A David Roas
crimen con vuelta
El arponero de la pata de palo consiguió, tras una tormentosa noche
en el mar, cazar a Moby Dick. Logró sacarle los ojos y llevarlos
como trofeo en su viaje de retorno. Pensó que su impresionante
hazaña no tendría un castigo merecido. Lo tuvo. Dos días después
de matar a su adversario su pierna buena fue atravesada por el pico
de un pez espada aficionado a Melville y a las novelas de aventuras.
hambre de mar
El arponero estaba muy triste, pasaba días enteros en el mar sin
poder cazar algo, ni una ballena iracunda, ni un calamar gigante, ni
una ciclópea y voraz serpiente, ni cualquier tipo de monstruo
oceánico. Caminaba preocupado de uno a otro extremo de su
embarcación y pateaba los objetos con su única pata de palo.
Hastiado, sintió ganas de tirarse desde la borda y, al intentarlo,
vio en el agua, a lo lejos, una sirena que se acercaba a su navío.
¡Al fin!, se dijo, y apuntó el arpón directo a la cabeza
del monstruo. Pero, es muy hermosa, dudó. Me da pena.
Decidió olvidar su sed de sangre y se lanzó al agua para hacer el
amor con la sirena. Ella lo abrazó y lo besó con ternura, después
le dijo al oído:
—Por fin, han pasado muchas lunas y no hallaba marineros grandes y
fuertes que pudieran darme una parte de ellos.
Esta última frase el arponero la entendió de una manera errónea,
ya que, horas más tarde, empezaba a colocarse (entre grandes
alaridos) su primer ojo de vidrio, su primer garfio y su segunda pata
de palo.
lucha residual
¡Maldita seas!, gritó el arponero y disparó una nueva lanza al
lomo de la bestia, pero esta, gigantesca y enardecida, no cejaba en
el propósito de hundir el navío de su contrincante. ¡Desgraciado
seas, monstruo, me las pagarás! La ballena hizo retumbar la
atmósfera con un sonido de fiera, impropio de los animales de su
especie que se comunicaban mediante vibraciones. Parecía rugir, su
alarido hizo retumbar el mundo entero. El arponero salió despedido
por una ola, se quebró un brazo y perdió en el mar su pata de
hierro forjado. De pronto, un fuerte remolino surgió, seguramente
provocado por algún ser superior (un dios
tal vez) que comenzó a chupar todo el agua
como una especie de hoyo al Infierno. La embarcación del marinero y
la ciclópea ballena estaban siendo absorbidas por las líneas
circulares de agua que devoraban todo a su paso. Sin embargo, ni esto
hacía que detuvieran su lucha. El cazador lanzó una nueva flecha,
esta vez al ojo del mamífero y aquel se retorció de dolor, pero no
moría, parecía poseído, lleno de una vitalidad infinita. Cuantas
más vueltas daban ambos, tantos más arpones lanzaba el hombre
contra la criatura, y cada vez más coletazos esta daba contra su
adversario, logrando así herirlo de muerte y destruyendo lo poco que
quedaba del navío. El arponero, recio, utilizando las últimas
fuerzas que le quedaban, continuó atacando al poderoso leviatán
hasta que ambos enemigos, finalmente, fueron tragados por el hueco
negro del remolino acuático.
Se oyó un fuerte ruido de agua perdiéndose en el vacío.
—¿Qué haces, hijito? —preguntó la
madre.
—Estoy jalando la palanca —dijo el
pequeño, observando con fijeza el fondo del inodoro.
Meditación del arponero
¡Qué agradable sería nadar junto a las ballenas! ¡Qué
emocionante resultaría recorrer el mar montado en estas, y salir
despedido por el chorro de agua que sueltan de su lomo! Me gustaría
ser una de ellas, convivir con estas, ser parte de aquellas
fascinantes criaturas, pero no puedo. Yo elegí mi profesión y debo
resignarme. La sentencia está dada. El planeta está lleno de
sujetos como yo, contratados por los gobiernos, quienes nos dedicamos
a está fría labor. Sin embargo, quisiera hacer algo por estos
magníficos animales. Solo han de quedar unos cuantos en el globo. He
encontrado al fin el lugar donde se esconden. Salen a la superficie,
creo que me reconocen. Me parece que mi presencia les atemoriza.
Sospecho que saben lo que el destino les tiene preparado. Pero son
tan bellas, tan magnánimas. Hice bien en grabarlas y tomarles
algunas fotos antes de empezar. Serán recuerdos bonitos, aunque a
nadie les importe, solo a mí. Ahora debo seguir con lo mío. Es un
acto obligatorio. Me pagan por brindar este espectáculo y el monto
es por hora.
Solo fueron unos pocos segundos los que utilizó el arponero para
expresar este monólogo. Siguió matando ballenas a la luz sangrienta
del atardecer, lo hizo hasta que una lágrima suya se mezcló con el
agua de mar, que parecía aterrado ante la cruenta revelación de que
no quedaba en el mundo una sola ballena más a la cual asesinar para
divertir a la audiencia del Canal Mundial de los Animales, la
televisora más vista en el año 2018
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