Para
matrimonios hay de todos los gustos. Los abúlicos, los apasionados,
los sanguíneos, los inermes, los fogosos y los desapacibles. De
todos los gustos y colores pero no soy yo quien para catalogar la
unión de dos personas en estas o en miles de categorías más.
También
puedo argumentar si lo que escribo con mi pobre pluma (Borges dixit)
es autobiográfico, imaginario, real o surreal. Tampoco es mi
intención.
Puedo
escribir un cuento. No me dan las ganas. La verdad, hay veces que no
salen, hay veces que la hoja en blanco te grita que la dejes en paz,
hay momentos en que las musas pasan y uno está papando moscas.
No,
este relato, breve, conciso, espartano casi diríase, es el homenaje
a una mujer enorme. Que trasiega todos los días como
si fuera el primero. Que no está casada con un hombre que le da
todos los gustos ni mucho menos, y encima se da el tupe de perder
trabajos, ser inconstante, a veces perezoso, a veces tenaz, a veces
ilógico, a veces absurdo. Y ella sigue que va, con su pesada mochila
a cuestas, subiendo la loma, tomando todo lo que Dios le dio y más,
para que se ponga a una familia al hombro y ni chito. Si se queja al
otro día, igual. Comenzar una y otra vez.
En
los mejores momentos tal vez no percibe una caricia, un acto de amor,
una flor, un homenaje. Pero en los peores se enciende. Muestra sus
garras afiladas y defiende lo que quiere con pasión, con locura, con
desmesura. Y sigue confiando en su hombre, como si fuera el primer
día.
Alguna
vez conocí a una persona así. Hace mucho tiempo. Me la cruzo todos
los días y a veces siento que es un ser más cercano que cualquier
otro que imaginé. Hoy creo cumple años, no lo recuerdo bien. Pero
si sé que cada vez que me vio caído, desalentado, desarmado,
desangelado, se ocupó de lavar mis heridas, de sanar mis pies cual
Cristo femenino. Y a cada uno de sus hijos les inculca el valor del
amor, de la perseverancia, del ahínco, de la dulzura.
En
este día – vaya designios del destino – me acordé de la
película 300, que habla de esos espartanos estólidos, incólumes,
que enfrentaron a miles de persas en un pequeño estrecho. Fueron
destruidos. Las palabras finales del lugarteniente fueron: “Fue un
honor luchar a su lado mi general”, y el general le respondió:
“No, fue un honor para mí morir a tu lado”.
Y
hoy – tal vez en muchos años a esta parte – ese día es un poco
triste, un poco pálido, desvaído y ocre, le quiero decir a esa
mujer de bucles sol, que la siento a mis espaldas, luchando contra
miles. Que de sus 45 años ha pasado 21 entre cales y arenas. Su vida
no fue monotonía sino un permanente sobresalto. Y que sí, en estos
momentos – como siempre – la siento espalda con espalda. Que se
merece todo el oro del mundo, pero que paradójicamente en miles de
almas se ha ganado un bronce bien habido.
Y
decirle, con el cuerpo mancillado por las heridas, con lágrimas de
sangre y fuego: “Fue un honor morir a tu lado”. Te lo mereces.
Hoy 45. Sos uno de los 300.
No hay comentarios:
Publicar un comentario