Relato de la venganza exacta.
Capítulo
I
El
sueño recurrente
No se trata
de confundirte con el pasado
sino de reconocerte en el
futuro
para no equivocarme.
Emín
Rodríguez
Hacía mucho que no la veía.
Mucho que no tenía ni la menor sospecha de dónde o con quién
estaba y la verdad; la verdad muy poco me importaba. Afortunadamente
para mí, eso, eso era cuestión del pasado y ya, ya no me quedaba ni
el rastro de la obsesa curiosidad que por dos meses se ensañó en
desvelarme. Ya no tenía ganas de saber sobre ella. Ni una mota de
interés en su paradero, ni animadversión, ni desafecto, ni nada.
No le guardaba siquiera un gramo
de rencor, ningún rencor ni siquiera una pizca de perjurio u
hostilidad o mal en su contra.
Excepto, claro, por esas raras
veces en que soñé con ella y en esos aberrados sueños que más
bien parecía pesadilla. La observaba, mientras me fumaba un
cigarrillo, desde un rincón, sin intención, sin malicia alguna,
pero sí, con los ojos llenos de una cizañosa y morbosa desidia, con
vil despiadez, con extrema displicencia, desmesurada apatía.
No obstante, era tan frágil mi
despiadez, mi indolencia, mi frialdad, apatía; tanta que a momentos
trataba de no ver aquellos abrumantes actos, aquellas cruentas
escenas de mis absurdos y complejos sueños. Allí, en mis sueños,
la veía roerse los labios, arrancarse las carnes con cierta
brutalidad animal, con antropófaga necesidad, con bestial ansiedad
depredadora y al mismo tiempo se desgarraba en desesperados,
atormentadores y torturantes gritos.
―¡sálvame, sálvame!
¡Ayúdame! ¡No me dejes! ¡No me abandones! ¡Sálvame! ―
Intentaba ignorar sus lamentos y
su infernal sufrimiento. Pero yo; yo no, yo no era tan fuerte, no lo
era.
No pude ser más indiferente, no,
no tuve la capacidad para soportar sus llantos y ese agónico llamado
de auxilio. Flaqueé, me conmocioné por un instante y ya no pude
negarme, no pude resistirme. Traté vanamente de ayudarla. La tomé
por las muñecas para que no continuara en ese sádico barbarismo en
su contra, contra su propio cuerpo. Lástima que yo era, yo era nada
más que un fantasma disminuido, un inepto espectro. Sólo me quedó
en las manos la nerviosa y lisiada impotencia soterrándome vilmente
los inútiles intentos por detenerla, por ayudarla, por salvarla.
Continuaba – ella –
obstinada, mutilándose con un instinto caníbal, con una perversa
habilidad carroñera que sin compasión alguna, se arañaba
salvajemente el pecho y entre las heridas ensangrentadas, buscaba
arrancarse tal vez, no sólo las carnes, si no la conciencia
afligida, el espíritu angustiado, espíritu inmolado.
De igual forma se mordía los
labios; se los mordía cada vez, con más odio, con una furia
calculada, con avidez demoníaca, y, a pesar de todo este descarnado
arrebato, carecía de la expresión que el dolor pone en el rostro de
los humanos, ni siquiera sus ojos mostraban señal de sufrimiento
alguno, es más, me atrevo a decir que sentía una especie, de
satisfacción, de placer, de goce inhumano. Solamente los gritos de
auxilio develaban su vía crucis, su castigo, su inmolación, su
pena.
Me hastié de ver aquel rostro de
mártir, de virgen condenada, que por segundos deseaba desangrarse,
desmembrarse de un tirón el alma oculta en las fibras musculares, en
las células sanguíneas en las células medulares.
Este sueño lo tuve un par de
noches aisladas, algunas raras veces.
De haberle confesado a Freud,
esto. Su conclusión más probable hubiese sido, que yo era ella y lo
sanguinario representaba mi furia reprimida; mi temible ira pasiva y
sobre todo, ese terrible miedo a dejarla, a perderla, al abandono, y
que era más que obvio, que mi atormentado subconsciente se quería
liberar de los recuerdos, de mis recuerdos con ella, los cuales eran,
un evidente y mortífero tormento, dolorosos e inaguantables
estigmas a mi susceptible Yo, a mi enfermo yo emocional. Que los
gritos de auxilio eran producto de esa misma impotencia, de ese
apego, de ese tonto pánico, que seguramente sentía al dejarla ir,
al dejarla ser libre, al dejarme ser libre, el miedo a sacarla de mi
posesivo y dependiente corazón. Ciego creyente de que, sin ella era
nada; de que nada, era sin ella. Todo un psicoanálisis innecesario
para un problema menor, el cual se podía remediar con un poco de
frialdad, de mesura, de dignidad, con un poco de voluntad, de respeto
a mí mismo, y que sin duda, cualquiera podría aconsejarme, decirme
que la olvidara, que continuara con mi vida, que siguiera adelante,
que el tiempo apagaría todo ese fuego iracundo que calcinaba mis
huesos. Cualquiera podría resolverlo. Innegable, menos yo en ese
momento.
CONTINUARA
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