martes, 7 de julio de 2015

Cristina Osimani






  Pintura R.G.Perera


 Entre los Zapatos de la Abuela


         El ruido del tren sobre el puente que atraviesa la calle California, ahí en Barracas, solía hacerme saltar de la cama con la ligereza de un ciervo, eso era suficiente para reconocer la mañana en mi niñez.
           Los ruidos cotidianos son los primeros signos que un niño graba en su memoria, como las voces o los olores. La casa de mis abuelos donde solía pasar largas temporadas estaba repleta de esos detalles intransferibles. Entonces, ese patio lleno de macetas, que como hileras de soldados yendo hacia el frente de batalla, parecían resguardar el inmenso zaguán de principios del siglo pasado.
              Evoco su imponente portal de dos hojas y mayólicas de viejos arabescos. Es extraño, pero los arabescos ascendían por las paredes casi hasta el techo.
Aún hoy, al sur de la ciudad de Buenos Aires, se conservan viejas construcciones de ese tipo.
La silueta del abuelo sentado y leyendo su diario, cuando apenas, los rayos del sol bostezaban sobre los malvones humedecidos por el rocío matinal, era como sacramental para mí. Me parecía una efigie su figura. Lo conocía y sabía que no podía resistir la tentación por enterarse de las primeras noticias del día. Culto, arrogante, uno de esos andaluces de pura cepa que ya no suelen verse por estos lugares. Supo llenarme el alma de historias inverosímiles de su terruño amado. De partidas de ajedrez que jamás
            pude comprender ni ante sus más empeñosos esfuerzos, pero que él, siempre resolvía finamente. La abuela volviendo de la feria y arrastrando sus cansados pies, rezongaba entre dientes por la falta de colaboración del abuelo para con ella. De todos modos, nunca consiguió que la ayudara a llevar la bolsa de las compras. Cuestiones de machismo quizá, o también que su encorvada espalda le pasaba factura más de lo debido.
       Ella ya no podía hacer grandes caminatas como entonces cuando íbamos hasta la casa de una de mis tías en Avellaneda. Solíamos cruzar el viejo Puente Barracas, hoy Puente Pueyrredón y tomar por la Av. Mitre hasta Roca y 25 de Mayo; tan solo caminaba hasta la feria y eso, ya era mucho. Antes de llegar a casa, la zapatería del turco Don Amir, que en árabe quiere decir príncipe, era la posta donde se detenía esperando encontrar la solución a sus dolores de pies.
            Pero Don Amir no era lo que se dice un príncipe, más bien un mendigo, ya que no se preocupaba demasiado por su vestimenta. Pero eso sí, era un buen hombre y siempre atento a los reclamos de la abuela sobre la diversidad de modelos que le encargaba. Si hubiera sido católico, seguramente ya lo habrían beatificado por su santa paciencia.
Había que escucharlo hablar de sus antepasados y, de las mil y una noche… y otros menesteres ligados a sus orígenes.
           Parece que lo estoy viendo, de vez en cuando también se trenzaba con el abuelo por cuestiones de política. Volviendo a la abuela y a su bolsa cargada de frutas y verduras frescas y la infaltable caja de zapatos bien envuelta por Don Amir. En realidad esto, no era lo que suscitaba en mí, precisamente asombro, si se quiere razonable por tanta adquisición inútil de zapatos. Casi diría, montañas de ellos que iban apilándose por todos los rincones de la casa. En verdad mi curiosidad pasaba por otros cánones, encontrar el verdadero motivo de semejante intríngulis. Después, ella encendía el fuego y el tazón de leche con cacao colmaba todas mis expectativas, ponía la pava sobre el fuego y decía por lo bajo que le cebaría unos mates a ese andaluz flemático que tenía por marido.
        Y la pregunta eterna de una niña de nueve años como yo, no tardaba en aparecer ¿Abuela por qué te comprás tantos zapatos que no usás? -Ay mi vida, pues porque aún, no encontré ningunos que no me hagan doler tanto los pies, si parece que no tuviera carne
debajo de ellos. Y así siempre. Los zapatos de taco bajo o los de estilo Guillermina charolados, marrones, negros de grandes hebillas, han sido a la sazón, motivo de varias pesadillas cuando el sarampión o alguna fiebre imprevista me postraba en cama. Recuerdo haber bailado con ellos, más de una vez, en esas noches de fiebre todos los ritmos de la época. En tanto el abuelo seguía con su diario y su juego de ajedrez y ella en la cocina haciendo malabares con sus manos de prodigiosa cocinera.
         Eso sí, sus pies, que parecían no tener carne debajo de los huesos seguían descartando zapatos en los rincones. Hoy el tiempo se fue llevando mucho de lo que un día me perteneciera. Sí, el tiempo suele arrasar con muchas cosas, pero no puede con los recuerdos y mis abuelos son parte de ellos. Ha sido bueno asimilar en mi niñez que el respeto tiene que ver con el amor, oírlos ni bien despuntaba el sol del verano, envueltos en alguna diferencia de opiniones, pero siempre unidos, inseparables y maravillosamente enamorados.
           Me parece todavía escuchar sus voces y eso, aún me guía. No leo diarios como el abuelo, no me place hacerlo porque generalmente, mienten o inventan, pero sí libros, pues de ellos extraigo sabiduría y conocimientos. En cambio, me seduce detenerme en cuanta vidriera de zapatería encuentro en mi camino. Me encantan, los busco, los elijo y me los pruebo, pero les diré, que todavía no encontré aquellos que me permitan ser completamente feliz ya que como dice, la jerga callejera, los pies duelen en la cara.
            Mi nieta Camila, suele hurgar dentro de mi placard para verlos y siempre repite aquella antigua pregunta- ¿Abu por qué te comprás tantos si no los usás?… la miro sonriente, le hago un guiño y me parece que la veo “Entre los Zapatos de la Abuela”.

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