EL SAPUKAY
a Francisco Madariaga
in memoriam
El mismo sol que en la orilla hizo brillar el hocico del toro y en
los esteros el rojo del pico de las garzas y las gotas demoradas del
rocío en las flores del irupé relampagueó en el filo del facón
del otro cuando desenvainó. Él vio ese refucilo y tuvo que tirar a
un lado la vaina de su arma con el tiempo justo para cuerpear y dar
el salto atrás cuando el otro de salida lo quiso madrugar. Por eso
le miró un reproche duro y sostenido que el otro aceptó porque bajó
los ojos reconociendo la falta y así fue que empezaron a entenderse.
Se saludaron, como en pésame, tocándose apenas el ala del sombrero,
sin odio y sin desprecio.
Habían llegado a caballo en la mañana, cada uno desde su rumbo, a
esa confluencia del destino, unidos por la fatalidad que los dos
asumieron con dolor, resignados a tener que pelear porque la perra
vida con sus mudanzas mandó que no había lugar para los dos en este
mundo. Así se dieron las cosas y había que apechugar. Bajo un cielo
sin nubes, uno de los dos tenía que morir en ese día.
Sin apuro, como para siempre, fueron envolviendo el poncho en la
zurda, se ajustaron las alpargatas, palmearon a sus ariscos para
aliviarlos de extrañeza, dejaron los sombreros en el mismo cardo, y
ya en posición hicieron que se tocaran las puntas de sus armas como
para bendecir, como para inaugurar la muerte. Retrocedieron dos pasos
y empezaron, el arma baja, visteando primero. Tiempo. Finta, empuje y
tiro, una y otra vez. Un puntazo que se esquiva, un amague que no
engaña, embestida y quite, retroceso, jadeo, ataque y retirada. Y
tiempo, más tiempo prestado por esa cruel jornada.
Hasta que llegó una estocada del otro que él pudo parar aunque le
dejó una huella, no muy ancha pero profunda, en el brazo de empuñar.
Fue la primera sangre, que empezó a gotear sobre la tierra, lista
siempre para recibir.
Un asalto y otro y otro, el brazo firme, el poncho en vuelo, la
mirada fija, resuelto el paso de avance o repliegue para sobrevivir.
A medida que maduraba la mañana la acción iba revelando las mañas
de uno y otro. En cada intento se adivinaban más, no se daban
ventaja y cada vez resultaba más difícil llegar hasta la vida de
enfrente. El cansancio ya asomaba por las gotas de sudor.
Él resbaló en un momento, apenas, casi nada, pero el otro vio el
resquicio y por ahí metió un golpe alto, veloz, astuto, como
definitivo. Él pudo evitar el degüello con agónico agache, pero le
quedó en la cara un recuerdo hondo de esa estocada y uno de los
labios partido en dos. Escupió el dolor y la sorpresa, y un hilo de
baba sanguinolenta quedó por un momento ligando su boca con los
yuyos.
Al otro también le llegó más tarde la hora de la sangre, porque
para una puñalada que se venía asesina no le alcanzó la fuerza del
ponchazo y sintió como un frío que se metía cerca del hombro hasta
el hueso.
Así siguieron, de ida y vuelta como habían empezado; heridas chicas
dibujaban un mapa de cuajarones en los ropajes.
Hasta que al fin con los ojos pidieron y se dieron resuello. Un
respeto casi religioso los iba dominando. Él se puso en cuclillas
sobre unos pastos secos y a corta distancia el otro se arrodilló
resoplando, los dos hermanados por la sangre que parecía no querer
dejar de abonar el estero.
Fue entonces, en el tiempo tenso de esa última tregua, de esa última
mirada, de esa última lágrima por los dos, cuando como venida de
magia, enorme, bellísima, despaciosa, indiferente, apareció la
mariposa. La atrajo la brillante mancha roja en los pastos, pero el
olor de ese coágulo la espantó, voló hacia arriba y siguió
bailando en el aire, bajó, dio un par de vueltas, tanteó desechando
enseguida unas manzanillas silvestres y siguió su zigzagueo hacia el
convite de las grandes flores que allá lejos flotaban en las aguas
quietas.
Ellos la siguieron en su vuelo y fue de esa manera que toparon la
mirada con el toro negro guampudo que escarbaba su celo solitario con
furia y desesperanza.
Los dos se miraron y se volvieron a entender.
—Tendrá que ser a lo toro.
—Tendrá.
Cuatro ojos turbios y una resolución. Dejaron los ponchos en el
suelo, limpiaron la sangre de los aceros, arrancaron pajas y cardos
como haciendo una cancha, lenta y concentradamente se hicieron la
señal de la cruz y corrieron uno hacia el otro, los párpados
entrecerrados y las armas firmes a media altura para la puñalada
inapelable y ciega, para la cornada final.
Él tuvo suerte. El acero que vino se enredó primero en los bordados
gruesos de la corralera y entró por el costado del costillar, de
manera que los huesos desviaron el arma, que siguió sin embargo
penetrando hasta quedar clavada y quieta asomando la punta bajo el
brazo cuando su dueño aflojó.
Al otro lo llevó la desgracia. La hoja se le hundió libre en partes
blandas y subió para alcanzarle la punta del corazón. Ya en el
suelo, la vida le alcanzó para encoger las piernas, que después se
fueron aflojando despacio, como buscándole paz. Estiró todavía dos
patadas cortas contra un cardo joven que así también terminó sus
días y se quedó del todo quieto.
Él también cayó, y mordió el pasto para ahogar el dolor. El
vahído, el resuello, el vómito, hasta que amainó todo y pudo
levantarse.
Alzó la vista al cielo, respiró hondo y miró a sus pies: el otro
ya había dejado de boquear en ese catre postrero de pasto que bien
hubiera podido ser el suyo, y una gota piadosa de sal corrió hacia
la herida de su labio haciéndole sentir que estaba vivo.
Agarró con las dos manos el cabo del facón del otro en un primer
intento para desclavarlo, pero el dolor lo acobardó. No podía con
el mareo, una y otra vez. Se hincó, apretó los dedos contra la
empuñadura, respiró hondo y puso todo lo que le quedaba en un
último envión.
Cuando volvió del desmayo el facón estaba entero en su mano y la
sangre bajo el brazo había dejado de manar.
Hincado escuchó: un réquiem de pájaros y bichos se levantaba desde
los lagunales.
Sobre manchas tibias todavía se santiguó una vez más antes de
levantarse.
Tenía claro que nada había sido mérito de su cuerpo arisco o del
legado peleador de sus ancestros, sabía que ni siquiera se había
hecho justicia en ese desenlace que lo único que estaba enseñando
era que al otro lo había señalado el dedo patrón de la presumida
suerte que a él mismo durante todos sus años lo había estado
esquivando y que ahora le alcanzaba la prebenda o el castigo de
seguir viviendo esta vida que tendría en adelante la marca de una
muerte, aparcera como la marca de su cara, como las que llevaba en el
lomo de los latigazos cuando gurí.
Se agachó como pudo a levantar la vaina que había quedado casi
escondida en el remolino de yuyos pisoteados. Guardó el arma en la
cintura.
El caballo del otro pastaba cerca. Se le arrimó con cuidado,
palmeándole primero el anca, le aflojó despacio la cincha y empujó
el recado, que cayó en un ojo de agua para quedarse; acariciándole
el cogote llegó hasta la orejera; manso el animal bajó la cabeza;
le quitó el freno de un envión y cuando el animal se daba vuelta le
pegó un riendazo en los cuartos.
—Andá libre y llevate su alma.
El caballo, como un viento, ganó el bañado, y el hombre, conmovido,
lo miraba chicotear en los charcos levantando miríadas de gotas que
se irisaban con el sol.
Supo que no podría montar, que tendría que llevar de tiro a su
ruano apurando para no llegar tarde al poblado para avisar. Agarró
las riendas, se apoyó en el animal.
Sus ojos tropezaron con el cadáver entre los matorrales, y así,
recostado contra su caballo, sintiendo latir la vida del animal,
empezó a tomar conciencia de que él también estaba vivo. Se sacó
ropa, se estudió los agujeros y sintió otra vez la certeza de que
estaba vivo, vivo con una vida que seguiría viviendo, y entonces
algo empezó a formarse y a madurar en sus entrañas, algo fuerte que
crecía y crecía, algo con todo lo que fue haciéndole la vida; algo
con los abuelos poncho colorado repechando creencias a chuza y
alarido; algo con la infancia dura en la estancia grande, poca
escuela y mucha lonja antes de escaparse mayorcito y solo y para
siempre peón; algo con el aliento de dos o tres consejos para seguir
viviendo; con las tristezas largas y los mezquinos contentos; con los
domingos de votaciones, reojo de caudillos y mano a la empuñadura;
con sus primaveras para la esperanza y sus otoños para no olvidar;
con los madrugones de caña y yerba y la escarcha aventando la
soledad bajo las botas; con el recuerdo luminoso del redomón azulejo
que sólo aquel maldito rayo pudo pialar; con el sombrero pajizo
compañero, tantas veces manoseado en las amansaderas del jornal; con
el amigo de los silencios compartidos, perdido para siempre en rodada
traicionera; con los velorios del pago, rezo, lágrima y guitarra;
con la querencia de las despedidas cortas y las ausencias largas; con
el abrazo del monte, cobijo y sustento; con los petates queridos,
cada uno un recuerdo; con aquella pollera floreada, delirio y
tormento; con el destino de ser hombre cosquilleándole en el corazón
tropero; con el cusco cimarrón amancebado camarada de tantas
cacerías y que al cabo tuvo que ayudar a morir en una noche de
pumas; con las promesas siempre cumplidas en la Itatí de los anhelos
flacos; con las noches de arreo, la garúa fría sobre el poncho
empapado y el ánima más cerca de las bestias que del patrón; con
la contagiosa impaciencia coscojera del pingo dominguero; con el vino
compinche, sueños y olvido; con el clavel ofrecido en dos trenzas
negras para poder vivir; con la sombra madre de los parrales para
aligerar dolores con acordeona y ginebra; con el amor a la
intemperie, bicherío y azahares; con el orgullo modesto de haber
sido siempre libre, peonando a saltos para no venderse; algo con todo
eso, con toda esa vida vivida que iba a seguir viva se fue formando
en sus entrañas, subió en catarata hasta la garganta y en grito
originario de sangre y de historia y de esperanza inmortal se levantó
hacia el cielo testigo resonando en los profundos esteros, y el toro
levantó la cabeza y las garzas volaron y se estremecieron las flores
del irupé.
Este
trabajo, “El Sapukay”, fue premiado en el “Concurso Nacional de
Cuentos 50º Aniversario Fondo Nacional de las Artes – año 2008”.
Jurado: Griselda Gambaro, Silvia Iparraguirre, Luis Gusman. Integró
la antología que editó el Fondo con los diez cuentos premiados.
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