio —le repito.
—Eres diseñador gráfico, dibujas, hombre.
Claro que dibujo; los logotipos para empresas y
campañas publicitarias, donde mi creatividad se reduce a combinar los colores
que el cliente me pide, porque suelen ser muy específicos con lo que desean:
logotipo pequeño, redondeado, con una espada, mejor todo blanco y negro.
—¡No, Julio, yo no soy artista!
Vengo a París de visita, deseoso de desentrañar
los misterios de este lugar de quimeras; desde lejos, en mi refugio sevillano,
lo imaginaba llena de luces, con su torre de metal fulgurando: una urbe
resplandeciente de ilusiones. Con su infinito poder de iluminar recónditos
lugares, devolviendo la fe a algunos, pero también acechando la libertad de
otros.
No importa que yo no escriba poesía, que no
pinte recuerdos, que no sueñe con esculpir, ni con una fama que adormecida
espera. Hay tantos hombres viniendo a ti, para que les muestres el camino, que
viven en tus entrañas, con la esperanza de volverse sublimes; me siento pequeño
al reconocer que mi deseo solo era conocerte. No tengo mayor ambición que esa.
Miento, tengo otra ilusión: ver en su última
morada a Julio Cortázar, sobre esto prefiero callarme y no decirle nada al otro
Julio.
Me
hospedo muy cerca de la estación de Porte d’Orléans, en un hotel de bajo costo.
—¡Ostias! ¿Estás loco, hombre? ¿Te quedarás
solo cuatro días?
Julio se espanta cuando le digo que no obtuve
más permiso en el trabajo.
Sin embargo, los pocos días son suficientes.
Termino cada día extasiado del encanto de la ciudad, al hotel sólo regreso a
bañarme, casi no duermo. París me ha devorado, hermosa como es, salvaje y
animosa, estoy de pronto deslumbrado con su magia: en todo su esplendor ha sido
mía. Todavía es mía.
Camino por sus calles impregnadas de historia,
el río Sena obcecando los secretos de la gente, confundiéndome en los barrios
de artistas, abrigo de fantasiosos, me detengo a beber algo en un café íntimo
de aire variopinto, me acuesto en el césped de Champ de Mars hasta que las
luces de la torre dejen de brillar, bebo vino del pico de una botella en el
Jardín de Tuileries, salto con la lluvia salpicando mi cara en el parque de los
campos elíseos: hago todo lo que anhelo hacer. París es París.
Estoy seguro que sin conocerte ya te quería,
que el verte de cerca fue tan solo la culminación de ese esperado sueño: París,
ahora entiendo que siempre me esperaste.
Me preparo para volver a España, no sé si
transformado en un hombre nuevo, pero al menos ansioso de gritarle al mundo que
mi deuda con la ciudad está saldada.
Julio viene a despedirse por la noche.
—¿A qué hora sale tu tren? —indaga, mientras
recorremos una pequeña librería a media cuadra del hotel.
—A las dos menos cuarto —le digo—. Ya no queda
mucho por hacer, sólo esperar la hora de salida.
—Tienes toda la mañana —alega—. ¿Por qué no
visitamos Montparnasse? Sería un sacrilegio irte sin visitar las tumbas de
Baudelaire, Emil Ciorán y Jean Paul Sartre.
Los días que pasé en la ciudad, me hicieron
olvidar por completo la visita al cementerio. Julio tiene razón: irme sin ver
en su última morada a todos esos hombres célebres es una verdadera locura.
Sobre todo a Cortázar, una de las razones por las que vine y a quien admiro en
secreto. Por un tiempo Rayuela me obsesionó tanto que pensaba que el
amor sería así: una gran casualidad.
—Está bien —le digo—. ¡Dime cómo hacer para
llegar!
—Yo te acompañaré. No quiero que te pierdas —me
dice risueño. A continuación me da una palmada en el hombro de forma juguetona.
—Entonces, ¿a qué hora vendrás?
—No, no —se apresura a decir—. Nos encontramos
en la estación de Denfert-Rochereau de la línea cuatro. Llega a las diez, ahí
te estaré esperando. Luego hacemos el cambio de estación a la línea seis del
metro, hasta Edgar Quinet. El cementerio está a dos cuadras.
El plan parece sencillo, en esos cuatro días
conocí de cierta forma los vericuetos del metro, así que no hay forma de
desorientarme. O al menos eso creo.
Como los designios del universo nunca son
exactos, esa mañana demoré más de lo habitual arreglando la maleta. Salgo del
hotel con la prisa impregnada en mis zapatos.
Hago de todo: corro en algunos tramos, subo los
peldaños de dos en dos, en otra parte avanzo al ritmo de la gente, en otra a
trompicones, y no llego a las diez. Me he retrasado veinte minutos.
De seguro Julio llamará al Hotel, pienso. Le
dirán que ya salí. No debe andar muy lejos.
Lo espero hasta las once menos cuarto, camino
de un lado a otro, salgo de la estación, vuelvo a entrar. No hay rastro del
buen Julio. No tengo cómo ubicarlo porque mi celular no funciona en la ciudad.
Supongo que en algún lugar de la estación él también está esperándome, aunque
por algún motivo extraño no logramos encontrarnos.
Tengo que decidir qué hacer. Son pocas las
horas que me quedan en París. Volver al hotel es una opción, seguir mi camino
hasta Montparnasse es otra. Elijo la segunda porque ya estoy a mitad de camino.
Tengo tiempo hasta la una de la tarde, luego volveré al hotel a recoger mis
cosas e irme.
Tomo la línea seis, esperando que al bajarme en
Edgar Quinet esté Julio. Pero al llegar tampoco está. Supongo que ya no me
despediré de él.
Me propongo caminar las dos cuadras que separan
la estación del cementerio más famoso de París. Este sábado la primavera está
de fiesta, el cielo como un manto azul me acompaña, en medio de la calle han
acondicionado la venta de quesos, carnes, frutas y dulces. Camino entre las
viandas sin ningún interés, aunque me termino comprando una botella con agua de
manantial.
Me detengo en un café a comer algo, son casi
las once de la mañana, tengo un hambre atroz.
Con mi insipiente francés le consulto al
camarero por Montparnasse; él trata de guiarme con señas, pues no le entiendo
nada de lo que dice.
Al fin, camino hacia el lugar: a las doce menos
treinta, veo el portón imponente con su discreta solemnidad.
Cementerio
de Montparnasse. París. 6 de junio de 2015.
Me
paro un momento en la entrada de la necrópolis. Al costado de una especie de
caseta de informes se encuentran ordenados unos mapas del recinto, donde están
dibujados con letras y números los fallecidos famosos.
Algunas personas entran solitarias, otras salen
en grupos, pero en general todo está muy silencioso.
—¡Holaaaa! —me dice una muchacha con una
efusividad que me hace mirar al costado pensando que se dirige a otra persona.
—¡Hola! Sí… tú. —Esta vez me apunta con el dedo
para que me asegure de que se dirige a mí. Parece que me estaba esperando.
Por un momento pienso que es una broma de
Julio, que esta guapa mujer es su cómplice, seguro él anda escondido por ahí.
Pero no está, después de unos minutos, por su
andar cansado, descubro que ella está sola, deambulando entre las tumbas, un
poco perdida.
Lleva una cámara nikon apostada en su
cuello, viste con sencillez: un polo blanco, jeans y zapatos de cuero marrón. No tiene rastro de
maquillaje en su piel inmaculada, y de cerca puedo ver perladas pizcas de sudor
que adornan su sien.
Me parece que lleva horas en su aventura de
recorrer el cementerio. Con mucha familiaridad, sin preguntarme nada, se sienta
en un murito junto a mí, puedo intuir que está caliente, pero eso no parece
importarle; con un rápido movimiento se queda descalza; casi con pudor miro sus
pies llenos de ampollas.
—Busco a Vallejo —dice de pronto—. Vengo desde
muy lejos para llorarlo.
Tiene un acento indefinible en su castellano
perfecto. No puedo adivinar el país, aunque sin duda es latina.
Le ofrezco agua de mi botella, el sol de junio
está inclemente esta mañana. Bebe. Me agradece con un gesto austero. Me mira
con sus ojos casi líquidos.
—Vallejo tan cerca y tan lejos —dice de
pronto, como recitando—. Soy peruana —después vuelve a callar. Sus ojos no
dejan de escrutarme.
—¿Perú? ¿Eres de Lima? —indago en su dulzura.
—Lima… en Lima está lloviendo el agua sucia de
un dolor… —dice por respuesta.
Me parece que divaga, que cuando habla su mente
levita, y con ella mi extrañeza.
Yo, por supuesto, me cuido de dar detalles
personales. Ella parece imitarme. La única revelación que hago es mi
nacionalidad. Igual mi acento me delata, el seseo es inconfundible para la
mayoría de la gente.
Después de unos minutos de descanso ella se
coloca los zapatos. Tiene algo de fascinante en sus modales. Me resulta
adorable.
No me pide que la acompañe, el acuerdo es
tácito: la sigo como se sigue un rumor sin tener nunca la certeza de que
aquello que se cuenta o que se dice sea del todo cierto.
La veo pisar tumbas de desconocidos, la escucho
maldecir por no entender francés, la huelo a menta, saboreo sus dulces pecas de
niña, la siento esquiva con el alma loca, pero frágil como una rota muñeca.
Sigo a su lado dando vueltas en círculos,
todavía no encontramos a Vallejo. Me descubro, confundiéndola, desviando la
dirección correcta, mirando el mapa al revés, deseando no encontrar nunca la
tumba del poeta para seguir a su lado indefinidamente, sin embargo el tiempo
apremia, y ya es hora de volver.
—Vallejo tan cerca y tan lejos —vuelve a
decir. Esta vez suspira.
—¿Por qué Vallejo? —me animo a preguntarle.
—Porque Vallejo me enseñó el valor de la
tristeza.
Me confiesa que está enamorada de aquel poeta
melancólico; me cuenta que ella hubiese querido ser su esposa, una versión
onírica de la que fue Georgette.
Cada mañana hubiera preparado el café mientas
él escribía, hubiera leído con devoción todos sus manuscritos, sus consejos no
se habrían hecho esperar: ella me asegura que es esa mujer excepcional con la
que todo escritor sueña.
Siento cierta decepción al escuchar sus
motivos, el porqué está acá, su búsqueda incansable. El cosquilleo en la
entrepierna que me comenzaba a provocar se desvanece. Siento celos.
—Vallejo era un hombre triste —digo por decir
algo.
—¿De qué sirve la alegría si no puedes
compartirla? —me dice ella con una voz aguda.
No tengo argumentos para contradecirla. Ella
está enamorada de un poeta de su país, de un imposible. Yo no puedo luchar
contra esa verdad.
—Él está muerto —insisto en molestarla.
Sus ojos estallan. Veo brillar estalactitas en
esas dos grandes cuencas. Me mira con lástima, como si yo fuera un pobre hombre
que no entiende nada de la vida.
—Lo sé —contesta con toda la naturalidad del
mundo.
Esa verdad parece pesarle en el alma, no es un
simple capricho decir que lo ama, a pesar de la diferencia de siglos: su amor
es real, sin mediación de extravagancia o de vórtice.
En eso estoy, en eso estamos, cuando advierto
que a nuestras espaldas caminan dos argentinos, padre e hijo. Hablan con mucha
efusividad. Avanzan entre arbustos, se detienen frente a una tumba blanca.
Le digo a ella que los sigamos, tal vez sepan
dónde está Vallejo.
Llegamos a su lado, y no es Vallejo, es
Cortázar quien ahí descansa. El llanto de los argentinos me perturba tanto que
no puedo concentrarme en lo que está pasando. Es Julio Cortázar, el padre de Rayuela,
a quien admiro, por quien yo vine. Casi lo olvidaba.
De pronto ella también llora, parece que un
riachuelo se escurre de sus ojos.
—¿Por qué lloras?
—Si no puedo llorar por Vallejo, al menos hoy
no me iré de aquí sin llorar —responde.
Tengo que decidir qué hacer. Son pocas las
horas que me quedan en París. Volver al hotel es una opción, quedarme aquí es
otra. Elijo la primera porque esta mujer extraña deja al azar mis expectativas.
Me queda poco tiempo para recoger mis cosas e irme.
Antes de decirle adiós, parafraseo a Cortázar:
confío plenamente en la casualidad de haberte conocido. Que nunca intentaré
olvidarte, y que si lo hiciera, no lo conseguiría.
Ella me vuelve a mirar con infinita lástima,
como si yo fuera un pobre hombre que no entiende nada de la vida. Y tal vez así
sea.
Tengo enfrente a la mujer que pudo convertirse
en ese albur que anhelo, pero llegué tarde, ella dice amar a Vallejo y yo no
puedo competir con él.
Nos despedimos con un suave apretón de manos.
Intento abrazarla, pero se escurre entre las tumbas, porque estoy seguro que se
quedará buscando a Vallejo hasta el infinito.
La veo alejarse, como ese rumor que no pude
evitar pero tampoco contener. Más tarde, en el tren, me doy cuenta que nunca le
pregunté su nombre.
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