Ese estante de la biblioteca no es un estante.
Es un nido de ideas y de gritos
que se disputan arcángeles y demonios.
No te fíes de los pozos de sombras de tu habitación cerrada.
Cuidado con las fotos de la infancia,
donde vos sos un extraño que te mira con vergüenza.
Y las manzanas…
ah, qué decir de las manzanas,
con su obsceno terciopelo rojizo desparramado en la fuente
como los pechos desnudos de una cortesana babilónica.
No creas en los objetos.
Jamás toques el diario sin saber el nombre verdadero de las cosas.
Verás noticias que gritan: “Vaticano”, que gritan: “Siria”,
que gritan: “Venezuela”.
Pero cuidate de los diarios
y sus dientes de perro
alzándose sobre el fondeadero sutil del alma de los inocentes.
No creas-nunca más-
en los objetos.
Ni en las llaves, que no abren puertas sino que abren abismos,
ni en el fetiche cristalino de las monedas, ni en el plástico de las tarjetas,
ni en el áspero desarreglo de los guardarropas.
Los objetos no están para servirte:
están para invadir tu soledad con su presencia multiforme.
O están-quizás- para quemarte la mente como flores de whisky.
Los objetos son la parte oculta de tus ojos.
El observante y su ventana abierta a la noche.
Entre él y su ventana, el abismo;
vale decir: la nada y el todo
pero-fundamentalmente-el miedo.
El observante y su ventana:
casi un ojo verde
de antigua nave cósmica,
la foto de un pez nadando en la penumbra.
Nadie puede saber qué hay entre el observante
y la noche.
Habría que recurrir al arte menor,
a las jaurías salvajes que rondan en los parques…
tendríamos que abrir el cerebro de la sonámbula
y extraer, con nuestras propias manos,
una semilla
incandescente y frágil.
Y eso no sirve.
Lo que está oculto
es otra cosa.
En el abismo está lo que no es:
la inversión de los polos,
la madre desnuda,
la higuera reseca,
la montaña de los gemidos.
El observante lo sabe.
Todo en él
es
como una luz en la garganta.
Y, quizás por eso,
su tristeza tiene el hondísimo misterio
de la especie.
Lo sabe.
Ventana abierta a lo irreal
como una construcción de sed sobre infinito.
donde vos sos un extraño que te mira con vergüenza.
Y las manzanas…
ah, qué decir de las manzanas,
con su obsceno terciopelo rojizo desparramado en la fuente
como los pechos desnudos de una cortesana babilónica.
No creas en los objetos.
Jamás toques el diario sin saber el nombre verdadero de las cosas.
Verás noticias que gritan: “Vaticano”, que gritan: “Siria”,
que gritan: “Venezuela”.
Pero cuidate de los diarios
y sus dientes de perro
alzándose sobre el fondeadero sutil del alma de los inocentes.
No creas-nunca más-
en los objetos.
Ni en las llaves, que no abren puertas sino que abren abismos,
ni en el fetiche cristalino de las monedas, ni en el plástico de las tarjetas,
ni en el áspero desarreglo de los guardarropas.
Los objetos no están para servirte:
están para invadir tu soledad con su presencia multiforme.
O están-quizás- para quemarte la mente como flores de whisky.
Los objetos son la parte oculta de tus ojos.
HIDDEN TRACK
El observante y su ventana abierta a la noche.
Entre él y su ventana, el abismo;
vale decir: la nada y el todo
pero-fundamentalmente-el miedo.
El observante y su ventana:
casi un ojo verde
de antigua nave cósmica,
la foto de un pez nadando en la penumbra.
Nadie puede saber qué hay entre el observante
y la noche.
Habría que recurrir al arte menor,
a las jaurías salvajes que rondan en los parques…
tendríamos que abrir el cerebro de la sonámbula
y extraer, con nuestras propias manos,
una semilla
incandescente y frágil.
Y eso no sirve.
Lo que está oculto
es otra cosa.
En el abismo está lo que no es:
la inversión de los polos,
la madre desnuda,
la higuera reseca,
la montaña de los gemidos.
El observante lo sabe.
Todo en él
es
como una luz en la garganta.
Y, quizás por eso,
su tristeza tiene el hondísimo misterio
de la especie.
Lo sabe.
Ventana abierta a lo irreal
como una construcción de sed sobre infinito.
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