EL ROMPECABEZAS
Por el
tiempo en que las mujeres no fumaban en la calle, Lauchita regresaba de la
escuela como siempre, a las cinco de la tarde.
Pero esa tarde tenía un ojo negro, secuela de una pelea con un pibe del
grado que lo llamó “guacho”.
Pasó por el zaguán marcado por los mapas y
el olor de la humedad. Subió por los
agonizantes escalones de madera y, dio una vuelta entera a la llave. Ya dentro de la pieza cocina cerró la puerta
y prendió la hornalla para preparar el mate cocido: a las seis llegaría su madre. Mientras esperaba el chiflido de la pava,
cosa que lo divertía; por eso la llenaba más de la cuenta, así podía imaginar a
unos forajidos tratando de asaltar el tren.
En tanto él saltando sobre los vagones con revolver en mano, evitaba el
atraco. Se sobresaltó al escuchar tres
golpes lentos en la puerta. “Qué
pegajoso”, se le ocurrió, pero por si acaso preguntó quién era.
- Yo pibe, abrí puerta, te traigo regalo.-
dijo el polaco Walovik.
Al abrir la puerta, el polaco no quiso
entrar, pero el que entró sin pedir permiso, fue el olor a ginebra, que
salía desde el fondo de semejante hombre de
cara colorada y ojos
celestes tristes, quién le preguntó:
-
¿Tu mamá curó resfrío?-
- Sí, sí, muchas gracias Nicolás - Y
mientras miraba una caja envuelta en papel verde, iba cerrando disimuladamente
la puerta. El polaco, se fue sin agregar nada.
Lauchita rompió el papel sin respetar la
cinta adhesiva. Quedó sorprendido ante semejante obsequio: era el primer regalo
que recibía en su vida de una persona, que no fuera su madre.
Había una lupa, que no tenía nada que ver
con una camiseta de fútbol a rayas celestes y blancas. Ese no era el dibujo, tampoco la pata de un
mono con la cara de una mujer y, menos que menos con un perro de caza. “Ojalá el hijo de la dentista siga enfermo,
así viene un cachito más tarde”. Fue su
ocurrencia.
Mezcló
varios cubos y, se dio cuenta lo fácil que le resultaba armar ese cuadro:
- ¡Ya está!- exclamó entusiasmado –
Es el ratón Mickey siguiendo las huellas de un ladrón.
Cinco años atrás, el miedo se habría
apoderado de Lauchita, porque bien sabía, que la pelota que su madre le había
contado haberla comprado en la feria, no se vendía en ninguna feria. Pero el
ratón Mickey era un dibujo animado y, él tenía ahora, una pelota de cuero
blanco, con la que hacía piruetas a cada rato. Lauchita nunca la olvidaba, como
seguro la habría olvidado el hijo de la dentista.
Dio media
vuelta a cada cubo y, no le costó ningún esfuerzo armar la selva donde estaba
Tarzán gritando al lado de la mona Chita.
Se acordó de las veces que en el cine se colaba junto con Ricardito,
pidiendo permiso para ir al baño y, ante el menor descuido del acomodador, se
metían en el espectacular mundo de la selva. Entonces ellos, aplaudían cuando
el Hombre Mono se deslizaba por medio de las lianas, corría millas y millas,
evadía pantanos y, nadaba contra la corriente de las más peligrosas cataratas.
Y al final, le daba un beso a Jane, después de haberla salvado. Y mientras la
mona Chita aplaudía y el beso no terminaba.
Ellos junto a otros pibes, gritaban a coro “Ehhh...” Pero la ansiedad empezó a trabajar nuevamente:
desarmó esas figuras sin cuidado y, le quedó tan mal armado... produciéndole
una sensación que sólo él conocía: entre medio de las figuras recortadas,
estaban caprichosamente reunidos, un niño y una mujer sola. Aspiró hondo con la boca cerrada y se pasó el
repasador por los ojos.
Reanudó el juego, golpeando exageradamente
los cubos contra la mesa: muchos de ellos eran los jugadores de Racing, uno los
pantalones de un hombre (iguales a los del polaco), otro la cara de un
cachorrito contento y, el último un cochecito con un bebé. Se quedó mirando sin ver. “¿Por qué será que los grandes nos quieren
hacer de su cuadro, acaso no sabe que soy fana de los rojos?”. Se preguntó Lauchita. Para colmo en medio del equipo, habían
quedado los pantalones del polaco y el cochecito del bebé. ¿Quién era ese polaco para hacerlo de Racing,
por qué le parecía ver los pantalones del polaco en medio de todas las figuras
y, el cochecito con el bebé? Miró el
reloj y, una ráfaga de apuro barrió todas las preguntas. Ya eran las cinco y media. Terminó el equipo sin dificultad. Dio vuelta los cubos con los ojos cerrados
para ver qué le salía y, le quedó casi armada una familia de perros de caza;
pero entre los cubos que no tenían nada que ver, quedaba el pantalón del
polaco, otra vez la cara de la mujer sola, el torso de un chico y el cochecito
con el bebé. Se preguntó con
resignación, por qué los perros de raza podían estar en familia. ¿Y los cuatro cubos aislados? ¿Por qué el polaco había días que tenía olor
a ginebra? Sin ganas de pensar, pensaba en su madre
saliendo de esa casa, después de haber cuidado a otro chico, mientras él, le
tenía preparado el mate cocido. Para colmo, completó el cuadro con los dueños
de los perros de la película “La noche de las narices frías”. Se acordó con cierta malicia de Doña Pepa y
Don Pepín, los dos viejos del corralón que tenían siete perras, y las cuidaban
tanto, que sólo faltaba que las mandasen a la escuela, y para colmo las querían
vírgenes. Hasta que en la época de celos,
él y Ricardito, un sábado por la noche, metieron a dos perros vagabundos. Pero
después de la risa vino el llanto. Ese
domingo Doña Pepa le había gritado a su madre:
- ¡Oiga señora o señorita!,¿ por qué no se
comporta cómo una persona decente alguna vez?.Y por esa vieja cuida perras, se
comió la paliza de su vida.
Su atención
seguía metida en las travesuras que siempre hacía con Ricardito. EL Tenía
suerte: el viejo laburaba en la CHADE, tenía una Siambretta y, todos los
domingos se subían a ella para ir a ver a River.
Algunas
veces, Lauchita aceptaba a Ricardito un Chester, robado a Don Ricardo, mientras
él sólo podía convidarle los Clifton sueltos, que vendía Amanda, la del kiosco
del otro lado de la vía.
Ya eran las
seis; sacó dos tazas del mueble, además
del colador y la azucarera y, terminó sin titubeo alguno el otro cuadro. Sus ojos quedaron clavados en éste: el cuadro
estaba compuesto por un hombre, una mujer, un chico y un cochecito de bebé. Sí, era lo que sospechaba, sí, eso debía
ser. No sabía lo que sentía y, en medio
de su confusión, escuchó el crujir de los escalones. Abrió la puerta, miró de reojo el vientre de
su madre, vio que el último botón del saco de lana estaba desabrochado. Se cruzó los dedos y, antes que ella le diera
un beso, le preguntó si el apellido Walovik le gustaba.
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