miércoles, 1 de julio de 2015

jorge mensch

POR LOS AÑOS SESENTA

EL ROMPECABEZAS

   Por el tiempo en que las mujeres no fumaban en la calle, Lauchita regresaba de la escuela como siempre, a las cinco de la tarde.  Pero esa tarde tenía un ojo negro, secuela de una pelea con un pibe del grado que lo llamó “guacho”.

   Pasó por el zaguán marcado por los mapas y el olor de la humedad.  Subió por los agonizantes escalones de madera y, dio una vuelta entera a la llave.  Ya dentro de la pieza cocina cerró la puerta y prendió la hornalla para preparar el mate cocido: a las seis llegaría su madre.  Mientras esperaba el chiflido de la pava, cosa que lo divertía; por eso la llenaba más de la cuenta, así podía imaginar a unos forajidos tratando de asaltar el tren.  En tanto él saltando sobre los vagones con revolver en mano, evitaba el atraco.  Se sobresaltó al escuchar tres golpes lentos en la puerta.  “Qué pegajoso”, se le ocurrió, pero por si acaso preguntó  quién era.

   - Yo pibe, abrí puerta, te traigo regalo.- dijo el polaco Walovik.                                                                                                       

   Al abrir la puerta, el polaco no quiso entrar, pero el que entró sin pedir permiso, fue el olor a ginebra, que salía  desde el fondo de semejante hombre  de  cara  colorada  y  ojos celestes tristes, quién le preguntó:

            - ¿Tu mamá curó resfrío?-

     - Sí, sí, muchas gracias Nicolás - Y mientras miraba una caja envuelta en papel verde, iba cerrando disimuladamente la puerta. El polaco, se fue sin agregar nada.

      Lauchita rompió el papel sin respetar la cinta adhesiva. Quedó sorprendido ante semejante obsequio: era el primer regalo que recibía en su vida de una persona, que no fuera su madre.

     Había una lupa, que no tenía nada que ver con una camiseta de fútbol a rayas celestes y blancas.  Ese no era el dibujo, tampoco la pata de un mono con la cara de una mujer y, menos que menos con un perro de caza.  “Ojalá el hijo de la dentista siga enfermo, así viene un cachito más tarde”.  Fue su ocurrencia.

      Mezcló varios cubos y, se dio cuenta lo fácil que le resultaba armar ese cuadro:

           - ¡Ya está!- exclamó entusiasmado – Es el ratón Mickey siguiendo las huellas de un ladrón.

      Cinco años atrás, el miedo se habría apoderado de Lauchita, porque bien sabía, que la pelota que su madre le había contado haberla comprado en la feria, no se vendía en ninguna feria. Pero el ratón Mickey era un dibujo animado y, él tenía ahora, una pelota de cuero blanco, con la que hacía piruetas a cada rato. Lauchita nunca la olvidaba, como seguro la habría olvidado el hijo de la dentista.

     Dio media vuelta a cada cubo y, no le costó ningún esfuerzo armar la selva donde estaba Tarzán gritando al lado de la mona Chita.  Se acordó de las veces que en el cine se colaba junto con Ricardito, pidiendo permiso para ir al baño y, ante el menor descuido del acomodador, se metían en el espectacular mundo de la selva. Entonces ellos, aplaudían cuando el Hombre Mono se deslizaba por medio de las lianas, corría millas y millas, evadía pantanos y, nadaba contra la corriente de las más peligrosas cataratas. Y al final, le daba un beso a Jane, después de haberla salvado. Y mientras la mona Chita aplaudía y el beso no terminaba.  Ellos junto a otros pibes, gritaban a coro “Ehhh...”  Pero la ansiedad empezó a trabajar nuevamente: desarmó esas figuras sin cuidado y, le quedó tan mal armado... produciéndole una sensación que sólo él conocía: entre medio de las figuras recortadas, estaban caprichosamente reunidos, un niño y una mujer sola.  Aspiró hondo con la boca cerrada y se pasó el repasador por los ojos.

   Reanudó el juego, golpeando exageradamente los cubos contra la mesa: muchos de ellos eran los jugadores de Racing, uno los pantalones de un hombre (iguales a los del polaco), otro la cara de un cachorrito contento y, el último un cochecito con un bebé.  Se quedó mirando sin ver.  “¿Por qué será que los grandes nos quieren hacer de su cuadro, acaso no sabe que soy fana de los rojos?”.   Se preguntó Lauchita.  Para colmo en medio del equipo, habían quedado los pantalones del polaco y el cochecito del bebé.  ¿Quién era ese polaco para hacerlo de Racing, por qué le parecía ver los pantalones del polaco en medio de todas las figuras y, el cochecito con el bebé?  Miró el reloj y, una ráfaga de apuro barrió todas las preguntas.  Ya eran las cinco y media.  Terminó el equipo sin dificultad.  Dio vuelta los cubos con los ojos cerrados para ver qué le salía y, le quedó casi armada una familia de perros de caza; pero entre los cubos que no tenían nada que ver, quedaba el pantalón del polaco, otra vez la cara de la mujer sola, el torso de un chico y el cochecito con el bebé.  Se preguntó con resignación, por qué los perros de raza podían estar en familia.  ¿Y los cuatro cubos aislados?  ¿Por qué el polaco había días que tenía olor a  ginebra?  Sin ganas de pensar, pensaba en su madre saliendo de esa casa, después de haber cuidado a otro chico, mientras él, le tenía preparado el mate cocido. Para colmo, completó el cuadro con los dueños de los perros de la película “La noche de las narices frías”.  Se acordó con cierta malicia de Doña Pepa y Don Pepín, los dos viejos del corralón que tenían siete perras, y las cuidaban tanto, que sólo faltaba que las mandasen a la escuela, y para colmo las querían vírgenes.  Hasta que en la época de celos, él y Ricardito, un sábado por la noche, metieron a dos perros vagabundos. Pero después de la risa vino el llanto.  Ese domingo Doña Pepa le había gritado a su madre:

  - ¡Oiga señora o señorita!,¿ por qué no se comporta cómo una persona decente alguna vez?.Y por esa vieja cuida perras, se comió la paliza de su vida.      

  Su atención seguía metida en las travesuras que siempre hacía con Ricardito. EL Tenía suerte: el viejo laburaba en la CHADE, tenía una Siambretta y, todos los domingos se subían a ella para ir a ver a River.

   Algunas veces, Lauchita aceptaba a Ricardito un Chester, robado a Don Ricardo, mientras él sólo podía convidarle los Clifton sueltos, que vendía Amanda, la del kiosco del otro lado de la vía.

   Ya eran las seis;  sacó dos tazas del mueble, además del colador y la azucarera y, terminó sin titubeo alguno el otro cuadro.  Sus ojos quedaron clavados en éste: el cuadro estaba compuesto por un hombre, una mujer, un chico y un cochecito de bebé.  Sí, era lo que sospechaba, sí, eso debía ser.  No sabía lo que sentía y, en medio de su confusión, escuchó el crujir de los escalones.  Abrió la puerta, miró de reojo el vientre de su madre, vio que el último botón del saco de lana  estaba desabrochado.  Se cruzó los dedos y, antes que ella le diera un beso, le preguntó si el apellido Walovik le gustaba.


cuentos de hollín y humedad 

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