lunes, 22 de octubre de 2018

Irma Verolín

                                         PROSPERIDAD
      

  Un buen día las mujeres de la casa decidimos utilizar nuestros ahorros para construir un baño chico. La verdad es que nos hacía falta. Tuvimos en cuenta que,  si bien  íbamos a perder un trozo de patio, obtendríamos un poco de alivio para nuestras esperas y reproches. Todas estuvimos de acuerdo enseguida, menos la tía Margarita. ¡Cuándo no!  Apenas se enteró de nuestra decisión vimos a la tía  Margarita sentarse en el último escalón de la escalera de pórtland en señal de protesta. Así pasó la tarde, llegó la noche y de nuevo la siesta: la luz alta y cuadrada que emergía desde el rectángulo de la puerta de la terraza iluminó la espalda de mi tía que continuaba allí, iluminó también su pelambre teñida por la mitad y su gruesa cintura. Pasamos mil veces delante de ella como frente a un funeral. Después, inevitablemente, debió salir de allí para ir a la cama, se notaba que tía Margarita ya no daba más. La protesta la había extenuado. Y a nosotros también. No importa,  nos recobramos pronto, pusimos manos a la obra y nos ilusionamos con el proyecto.
           Enseguida sospechamos que iba a presentarse un inconveniente: encontrar al hombre apropiado para tal tarea.  Por desgracia no nos equivocamos. Nuestra experiencia nos demostraba que encontrar un hombre para lo que fuese no era una labor sencilla. De manera que nos abocamos a ello con tesón y desconfianza. Recorrimos el barrio de cabo a rabo hasta que, a las perdidas, logramos dar con un albañil del que habíamos obtenido escasas referencias. Pero a falta de otro, lo recibimos con los brazos abiertos. Entró por la puerta del zaguán con un balde percudido y cubierto de costras blancas en una mano y una damajuana de vino tinto en la otra. Sobre el salpiqué gris de las baldosas del patio, el albañil trazó un cuadrado que amagaba ciertamente asemejarse a un paralelogramo. Luego cantó tangos hasta volvernos melancólicas, no sin interrumpirse a cada rato con sorbidas del pico de su damajuana.
          Comprar los sanitarios blancos y los blanquísimos azulejos fue una durísima empresa. Tuvimos que ir hasta los confines del barrio y casi arriesgarnos a salir de él. Necesitábamos tubos, grifos, y la taza con su clásica forma bombé del inodoro y un montón de chirimbolos más. Las tramitaciones, compras y traslados tardaron mucho, porque doña Pepa era lerda para las elecciones. Tía Margarita se recluyó en su pieza en señal de contundente disconformidad, mientras yo miraba con ojos desorbitados desconfiando de los beneficios de la llegada de un hombre tan bamboleante a nuestra casa. Cuando el hombre, que se llamaba Pedro, empezó a levantar las dos paredes laterales que se apoyaban en las dos que formaban ángulo en el patio, percibimos un desajuste en las proporciones. Pero no dijimos nada. Era ocupación de hombres y hubiese sido bochornoso inmiscuirse. Cuando Pedro empezó a planear el techo, nos dimos cuenta de una vez y para siempre de dos cosas lamentables: que nuestro baño estaba decididamente inclinado hacia un costado y que Pedro se había olvidado de dejar el agujero para la tan solicitada ventanita. Mientras tanto nuestro  hombre iba y venía desde el almacén hasta un rincón del patio arrastrando su damajuana. Largas  negociaciones no lograron persuadirlo de que tirara todo abajo y empezara de nuevo, ni siquiera considerando que estábamos dispuestas a correr con los gastos de los materiales. Cuando el baño quedó terminado y, por supuesto, carecía de ventanita, descubrimos que finalmente teníamos dentro de nuestra propia casa algo parecido a una réplica de la torre de Pisa, de la que, de manera alguna, podíamos enorgullecernos.
            Pero, al fin de cuentas, un baño es un baño. Con esa definición escueta convinimos en que el hombre había tenido buenas intenciones, aunque su vista y su modo de caminar dejaran bastante que desear. La que quedó con la sangre en el ojo fue tía Margarita. Se notaba por su forma de mirarnos que no estaba dispuesta a dar el brazo a torcer; jamás entró en el baño. Ni siquiera en casos de extrema urgencia, no lo incluyó en su conversación ni le dedicó una distraída, escueta ni chanfleada mirada. El baño chico fue su particular habitación innombrable, el Sancto Sanctorum de su vida cotidiana, la camisa del hombre feliz del cuento del rey desdichado. Así es que tía Margarita no llegó a corroborar que las canillas giraban para el lado contrario al que usualmente giran o para el lado que una espera que giren, es decir en sentido inverso al de la rotación de la tierra ni que durante el día, si una entraba en el baño y cerraba la puerta, se sentía ingresando a una tumba egipcia. Tampoco pudo enterarse de que los mosaicos estaban colocados sobre un piso con desniveles, ondulaciones y lomitas caprichosas y que los dibujos no respetaban su combinación. Todo esto no hubiera sido un impedimento para que ella si se considerara que, de un modo oblicuo, había ganado la batalla. Su rencor era tan inmensamente grande que daba la impresión de que una amnesia, especialmente dirigida a cualquier cosa relacionada con el baño, gobernaba su vida. "Mejor así”, murmuró doña Pepa. Y no se habló más del asunto.
               Fue justamente a doña Pepa a quien se le ocurrió una buena idea. Las finanzas no andaban demasiado bien en casa, por eso ella propuso que cobráramos la entrada  con el fin de que los vecinos vinieran a ver el baño chico. La idea se le ocurrió mirando un documental titulado “Maravillas de la Italia actual”. Bien dicen que la desesperación tiene cara de hereje. Ella  insistió en que la idea no estaba mal porque si la gente iba a Pisa a ver esa torre rasposa, bien podía deslumbrarse con el desquicio de las formas lineales de nuestro pobre baño chico. Yo apoyé la propuesta. En cambio  los otros no estuvieron de acuerdo en lo más mínimo. Se opusieron fervientemente a que nuestro baño terminara convertido en atracción turística. Fue por una razón bastante poco razonable: íbamos a perder intimidad. Se equivocaron de cabo a rabo. Algo hay que perder por un poco de plata. Y la intimidad nuestra no lucía demasiado bien como para que nos lamentáramos por perderla. Más aún: me atrevería a decir que prácticamente era imperdible porque carecíamos de ella. El negocio nos estaba tragando la casa con sus cajones de bebidas apilados en el zaguán, sus paquetes de caramelos desparramados arriba de las sillas, sus pilas de cuadernos sobre los muebles y las latas de cera puestas en cualquier parte y a la bartola. Como el proyecto de doña Pepa no tuvo aceptación, así quedaron las cosas. El baño no nos sirvió para nada por un motivo muy explicable: la inclinación era opuesta a la boca de la rejilla, de modo que los caños se orientaban tanto en dirección desafortunada que nunca logramos que saliera una  miserable gota de agua de aquella dichosa canilla. Tampoco nos animamos a usar el bañito para guardar objetos inservibles o menudencias por el estilo. Quizá, en el fondo, es muy probable que por asociarlo con la torre de Pisa creyéramos que en verdad se trataba de un santuario. Y quién sabe, a lo mejor con el tiempo algún hecho, situación o peripecia o la gran casualidad de las casualidades terminarían convirtiéndolo en eso. El tiempo siempre transforma las cosas, aun en un barrio como el nuestro.




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