Pintura Max Ernst
1
De espaldas a una ciudad noctámbula y
famélica, rígido de confusiones y aventuras, veo venir una jauría
de nubes siderales, nubes que ladran y gruñen como perros, nubes que
son en sí el magma asfixiante de una civilización que se derrumba.
La ciudad es una copa de tedio, un guante
solitario hecho de fango, una declaración al pasar hecha por las
bestias que la pueblan. La ciudad, digo, es un traje corroído por
mil grietas.
Y pensar que le he regalado a esta metrópoli
mis ojos prematuros, mis manos de mártir, mi corazón de viento, sin
pedirle nada a cambio. Pensar que solía ser el juglar adolescente
que repartía su música por las calles cuando ya todo el mundo había
cerrado sus puertas y dormía.
Hoy, de espaldas a los huesos desarmados de
la urbe, asisto a la demolición nocturna de las cosas, llevando
conmigo tan sólo un libro viejo que no deja ya de deshojarse y que
he intentado reparar a última hora: hoy sólo tengo el silencio del
que están hechas las bujías.
3
Aquella calle era menos angosta que
agnóstica, aquella calle exhalaba dudas metafísicas. La calle,
insisto, era un largo olor a pan, una invitación a perpetrar la más
profana eucaristía, un crimen de hambre y prepotencia.
Tanto los panaderos como los clientes de la
cuadra se arrojaban saludos y promesas, besos de harina y levadura,
supongo que para agilizar un comercio injusto de antemano —como
todo comercio existente y que se precie—, supongo que para sofocar
el peligro de que la expropiación dicte su sentencia final y
perentoria.
Un policía ingresó de repente en el
comercio y pidió una docena de facturas, se marchó al poco tiempo
muy contento sin pagar.
Libro Inedito
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