una Epístola
¿Puede
acaso un ser humano ser la droga de otro? Eso es lo que tú eras para
mí, no puedo creer que ya no estés, no concibo el mundo sin tu
persona. Cada día que pasa me decanto más hacia el alcohol y el
tabaco. Veo pasar los días, con el frío golpeando mi desnudez, en
mi apartamento sucio mientras mi amante de turno aprovecha mis sueños
profundos para utilizar mi cuerpo como su santuario de satisfacción,
dejándome cada día más pobre, más triste. Las mujeres siempre con
su inocencia, con su encanto, con sus ahogamientos en copas de licor.
Tú, mujer hermosa. Tu recuerdo nace en mí, Cristina, y vive para
siempre en mi corazón que con fuerza late ni bien te rememoro. Mi
corazón me hace la vida imposible: a veces (no pienses que es
locura) lo veo salir de mi pecho y saltar por toda mi casa. Una vez
amaneció a mi lado, en la cama donde compartimos tantas noches de
amor desenfrenado. Mi corazón se hallaba junto a mí, luego abrí
bien los ojos, nada más la soledad me acompañaba. El sexo te
encantaba, eso y mis poemas de psicodelia armamentista. Me querías
por ello, por mi fuerza y juventud, y porque sabía expresar la
mayoría de mis emociones con pocas palabras en tanto tú necesitabas
horas de horas para poder dar a luz una sola frase. Éramos
diferentes pero a la vez tan iguales. Nuestra soledad momentánea,
nuestra orfandad constante y nuestros caprichos naturales nos unían.
Ahora creo que eso mismo es lo que nos ha separado. Cristina, te sigo
amando, no me apena decirlo, al contrario, necesito extraerlo de mis
entrañas. Han pasado cinco años desde que te fuiste, hace media
década que no te veo frente a mí, tú estás allá y has rehecho tu
vida en aquella zona donde habita gente pálida y taciturna que
progresa día a día a ritmo acelerado en la frialdad de una
atmósfera discontinua. Yo estoy aquí, tejiendo sombras con las que
me visto cuando salgo en las noches a buscar placer y encontrar
sucios capullos, mas no mariposas. Te amé con tanta fuerza. Tú eras
mi droga y te consumía a diario, te lamía como helado de fresa, te
estrujaba y tú nunca te saciabas. Siempre pensé que había
curiosidades en nuestros nombres pues ambos empiezan con «c» y
tienen ocho letras; coincidencias, decías. Yo sostenía que el
asunto de los nombres no era casualidad, sino el destino, y sigo
sosteniendo que en la historia de nuestras vidas estaba escrito,
aunque no era extenso, el capítulo de nuestra felicidad. Cuatro años
de unión se quebraron de pronto, nunca entendí por qué, quizá a
estas alturas puedas explicármelo. Ya sé que lo has hecho antes,
pero sé que recibirás esta carta, espero que puedas responderme
esta vez y me des una razón distinta para lo que nos desunió.
Porque
mi vida se ha destrozado. Cristina, mi pequeña gatita. Así te
decía:
«gatita».
Me gustaba cuando maullabas para mí. Luego te reías una hora. Yo
enloquecía. No me he
curado. Creo que contemplo visiones mientras escribo esto a mano,
creo que te veo frente a mí, apareces en tu bikini naranja, tu
favorito, mi favorito, corriendo, y yo intento darte alcance para
poder abrazarte y darte un beso a la francesa como me gustan, como sé
que te gustaban. Lo recuerdo, te abrazo y me dices:
«No,
por favor, no quiero que la gente mire».
Te avergonzabas de mí. Pues yo no de ti. Ese fue uno de mis errores.
Siempre pertenecí
a una onda extraña, a la raza sombría y atrayente de seres humanos
que destilan misterio y sensualidad a raudales. Mi belleza no se
comparaba con la tuya, aunque era belleza al fin y al cabo. No me
importaba lo que pensaran los demás, tú y yo vivíamos de amor, y
ellos no podían ofrecernos algo parecido, ni siquiera amistad o un
poco de seguridad en este triste e injusto mundo. Tú sí, Cristi,
gatita, me lo ofrecías todo. ¿Recuerdas cuando nos conocimos en
aquel concierto? A ti te gustaba mucho Pedro Suárez-Vértiz, a mí
también, lo adoraba. Tenía dos álbumes suyos, los cuales te
prestaría. Formamos un solo grupo todo el concierto junto a los que
nos acompañaban, tu sonrisa me hipnotizó, me hizo volar por las
nubes debido a la excitación. El licor, la música, tu hermosura de
nuevo, todo eso me hizo perder la cordura y hasta ahora mi mente no
reacciona ante aquella preciosa experiencia. Luego vinieron los
cambios de teléfono, de correo electrónico, la promesa de una cita
que se cumplió a los dos días. Yo llevaba mis ropas oscuras de
siempre y tú, con tu chompa rosada y tu jean beige, despertabas
perversos sentimientos en mí que te confesé sin vergüenza alguna
de frente y que aceptaste con una sonrisa y tomándome las manos.
Reías. Esa noche pasó lo que tenía que pasar. Más risas. Todo
para ti era reír, ahora lo comprendo. Tú me enseñaste a reír, a
ver la luz, a cambiar mi modo de vida, a vestir de colores, bueno, al
menos me adapté al blanco con sumisión, blanco como el color de tu
piel en desnudez y como las gotas de rocío que surgían durante el
éxtasis. Tú, Cris, me enseñaste tantas cosas, tu figura perfecta
se movía libre sobre mí, como un delfín que siempre está feliz y
saltando. Recuerdo a ese par de personas que intentaron separarnos y
fueron derrotadas por nuestra relación a prueba de balas, y cuando
tu familia se enteró de lo nuestro y te amenazaron con crueldad para
que me abandonaras, los enfrentaste y te aferraste a mí. Con un par
de lágrimas que se secaban velozmente y con la creación de un acto
amoroso salvaje solucionábamos siempre los conflictos que nos
mantenían en una brecha intrincada que conducía a una gran
melancolía. Cuando dormíamos en un abrazo infantil que hacía
brillar nuestras pieles tersas y blancas a la luz de la luna que
entraba por la ventana de esta casa, musitabas palabras en silencio,
risotadas, palabras de amor, luego lágrimas, otras vez carcajeos,
luego me abrazabas, me besabas. Después soltabas mi mano. Nunca fue
mi intención hacerte sufrir, pero créeme, yo sufría tanto o más
que tú en aquel entonces, sufro por ti ahora, mi vida no encuentra
ningún sentido, ningún trecho lleno de flores como el que recorrí
hace años, el cual me condujo hacia ti y que luego transité
contigo. Ya no tengo nada, solo espero la muerte aquí, poniendo las
nalgas flacuchas en mi cama desordenada y caminando con el torso
descubierto hacia la ventana para mirar si algún animal nocturno y
techero se cuela en este espacio y acribilla mi soledad.
Hace
años que te has ido, hace once meses que dejaste de escribirme, de
responder mis llamadas y mis correos electrónicos. Después de lo
que te dije en la siguiente postal... lamento las cosas terribles que
puse. Perdóname, empero, intuyo que me entendiste. Sé que no lo
amas. No lo amas. Confiésalo, no lo amas. Al menos dime, ¿por qué
él y yo no? Ya lo sé: porque te da una mejor opción de vida,
porque es ancho, castaño y vive en una gran casota en un buen lugar
de Italia, porque te dio algo que nunca te pude dar yo, ¿matrimonio?
¿Un hijo? ¿Como se llama tu niño? Nunca me mandaste una foto de
él, y sobre el matrimonio, te lo propuse varias veces, ¿recuerdas?
Pero, ¿por qué te reías de mí cuando lo sugería? ¿Por qué te
enojabas? ¿Pensabas que me burlaba? ¿Pensaste que era un imposible?
Pues no. Por Dios, claro que no. No necesitamos leyes o religiones
para poder llevar una vida de amor perfecta, no necesitamos nada, tú
lo dijiste una vez, esas fueron tus palabras, las gritaste y no
cumpliste tus convicciones. Si fueras feliz de verdad, yo te animaría
para que siguieras así y no insistiría en mostrarte mi lánguido
rostro una y otra vez. Sin embargo, tengo la certeza de que eres
infeliz. No amas a ese tonto. ¿Qué haces con él entonces? Regresa
y cumple tu destino junto a mí, tú eres igual a mí, no puedes
negarlo. Nunca podrás esconderlo. Al final, cuando pasen unos años,
te darás cuenta de tu gran error, para entonces yo ya estaré muchos
metros bajo tierra y mi cadáver, como siempre, estará llorando por
tu persona. Me arrastro por ti, sí, como una lombriz aturdida, te
quiero aún y te deseo, no soy nada para ti y lo soy todo, tú eres
mi reina, mi diosa. Fuiste casi perfecta, pero solo te faltó una
pequeña cosa, faltó que no dejaras de quererme. Tu orgullo, tu
miedo, tu egoísta lucidez fueron más fuertes que aquello tan dulce
que una vez nos unió.
Si
he de discernir y comprender las razones de mi desdicha, diría que
el egoísmo y la lujuria formaban una parte de tu alma que era
desconocida para mí, aquella parte que me golpeó con rudeza al
alejarte pues me enganché en ella como un clavo a la madera.
Entonces
no me amaste nunca, tan solo experimentaste sensaciones prohibidas
que te gustaron y no pudiste dejar. Por favor, por mí, esta vez
escríbeme, sé que no viviré mucho, he bajado doce kilos y mi piel
se está despintando; de alguna manera he perdido el color y el
cabello se me cae a lloviznas. En este instante río. Al siguiente
instante lloraré. Es triste, verdad, rogarle amor a alguien que no
se interesa en ti, es absurdo, es feo, sin embargo seguiré apuntando
mis sueños hacia ti, mi centro, Cristi, mi vida, por siempre.
Cristina. Sé feliz si te atreves, inténtalo y si no, entonces
recuérdame, tu imagen de locura adorada; y si, por si acaso, te
acuerdas de que dejaste una vida atrás, puedes regresar, tal vez aún
estés a tiempo de salvar mi vida y, al mismo tiempo, en comunión,
salvemos también la nuestra de aquel cruel asesino que es el tiempo,
cómplice de la desolación. Recuérdame toda la vida, no me odies,
quiéreme, sé que algo te importo, sé que piensas en mí muy
seguido e igual que yo, cedes paso a los recuerdos que te hacen
lagrimear y sonreír a la vez. Sin más que decirte, me despido. Te
amo, Cristina, te he amado desde que te conocí y te sigo amando, te
amaré eternamente. Escríbeme, pues, pronto, aunque sea un «hola»
y recuerda que en mí tienes amistad y... tolerancia y... perdón,
por siempre, perdón de mí hacia ti y otro pedido sincero de perdón
por no haber podido cubrir tus expectativas. Lo siento, pero así
nacimos y así moriremos: tibias, volátiles, incompletas. ¿Por qué
seremos así las mujeres? ¿Por qué?
Se despide con mucho amor,
Carolina,
tu por siempre traviesa y engreída amante psicodélica.
Lima,
mayo de 2003
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