Guardo
escondida una esperanza humilde
Alfredo
Lepera
Ahora,
en
el giro septuagésimo octavo de mi periplo terreno,
perdidas
ya por el camino las horas de la arrogancia y de los proyectos
infalibles,
cicatrizadas
las heridas de los errores y las indecisiones
y
domados los afanes insensatos de grandeza y fortuna,
ahora
que las viejas deudas han sido definitivamente saldadas u olvidadas
y
los ardores y las turbulencias han cedido el último tramo del viaje
a la templanza,
ahora,
me
inclino reverente ante el destino,
ante
su podio universal insobornable,
para
pedir seguir viviendo todavía un poco más.
Seguir
viviendo
aunque
tenga que cargar en las árganas del corazón tanta añoranza
por
lo que se llevaron la muerte, el tiempo, los malentendidos.
Seguir
viviendo
para
ver a las golondrinas llegar cada vez
trayéndome
sonidos de tierras que no conoceré;
para
ver el incendio de los pajonales del cielo
cuando
quiere amanecer;
para
sentir cómo escarba en la memoria
el
olor de la tierra cuando empieza a llover;
para
mirar desde el tren los sembradíos
que
me devuelven la infancia chacarera;
para
volver agradecido a los lugares donde fui dichoso.
Seguir
viviendo
para
poseer a la primavera y comulgar con el otoño
y
para ver cómo apura el invierno las exequias de la tarde:
lágrimas
que se enjugan en verano sabiendo que los pájaros cantan para mí.
Seguir
viviendo
para
ver otra vez el mar,
indomable
columpio de la eternidad;
para
mirar las nubes, que traen a veces lluvia
pero
siempre belleza;
para
que en las madrugadas del trabajo
pueda
otra vez asombrarme por la porfía del sol,
consolación
de los desposeídos,
y
para ver cómo estalla mi árbol azuzado por los fastos de
septiembre.
Seguir
viviendo
para
volver a consagrar una copa de vino
en
el ritual de la amistad,
y
asomarme de nuevo, en un libro querido, a la página aquella que me
hizo tan feliz.
Seguir
viviendo
para
poder sentarme a la cabecera de la mesa en la familia
y
mirar, entre risas y sabores,
esos
rostros amados que me llevaré algún día,
y
para ver cómo empuja mi tiempo en los ojos de los niños nuevos
o
sentir cómo toda mi historia se resume en el mirar de mi mujer.
Seguir
viviendo
para
cruzarme en la calle con un hombre
que
alza sobre los hombros a su pequeño niño
y
piensa que no hay nada más en este mundo;
para
ver cómo la brisa acaricia en los balcones las banderas
mientras
el pueblo pasa festejando, reclamando, recordando;
para
sentir cómo ahuyenta pesadumbres
la
llave de la puerta del hogar.
A
veces,
cuando
el viento surero acuna las altas copas
creo
entrever entre las hojas
ciertas
formas, siluetas, contornos:
son
los rostros sin olvido de mis amigos muertos,
mis
amigos maravillosos,
los
cazadores del relámpago,
los
que fueron amados por las palabras
que
ellos fecundaron para legarnos armonía y trascendencia,
los
que opusieron al gatillo un verso
y
combatieron contra el tiempo con la armadura del amor;
los
amigos que me esperan en la luz definitiva
para
seguir alimentando juntos
la
fragua de las sagradas utopías.
Pero
yo quisiera quedarme todavía en esta tierra amenazada,
lacerada,
humillada, postergada,
seguir
viviendo para ver antes de irme
aunque
sea un atisbo, una señal, como un vislumbre
de
que los hombres por fin se han dado cuenta.
Atardece;
los
fuegos del otoño doran los últimos follajes
y
resplandecen en la cabeza del hombre que está inclinado ante el
destino
pidiendo
humildemente seguir viviendo todavía un poco más,
un
poco más.
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