Butterfly Effect" de ZiiZii-RocK
ELLA: LA POBRE MUJER DEL NEGOCIO LJ EN LA 14 DE JULIO.
Si mis plegarias no fueran
A la Virgen sino a ti
Qué pensarías? Qué dirías?
Si de la noche soy un pedazo…
Quisiera ser alcohol
Para evaporarme en tu interior…
Caifanes
―Ella es sólo una pobre mujer limitada por todas las aristas de su aún más pobre vida― Le dices al hombre que se ha parado a contarte, o a preguntarte si te has encontrado, o si sabes algo sobre esa mujer, de la cual desde hace algunos meses no hablas.
Sin embargo, le respondes a tu amigo que tienes tantos días de saber, absolutamente nada sobre su paradero, pero tu amigo insiste, te cuenta alguna actividad nueva que realiza la mujer que según tú, le has olvidado hasta el nombre, y aunque lo recordases, no sabes nada de ella, incluso en un mohín, has hecho saber que no te importa, que no quieres, que te vale medio grano de mostaza esa mujer.
Pero desde que tomaste el primer escalón, hasta que bajaste el último de las gradas eléctricas en el centro comercial; escalones que con su pausa atorrante, te fueron llevando poco a poco y cada vez más lejos, o más cerca del pasado. La pobre mujer, se te venía reminiscente entre el aroma del café y el evento de hace un rato.
Tu amigo empezó a platicarte de esa mujer a la que tú llamabas pobre, lo cierto es que ella no era una pobre mujer, ni tampoco era una desvalida y menos era carecía de algo, ni siquiera le faltaba nada, es más, le sobraba hasta para darte lo que querías, que como en tu buena costumbre te escaseaba todo por esos días. Nunca le pediste, sólo aceptabas a regañadientes lo que ella con toda su divina bondad te ofrecía, y te rogaba que aceptaras este obsequio, aquel regalo, el pasaje, tal vez del taxi, el pasaje quizá del autobús, o el pago del hotel, acciones que jamás fueron motivos de orgullo y menos te fueron vergonzosas.
Te costó un mundo acostumbrarte a viajar esa distancia para verla o para acompañarla a algún, o cualquier lugar, te aburría, y te molestaba porque jamás habías viajado tan lejos para complacer amorosos caprichitos, porque jamás habías hecho complacencias tan absurdas.
Algunas veces dijiste con extrema soberbia ―Nunca voy a viajar a ver a esta mujer ni le voy a andar con tontas contemplaciones―. Pero debías hacerlo y eso te exacerbaba, gruñías como arrepentido, gruñías como león marchito, herido de cautiverio, y de nostalgia.
Te adentrabas en una infinita discusión, y tu pensamiento discrepaba con tu pensamiento, y ambos se vituperaban, se agredían y te decías: ―maldito yo y malditos buses, maldita esta decisión― Mientras la pobre mujer, la que tú llamabas pobre, hacía sonar tu teléfono y te preguntaba por dónde andabas, por donde venías. Tú, contestabas parco, vengo por aquí, estoy por acá.
Te disgustaba que se preocupara o que te preguntara sobre esto o sobre lo que estaba por llegar, por aquello que se iba, por la falta de uno o de dos pesos, o de la cena, o el almuerzo, la cerveza y el cigarro.
Ella era una buena mujer que te quería tanto, que no le importaba volverse tu mecenas, no le importaba que estuvieras atravesando esos momentos difíciles, esa depresión casi de muerte en tu economía.
Eso te molestaba, te molestaba tanto, que comenzabas a odiarte y en ese me odio a mí mismo, ya odiabas a todos, y la Pobre mujer, culpable de ninguna culpa, encabezaba la fila.
La noche era buena y buena era la intención de la Pobre mujer que en su sencillez, en su dulcísima dulzura y sin ninguna pretensión de ofenderte, te preguntaba, si hoy tuviste un buen día, si tu suerte había mejorado o si solamente las circunstancias continuaban jugando con tu poca ventura, con la suerte buena o mala que sólo te daba a probar un poco de la felicidad que la vida puede obsequiarle a los elegidos, a los que están destinados a ser parte de los abducidos, de los perdonados, de los absueltos, de los hijos verdaderos de un dios alejado de ti o tú alejado de él.
II
―Te gusta que te prepare omelettes― Te pregunta amorosa, y te da un beso en la mitad de los labios.
Tus gestos parecen atrapados, tus gestos parecen distraídos, sólo la seriedad te maquilla; ella no nota tu frialdad y te pregunta si tienes dinero para mañana y va a la cartera y saca una de sus tarjetas y te apunta: ―Puedes debitar de mi cuenta lo que necesites―, entretanto se acomoda en la almohada y te escribe en la agenda la contraseña, sugiriéndote que vayas al cajero que tenga enlace con MásterCard, porque ese es su banco y esa es su compañía y las ventajas en cuanto intereses, y tantas más supercherías. Tú la observas con una acérrima lástima, pero te guardas el ―Ingenua―, la discusión que generaría tu opinión acerca de las tarjetas y de los bancos, de los intereses y de las mentiras con las que la gente es sometida a creer que está ganando cuando en realidad, les estafan de forma obscena y sin descaro.
Continua pegada a tu costado pero tu reacción es neutra, y la almohada te comprende, y la almohada se siente tan ignorada, tan fría, tan delgada.
Gruñes otra vez, parece que has recibido el curso de: ¡Cómo disgustarse con facilidad! y recuerdas el paso número uno, un poco de frustración es importante para sentirse molesto sin saber por qué.
Ella te soba la espalda, se acerca a tu cuello, y comienza con un juego lento, con un juego que te lleva y que le lleva. La traes enfrente tuyo, ella se sienta en ti mientras ata con sus piernas tu cintura, no puedes evitar notar la blusa de botones que se abre lenta, y exhibe la perfección, la redondez, el tamaño y la textura de delicadas mamas que florecen con excedida ternura, que se descubren a tus ojos libidinosos y a la licenciosa agitación de tu boca.
La camisa es deleznable, no soporta la fuerza, el poder de los bien formados senos, sola se va desabotonando y un pezón se muestra tímido y sepia, le das un beso; el pezón es coqueto y te llama, y en tu boca renace el instinto y vuelve la infancia y tu necesidad de infante es la reacción normal que cualquiera espera.
Sólo que acá, sabes que es el mejor pezón de la vida, porque es un pezón lascivo, floreciente, placentero.
Ella, aún no quiere tus labios en ese pezón que se ha despojado de la inocencia de las cosas, y sus pulposos labios atrapan los tuyos, y es un beso que humedece esta parte de la boca y aquella que se oculta y se abre férvida.
Su palpitación es tu palpitación. Sus labios son algodones de azúcar deshaciéndose en un mordisco, disolviéndose en un sonido que despierta las fuerzas místicas de la vida, en la separación y la unión de las glándulas hinchadas y la piel férvida entre esto y lo otro. Simultaneo, a toda acción te va comentando que tus besos son deliciosos, que jamás ha sentido sensación tan grande o más plena que esta. Tú sabes que la pobre mujer está enamorada, está tan enamorada que no nota tu aburrimiento, el aburrimiento de dormir con ella mientras el otro sale de viaje, en sus viajes largos y que desde el día que le hiciste el amor a esa pobre mujer con el perverso deseo del amante furtivo, desde ese día, ella purga el único pecado que pudo cometer en su entera vida, el pecado de enamorarse de un forastero que además de huir de todo, huye de sí mismo.
Te besa y te dice que te ama más y más. Aún más cuando le besas de esa manera que ella no había conocido. Te repite que no puede dejar tus labios, si pudiera te mordería, te comería, te tragaría, te degustaría una y otra y otra, y otra y otras mil veces más, pero ya, ya a estas alturas sientes vergüenza, conoces al otro, pero el otro está lejos.
Ella mientras te besa, recuerda cuando te la encontraste recién conocidos y le dijiste que el vestido que traía puesto le quedaba más que perfecto, que dibujaba magistralmente la silueta de diva que posee, que no era más que una fotografía viviente y andante de la revista más glamorosa: Vogue, Elle, Marie Claire Victoria Secret, penhouse, play boy o lo que fuera.
III
La noche en que yaciste por primera vez con ella fue realmente diferente. Te pidió que le acompañaras a cerrar la tienda y le ayudaste, saldrían por la puerta trasera.
Después de bajar la cortina de hierro, tú le murmuraste algo, voy al baño, ella fue a mostrarte en donde estaba y entonces le besaste y le besaste y ella cerró los ojos y tú sentiste claro, el tic en la ingle y le quitaste la blusa de botones y viste el corpiño blanco que permitía que aquellos pechos perfectos se vieran más redondos con sus sepias pezones queriendo reventar el jersey del sostén y que entre su simetría exacta, color, peso, textura y tamaño un sendero te dijera: -recórreme- y lo recorrieras.
Ella te miró mientras se miraba sin blusa y sus labios de flan se manifestaron nuevamente y sentiste la pasión, su fuego; te sentaste en un banco y levantaste su falda sin plises que le daba por debajo de la rodilla.
A la altura del talle, tocaste su abdomen firme y pequeño mientras suave le subías la falda hasta dejar su lencería marrón descubierta y le besaste donde la humedad era mayor, y su pubis sintió tus labios y tus labios sintieron aún más la humedad de sus labios bajos y verticales, olorosos y gruesos. Después de eso te paraste y te pusiste detrás, a sus espaldas, le abrazaste por el cuello y la pegaste a la pared, ella se inclinó un poco, mientras una mano sostenía la suavidad de su pechos y la otra se colaba entre el ardoroso vientre y la empapada lencería; sus gemidos despertaban voluptuosos tus morbos y la excitación fue tanta que ella buscó desabrocharte la faja del pantalón pero jugaste con ella y no se lo permitiste, mientras daba una exhalación larga, profunda, exagerada y un quejido se le escapaba y otro y otro mientras sus firmes, pronunciados y tersos glúteos se pegaban más a la parte media de tu cuerpo.
Ella de frente a la pared y después de intentarlo por muchas veces te desabrochó la faja, luego obsesa siguió con el pantalón y te bajó la cremallera y te acarició sobre el bóxer negro que ese día usabas, y las caricias detonaron la adrenalina y tanta energía y tanto fervor y el olor de su cuerpo era a pasión, a seducción, a fuego y a vida.
Comenzó a decirte que era el momento que dejaras de hurgar con tus dedos en su rincón de placeres y que le dieras lo que nunca había descubierto, o que jamás le habían enseñado. Entonces sonreíste con una satisfacción demoníaca, nadie vio tu rostro en ese momento, ni ella, pero qué importaba, en ese instante tu sadismo, tu demoniaco sadismo y la disfrutaste tanto que sus gemidos te fueron estimulando, te fueron llevando al punto de explosionar en todo su cuerpo.
No obstante ella decía cosas, te decía el nombre y te repetía que era mejor de como se lo había imaginado, tú te sentiste muy bien, virilmente un supremo amante, un poderoso semental nacido para lo que sabía hacer y eso, eso era someter a una pobre mujer a la fogosidad, a la incandescencia corporal de su instinto básico, de su pecado capital, de su asmodeica lujuria.
Te gustó tanto escucharle decir que te había estado deseando desde a saber cuánto tiempo, y ahora estaba toda desnuda, toda perfecta, acostada en el piso de mosaicos, sin ropa ni lencería marrón alguna que le cubriera; estaba totalmente desnuda y diciéndote palabras ricas, deliciosas, afrodisíacas.
Fue un manjar tenerla así, toda expuesta, toda vulnerable en el piso, viéndote con la mirada desorbitada y la respiración ajustada e intensificada con cada gemido que le arrancabas cuando le besabas las piernas o salías de entre sus bien elaborados muslos salpicados de efluvios, de la concentración sanguínea en sus labios mayores y menores, de la erección proveniente del interior de su cuerpo, desde esa amalgama de órganos, lengua, sexos, dedos, fuerza y fruiciones.
Ni las rosas, ni el pan, ni el vino tienen olor tan exquisito y sabor más delicioso que su libídine, que la suavidad de sus glándulas, que sus paredes musculares y luego tu abusivo desenfreno. Luego la llamaste diosa, pero no te enamoraste, no te enamoraste, fue sólo la magia de su estímulo, la magia de sus carnosos labios y la desfachatez obscena del placer y del encuentro que furtivo y prohibido provocaba en ti, en ella, en los dos, clímax programados, detonación de sensaciones, tormentas cósmicas con la entrada y salida de los apéndices en las lubricadas cavidades de la extasiada pobre mujer, que laxa después de cada gemido, te repetía el nombre.
Ese día te arrancó estertores, no te opusiste ni te limitaste, y tu piel fue suya, y suya fue la espuma del mar, la espuma de su salvajismo, la energía de la espuma que le irrigaba con su fervor los rincones y la sinapsis y los ovarios y entonces te diste cuenta que vibró y te dijo que te amaba y descubriste la fuerza de sus dedos apretujándote la espalda y una macabra sonrisa de triunfo y gloria se apoderó de tu rostro.
Ella jadeaba, sudaba y sonreía mientras te abrazaba y te besaba y tú no te apartabas de entre sus piernas y su sexo palpitaba y ella te llamaba radiante, exhausta y temblerina.
Pero esa remembranza, era ya una buena historia para contar a los amigos, una interesante experiencia para compartir en el bar de la esquina, para narrarlo en la Oveja Negra y por qué no, para rememorar con algún desconocido, incluso utilizarla como arma en una lucha de masculinos egos, o cualquier cosa parecida a la retorcida ocurrencia de las circunstancias.
La vez que te hartaste de ser un mantenido, fue por eso de la neurosis y de la inconformidad e incluso de la lucha moral que estabas librando, no es que seas un hombre devoto o temeroso de las repercusiones, sino más bien un pobre individuo atormentado por los complejos, las mediocridades y ese fardel de actitudes esquizoides, que de alguna manera le sienta bien a tu personalidad de buen o mal intelectual, pero que al igual, te vuelve torpe y sobre todo inepto con las relaciones, te vuelve inepto para manejar el amor y el cariño que una o que cualquier mujer te dé.
Le dijiste esa noche que te ibas, que te ibas por allí, y ella te vio y empezó a verte tan pequeño, tan bucólico, tan estereotipado, tan inútil, pero no dijo nada y se sentó a esperarte, pero no regresaste y no te llamó, y entonces la pobre mujer supo que no volverías, se deprimió, pero oportuno el marido vendría al día siguiente, y sintió un poco de calma, una incómoda calma, pensó la pobre mujer que nada después de que tú te evaporaras como alcohol entre sus piernas, en su interior, podría hacerla descubrir semejantes y adictivas sensaciones, se quedó pausada viendo el cielo raso, se quedó respirando a medias y pensó en lo que haría mañana y lo tedioso que sería estar en el negocio, que de seguro sería un problema, un terrible problema estar allí, por eso de las reminiscencias, por eso de que la memoria es cruel y entonces le mostraría como una película antigua lo que había pasado la primera noche, en que su piel se carbonizó sobre tu piel, donde de tu piel se posara como pájaro suicida sobre su piel, de las rodillas desprotegidas sobre el mosaico y la dureza descarnándolas, pero eso era lo de menos comparado con la exquisita, lasciva y perfecta fusión de los cuerpos.
Ella pensó: ―mañana viene el gordo, mañana viene ― y durmió un poco ahora, un poco después.
Simultaneo a esto, tú deambulabas por el boulevard y no sabías qué hacer, porque nunca te has enfrentado a la vida real, porque la vida real es demasiado fantasiosa para tus intereses de joven ambicioso, de ambicioso duende, de hombre desastroso, de hombre universal.
Pensaste un poco en ella y seguiste hacia tu horizonte; por la mañana te despertaste temprano con un par de monedas en las bolsas y saliste para tropezarte con la suerte de una vieja conocida, que ahora dueña de una importante Empresa te propusiera trabajar con ella, porque si bien eras un inútil manejando relaciones amorosas, eras un señor creativo y un estratega medianamente aceptable en los negocios.
Tu suerte estaba mejor y ya después de mucho días te olvidaste de la pobre mujer, hasta que justamente hoy, antes de que te encontraras con tu amigo, la vieras pasar cerca de ti, mientras pidieras el capuchino de las nueve de la mañana en el quiosco de la segunda planta en el mall, y ella ni siquiera se inmutara al verte y en el peor de los defectos caminara adoptando una pose aristócrata, con la intención de mostrarte su enojo y su menos precio y se sentara con unos amigos mientras te miraba y les decía que eras de lo peor, que eras un pobre diablo, un aprovechado pobre diablo, un pobre diablo, un maldito cretino, nada más. Y sin ningún incomodo, tú te alejaras con tu capuchino y te encontraras con tu amigo en gradas eléctricas que te decía:
―Adivina con quién me encontré ―
*Del Libro “Cuentos Cotidianos” (2012-2014 Goblin Editores)
ELLA: LA POBRE MUJER DEL NEGOCIO LJ EN LA 14 DE JULIO.
Si mis plegarias no fueran
A la Virgen sino a ti
Qué pensarías? Qué dirías?
Si de la noche soy un pedazo…
Quisiera ser alcohol
Para evaporarme en tu interior…
Caifanes
―Ella es sólo una pobre mujer limitada por todas las aristas de su aún más pobre vida― Le dices al hombre que se ha parado a contarte, o a preguntarte si te has encontrado, o si sabes algo sobre esa mujer, de la cual desde hace algunos meses no hablas.
Sin embargo, le respondes a tu amigo que tienes tantos días de saber, absolutamente nada sobre su paradero, pero tu amigo insiste, te cuenta alguna actividad nueva que realiza la mujer que según tú, le has olvidado hasta el nombre, y aunque lo recordases, no sabes nada de ella, incluso en un mohín, has hecho saber que no te importa, que no quieres, que te vale medio grano de mostaza esa mujer.
Pero desde que tomaste el primer escalón, hasta que bajaste el último de las gradas eléctricas en el centro comercial; escalones que con su pausa atorrante, te fueron llevando poco a poco y cada vez más lejos, o más cerca del pasado. La pobre mujer, se te venía reminiscente entre el aroma del café y el evento de hace un rato.
Tu amigo empezó a platicarte de esa mujer a la que tú llamabas pobre, lo cierto es que ella no era una pobre mujer, ni tampoco era una desvalida y menos era carecía de algo, ni siquiera le faltaba nada, es más, le sobraba hasta para darte lo que querías, que como en tu buena costumbre te escaseaba todo por esos días. Nunca le pediste, sólo aceptabas a regañadientes lo que ella con toda su divina bondad te ofrecía, y te rogaba que aceptaras este obsequio, aquel regalo, el pasaje, tal vez del taxi, el pasaje quizá del autobús, o el pago del hotel, acciones que jamás fueron motivos de orgullo y menos te fueron vergonzosas.
Te costó un mundo acostumbrarte a viajar esa distancia para verla o para acompañarla a algún, o cualquier lugar, te aburría, y te molestaba porque jamás habías viajado tan lejos para complacer amorosos caprichitos, porque jamás habías hecho complacencias tan absurdas.
Algunas veces dijiste con extrema soberbia ―Nunca voy a viajar a ver a esta mujer ni le voy a andar con tontas contemplaciones―. Pero debías hacerlo y eso te exacerbaba, gruñías como arrepentido, gruñías como león marchito, herido de cautiverio, y de nostalgia.
Te adentrabas en una infinita discusión, y tu pensamiento discrepaba con tu pensamiento, y ambos se vituperaban, se agredían y te decías: ―maldito yo y malditos buses, maldita esta decisión― Mientras la pobre mujer, la que tú llamabas pobre, hacía sonar tu teléfono y te preguntaba por dónde andabas, por donde venías. Tú, contestabas parco, vengo por aquí, estoy por acá.
Te disgustaba que se preocupara o que te preguntara sobre esto o sobre lo que estaba por llegar, por aquello que se iba, por la falta de uno o de dos pesos, o de la cena, o el almuerzo, la cerveza y el cigarro.
Ella era una buena mujer que te quería tanto, que no le importaba volverse tu mecenas, no le importaba que estuvieras atravesando esos momentos difíciles, esa depresión casi de muerte en tu economía.
Eso te molestaba, te molestaba tanto, que comenzabas a odiarte y en ese me odio a mí mismo, ya odiabas a todos, y la Pobre mujer, culpable de ninguna culpa, encabezaba la fila.
La noche era buena y buena era la intención de la Pobre mujer que en su sencillez, en su dulcísima dulzura y sin ninguna pretensión de ofenderte, te preguntaba, si hoy tuviste un buen día, si tu suerte había mejorado o si solamente las circunstancias continuaban jugando con tu poca ventura, con la suerte buena o mala que sólo te daba a probar un poco de la felicidad que la vida puede obsequiarle a los elegidos, a los que están destinados a ser parte de los abducidos, de los perdonados, de los absueltos, de los hijos verdaderos de un dios alejado de ti o tú alejado de él.
II
―Te gusta que te prepare omelettes― Te pregunta amorosa, y te da un beso en la mitad de los labios.
Tus gestos parecen atrapados, tus gestos parecen distraídos, sólo la seriedad te maquilla; ella no nota tu frialdad y te pregunta si tienes dinero para mañana y va a la cartera y saca una de sus tarjetas y te apunta: ―Puedes debitar de mi cuenta lo que necesites―, entretanto se acomoda en la almohada y te escribe en la agenda la contraseña, sugiriéndote que vayas al cajero que tenga enlace con MásterCard, porque ese es su banco y esa es su compañía y las ventajas en cuanto intereses, y tantas más supercherías. Tú la observas con una acérrima lástima, pero te guardas el ―Ingenua―, la discusión que generaría tu opinión acerca de las tarjetas y de los bancos, de los intereses y de las mentiras con las que la gente es sometida a creer que está ganando cuando en realidad, les estafan de forma obscena y sin descaro.
Continua pegada a tu costado pero tu reacción es neutra, y la almohada te comprende, y la almohada se siente tan ignorada, tan fría, tan delgada.
Gruñes otra vez, parece que has recibido el curso de: ¡Cómo disgustarse con facilidad! y recuerdas el paso número uno, un poco de frustración es importante para sentirse molesto sin saber por qué.
Ella te soba la espalda, se acerca a tu cuello, y comienza con un juego lento, con un juego que te lleva y que le lleva. La traes enfrente tuyo, ella se sienta en ti mientras ata con sus piernas tu cintura, no puedes evitar notar la blusa de botones que se abre lenta, y exhibe la perfección, la redondez, el tamaño y la textura de delicadas mamas que florecen con excedida ternura, que se descubren a tus ojos libidinosos y a la licenciosa agitación de tu boca.
La camisa es deleznable, no soporta la fuerza, el poder de los bien formados senos, sola se va desabotonando y un pezón se muestra tímido y sepia, le das un beso; el pezón es coqueto y te llama, y en tu boca renace el instinto y vuelve la infancia y tu necesidad de infante es la reacción normal que cualquiera espera.
Sólo que acá, sabes que es el mejor pezón de la vida, porque es un pezón lascivo, floreciente, placentero.
Ella, aún no quiere tus labios en ese pezón que se ha despojado de la inocencia de las cosas, y sus pulposos labios atrapan los tuyos, y es un beso que humedece esta parte de la boca y aquella que se oculta y se abre férvida.
Su palpitación es tu palpitación. Sus labios son algodones de azúcar deshaciéndose en un mordisco, disolviéndose en un sonido que despierta las fuerzas místicas de la vida, en la separación y la unión de las glándulas hinchadas y la piel férvida entre esto y lo otro. Simultaneo, a toda acción te va comentando que tus besos son deliciosos, que jamás ha sentido sensación tan grande o más plena que esta. Tú sabes que la pobre mujer está enamorada, está tan enamorada que no nota tu aburrimiento, el aburrimiento de dormir con ella mientras el otro sale de viaje, en sus viajes largos y que desde el día que le hiciste el amor a esa pobre mujer con el perverso deseo del amante furtivo, desde ese día, ella purga el único pecado que pudo cometer en su entera vida, el pecado de enamorarse de un forastero que además de huir de todo, huye de sí mismo.
Te besa y te dice que te ama más y más. Aún más cuando le besas de esa manera que ella no había conocido. Te repite que no puede dejar tus labios, si pudiera te mordería, te comería, te tragaría, te degustaría una y otra y otra, y otra y otras mil veces más, pero ya, ya a estas alturas sientes vergüenza, conoces al otro, pero el otro está lejos.
Ella mientras te besa, recuerda cuando te la encontraste recién conocidos y le dijiste que el vestido que traía puesto le quedaba más que perfecto, que dibujaba magistralmente la silueta de diva que posee, que no era más que una fotografía viviente y andante de la revista más glamorosa: Vogue, Elle, Marie Claire Victoria Secret, penhouse, play boy o lo que fuera.
III
La noche en que yaciste por primera vez con ella fue realmente diferente. Te pidió que le acompañaras a cerrar la tienda y le ayudaste, saldrían por la puerta trasera.
Después de bajar la cortina de hierro, tú le murmuraste algo, voy al baño, ella fue a mostrarte en donde estaba y entonces le besaste y le besaste y ella cerró los ojos y tú sentiste claro, el tic en la ingle y le quitaste la blusa de botones y viste el corpiño blanco que permitía que aquellos pechos perfectos se vieran más redondos con sus sepias pezones queriendo reventar el jersey del sostén y que entre su simetría exacta, color, peso, textura y tamaño un sendero te dijera: -recórreme- y lo recorrieras.
Ella te miró mientras se miraba sin blusa y sus labios de flan se manifestaron nuevamente y sentiste la pasión, su fuego; te sentaste en un banco y levantaste su falda sin plises que le daba por debajo de la rodilla.
A la altura del talle, tocaste su abdomen firme y pequeño mientras suave le subías la falda hasta dejar su lencería marrón descubierta y le besaste donde la humedad era mayor, y su pubis sintió tus labios y tus labios sintieron aún más la humedad de sus labios bajos y verticales, olorosos y gruesos. Después de eso te paraste y te pusiste detrás, a sus espaldas, le abrazaste por el cuello y la pegaste a la pared, ella se inclinó un poco, mientras una mano sostenía la suavidad de su pechos y la otra se colaba entre el ardoroso vientre y la empapada lencería; sus gemidos despertaban voluptuosos tus morbos y la excitación fue tanta que ella buscó desabrocharte la faja del pantalón pero jugaste con ella y no se lo permitiste, mientras daba una exhalación larga, profunda, exagerada y un quejido se le escapaba y otro y otro mientras sus firmes, pronunciados y tersos glúteos se pegaban más a la parte media de tu cuerpo.
Ella de frente a la pared y después de intentarlo por muchas veces te desabrochó la faja, luego obsesa siguió con el pantalón y te bajó la cremallera y te acarició sobre el bóxer negro que ese día usabas, y las caricias detonaron la adrenalina y tanta energía y tanto fervor y el olor de su cuerpo era a pasión, a seducción, a fuego y a vida.
Comenzó a decirte que era el momento que dejaras de hurgar con tus dedos en su rincón de placeres y que le dieras lo que nunca había descubierto, o que jamás le habían enseñado. Entonces sonreíste con una satisfacción demoníaca, nadie vio tu rostro en ese momento, ni ella, pero qué importaba, en ese instante tu sadismo, tu demoniaco sadismo y la disfrutaste tanto que sus gemidos te fueron estimulando, te fueron llevando al punto de explosionar en todo su cuerpo.
No obstante ella decía cosas, te decía el nombre y te repetía que era mejor de como se lo había imaginado, tú te sentiste muy bien, virilmente un supremo amante, un poderoso semental nacido para lo que sabía hacer y eso, eso era someter a una pobre mujer a la fogosidad, a la incandescencia corporal de su instinto básico, de su pecado capital, de su asmodeica lujuria.
Te gustó tanto escucharle decir que te había estado deseando desde a saber cuánto tiempo, y ahora estaba toda desnuda, toda perfecta, acostada en el piso de mosaicos, sin ropa ni lencería marrón alguna que le cubriera; estaba totalmente desnuda y diciéndote palabras ricas, deliciosas, afrodisíacas.
Fue un manjar tenerla así, toda expuesta, toda vulnerable en el piso, viéndote con la mirada desorbitada y la respiración ajustada e intensificada con cada gemido que le arrancabas cuando le besabas las piernas o salías de entre sus bien elaborados muslos salpicados de efluvios, de la concentración sanguínea en sus labios mayores y menores, de la erección proveniente del interior de su cuerpo, desde esa amalgama de órganos, lengua, sexos, dedos, fuerza y fruiciones.
Ni las rosas, ni el pan, ni el vino tienen olor tan exquisito y sabor más delicioso que su libídine, que la suavidad de sus glándulas, que sus paredes musculares y luego tu abusivo desenfreno. Luego la llamaste diosa, pero no te enamoraste, no te enamoraste, fue sólo la magia de su estímulo, la magia de sus carnosos labios y la desfachatez obscena del placer y del encuentro que furtivo y prohibido provocaba en ti, en ella, en los dos, clímax programados, detonación de sensaciones, tormentas cósmicas con la entrada y salida de los apéndices en las lubricadas cavidades de la extasiada pobre mujer, que laxa después de cada gemido, te repetía el nombre.
Ese día te arrancó estertores, no te opusiste ni te limitaste, y tu piel fue suya, y suya fue la espuma del mar, la espuma de su salvajismo, la energía de la espuma que le irrigaba con su fervor los rincones y la sinapsis y los ovarios y entonces te diste cuenta que vibró y te dijo que te amaba y descubriste la fuerza de sus dedos apretujándote la espalda y una macabra sonrisa de triunfo y gloria se apoderó de tu rostro.
Ella jadeaba, sudaba y sonreía mientras te abrazaba y te besaba y tú no te apartabas de entre sus piernas y su sexo palpitaba y ella te llamaba radiante, exhausta y temblerina.
Pero esa remembranza, era ya una buena historia para contar a los amigos, una interesante experiencia para compartir en el bar de la esquina, para narrarlo en la Oveja Negra y por qué no, para rememorar con algún desconocido, incluso utilizarla como arma en una lucha de masculinos egos, o cualquier cosa parecida a la retorcida ocurrencia de las circunstancias.
La vez que te hartaste de ser un mantenido, fue por eso de la neurosis y de la inconformidad e incluso de la lucha moral que estabas librando, no es que seas un hombre devoto o temeroso de las repercusiones, sino más bien un pobre individuo atormentado por los complejos, las mediocridades y ese fardel de actitudes esquizoides, que de alguna manera le sienta bien a tu personalidad de buen o mal intelectual, pero que al igual, te vuelve torpe y sobre todo inepto con las relaciones, te vuelve inepto para manejar el amor y el cariño que una o que cualquier mujer te dé.
Le dijiste esa noche que te ibas, que te ibas por allí, y ella te vio y empezó a verte tan pequeño, tan bucólico, tan estereotipado, tan inútil, pero no dijo nada y se sentó a esperarte, pero no regresaste y no te llamó, y entonces la pobre mujer supo que no volverías, se deprimió, pero oportuno el marido vendría al día siguiente, y sintió un poco de calma, una incómoda calma, pensó la pobre mujer que nada después de que tú te evaporaras como alcohol entre sus piernas, en su interior, podría hacerla descubrir semejantes y adictivas sensaciones, se quedó pausada viendo el cielo raso, se quedó respirando a medias y pensó en lo que haría mañana y lo tedioso que sería estar en el negocio, que de seguro sería un problema, un terrible problema estar allí, por eso de las reminiscencias, por eso de que la memoria es cruel y entonces le mostraría como una película antigua lo que había pasado la primera noche, en que su piel se carbonizó sobre tu piel, donde de tu piel se posara como pájaro suicida sobre su piel, de las rodillas desprotegidas sobre el mosaico y la dureza descarnándolas, pero eso era lo de menos comparado con la exquisita, lasciva y perfecta fusión de los cuerpos.
Ella pensó: ―mañana viene el gordo, mañana viene ― y durmió un poco ahora, un poco después.
Simultaneo a esto, tú deambulabas por el boulevard y no sabías qué hacer, porque nunca te has enfrentado a la vida real, porque la vida real es demasiado fantasiosa para tus intereses de joven ambicioso, de ambicioso duende, de hombre desastroso, de hombre universal.
Pensaste un poco en ella y seguiste hacia tu horizonte; por la mañana te despertaste temprano con un par de monedas en las bolsas y saliste para tropezarte con la suerte de una vieja conocida, que ahora dueña de una importante Empresa te propusiera trabajar con ella, porque si bien eras un inútil manejando relaciones amorosas, eras un señor creativo y un estratega medianamente aceptable en los negocios.
Tu suerte estaba mejor y ya después de mucho días te olvidaste de la pobre mujer, hasta que justamente hoy, antes de que te encontraras con tu amigo, la vieras pasar cerca de ti, mientras pidieras el capuchino de las nueve de la mañana en el quiosco de la segunda planta en el mall, y ella ni siquiera se inmutara al verte y en el peor de los defectos caminara adoptando una pose aristócrata, con la intención de mostrarte su enojo y su menos precio y se sentara con unos amigos mientras te miraba y les decía que eras de lo peor, que eras un pobre diablo, un aprovechado pobre diablo, un pobre diablo, un maldito cretino, nada más. Y sin ningún incomodo, tú te alejaras con tu capuchino y te encontraras con tu amigo en gradas eléctricas que te decía:
―Adivina con quién me encontré ―
*Del Libro “Cuentos Cotidianos” (2012-2014 Goblin Editores)
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