viernes, 1 de mayo de 2015

Elvin Mungia(Honduras)



Relato de la venganza exacta.
Capítulo I
El sueño recurrente
No se trata
de confundirte con el pasado
sino de reconocerte en el futuro
para no equivocarme.
Emín Rodríguez



Hacía mucho que no la veía. Mucho que no tenía ni la menor sospecha de dónde o con quién estaba y la verdad; la verdad muy poco me importaba. Afortunadamente para mí, eso, eso era cuestión del pasado y ya, ya no me quedaba ni el rastro de la obsesa curiosidad que por dos meses se ensañó en desvelarme. Ya no tenía ganas de saber sobre ella. Ni una mota de interés en su paradero, ni animadversión, ni desafecto, ni nada.
No le guardaba siquiera un gramo de rencor, ningún rencor ni siquiera una pizca de perjurio u hostilidad o mal en su contra.
Excepto, claro, por esas raras veces en que soñé con ella y en esos aberrados sueños que más bien parecía pesadilla. La observaba, mientras me fumaba un cigarrillo, desde un rincón, sin intención, sin malicia alguna, pero sí, con los ojos llenos de una cizañosa y morbosa desidia, con vil despiadez, con extrema displicencia, desmesurada apatía.
No obstante, era tan frágil mi despiadez, mi indolencia, mi frialdad, apatía; tanta que a momentos trataba de no ver aquellos abrumantes actos, aquellas cruentas escenas de mis absurdos y complejos sueños. Allí, en mis sueños, la veía roerse los labios, arrancarse las carnes con cierta brutalidad animal, con antropófaga necesidad, con bestial ansiedad depredadora y al mismo tiempo se desgarraba en desesperados, atormentadores y torturantes gritos.
¡sálvame, sálvame! ¡Ayúdame! ¡No me dejes! ¡No me abandones! ¡Sálvame! ―
Intentaba ignorar sus lamentos y su infernal sufrimiento. Pero yo; yo no, yo no era tan fuerte, no lo era.
No pude ser más indiferente, no, no tuve la capacidad para soportar sus llantos y ese agónico llamado de auxilio. Flaqueé, me conmocioné por un instante y ya no pude negarme, no pude resistirme. Traté vanamente de ayudarla. La tomé por las muñecas para que no continuara en ese sádico barbarismo en su contra, contra su propio cuerpo. Lástima que yo era, yo era nada más que un fantasma disminuido, un inepto espectro. Sólo me quedó en las manos la nerviosa y lisiada impotencia soterrándome vilmente los inútiles intentos por detenerla, por ayudarla, por salvarla.
Continuaba – ella – obstinada, mutilándose con un instinto caníbal, con una perversa habilidad carroñera que sin compasión alguna, se arañaba salvajemente el pecho y entre las heridas ensangrentadas, buscaba arrancarse tal vez, no sólo las carnes, si no la conciencia afligida, el espíritu angustiado, espíritu inmolado.
De igual forma se mordía los labios; se los mordía cada vez, con más odio, con una furia calculada, con avidez demoníaca, y, a pesar de todo este descarnado arrebato, carecía de la expresión que el dolor pone en el rostro de los humanos, ni siquiera sus ojos mostraban señal de sufrimiento alguno, es más, me atrevo a decir que sentía una especie, de satisfacción, de placer, de goce inhumano. Solamente los gritos de auxilio develaban su vía crucis, su castigo, su inmolación, su pena.
Me hastié de ver aquel rostro de mártir, de virgen condenada, que por segundos deseaba desangrarse, desmembrarse de un tirón el alma oculta en las fibras musculares, en las células sanguíneas en las células medulares.
Este sueño lo tuve un par de noches aisladas, algunas raras veces.
De haberle confesado a Freud, esto. Su conclusión más probable hubiese sido, que yo era ella y lo sanguinario representaba mi furia reprimida; mi temible ira pasiva y sobre todo, ese terrible miedo a dejarla, a perderla, al abandono, y que era más que obvio, que mi atormentado subconsciente se quería liberar de los recuerdos, de mis recuerdos con ella, los cuales eran, un evidente y mortífero tormento, dolorosos e inaguantables estigmas a mi susceptible Yo, a mi enfermo yo emocional. Que los gritos de auxilio eran producto de esa misma impotencia, de ese apego, de ese tonto pánico, que seguramente sentía al dejarla ir, al dejarla ser libre, al dejarme ser libre, el miedo a sacarla de mi posesivo y dependiente corazón. Ciego creyente de que, sin ella era nada; de que nada, era sin ella. Todo un psicoanálisis innecesario para un problema menor, el cual se podía remediar con un poco de frialdad, de mesura, de dignidad, con un poco de voluntad, de respeto a mí mismo, y que sin duda, cualquiera podría aconsejarme, decirme que la olvidara, que continuara con mi vida, que siguiera adelante, que el tiempo apagaría todo ese fuego iracundo que calcinaba mis huesos. Cualquiera podría resolverlo. Innegable, menos yo en ese momento.
CONTINUARA

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