‘El
Corralillo’
(O como en algunos pueblos antes llamaban al cementerio civil)
¡Y
cómo han cambiado las cosas...! Ahora los días relucientes ya no
me gustan como antes, espero a las noches y se alumbra todo, entonces
puedo andar por donde quiera, con la libertad más absoluta, por todo
el pueblo y por los campos, aunque prefiero pasar las horas en el
cementerio hablando con Isabel… Parece que flote.
Un día vino mi hermana y
dejó su ramo de flores sobre mi pecho. Flores de olor tan suave que
solamente se pueden oler cuando para la brisa; diminutas —eran
violetas azules—, seguro que se las trajo mi padre de donde él y
yo sabemos que crecen... ¡Eran preciosas…! Las dejó ahí con sus
ojos que las regaban como la escarcha..., y ahí estuvieron hasta
quedar marchitas y secas como rastrojos. En fin... Ellos no saben
que estoy bien; que Isabel está aquí, a mi lado. Bueno, sí que lo
saben, porque casi cada día mi madre deposita alguna flor en su
lápida.
Cuando llega el buen tiempo
noto el aroma de sus rosas corretear por los pasillos. ¡Son
inconfundibles! Y al llegar la noche lo bañan todo con su olor... Y
también siento el chirriar de la pesada puerta cuando mi madre entra
aquí. Ella —mi madre—, llega y clava una cruz de madera en la
tierra sin nombre, pero parece que alguien se encarga de arrancarla y
arrinconarla cada vez en el muro…, y mi madre vuelve a clavarla
cada vez que me visita. Creo que la ve como una espina clavada a la
tierra o a su propio cuerpo, que cuando no está, cree no sentirla en
su alma... Después limpia de maleza y de hierbas la tierra y deja
las flores sobre el caballón que me cubre.
¡Siempre es igual...!
Con su cara triste; yo lo daría todo por verla alegre. A veces la
acompaña mi padre que está muy viejo y delgado. Con los ojos
hundidos en su rostro. Y la acompañan los gorriones que le dicen no
sé qué cosas, y se le acercan hasta casi comer en su mano; entonces
esparce un puñado de trigo y, cuando ella se va, hacen cosquillas a
la tierra... ¡Es que a mi madre también le gustan los gorriones!
Otro
día vino Marina con mi madre. Me alegré mucho al verla, ella es la
mejor de mis “amigos“. Le agradecí mucho su visita, que venía
de lejos; se lo dije, pero creo que no me oyó… Se quedó un buen
rato llorando después de dejar un ramo de flores raras y preciosas.
No dijo ni palabra. Tenía la mirada de una mujer enamorada; le
brillaban los ojos como dos luceros… Y pensé nuevamente en el
hombre que esté a su lado… ¡No sabe la suerte que tiene! Se fue
como había venido: llorando. ¡Qué bonita que es Marina…! ¡¿Y
mi madre…?! Mi madre tiene su cara igual a la de la madre de
Isabel: blanca y transparente.
¡Qué pena de mi madre…!
Sus días están enterrados en la misma tierra de mis noches.
Huelo
a frescor por las noches... El rocío hace semanas que no lo noto;
en cambio, sí que pasan ya los aromas de las flores y de la hierba
fresca que se paran a saludarnos y se clavan en los sentidos. Y al
olerlos la vida vuelve a todos nosotros como una parte más de esta
tierra.... Pasan flotando con la brisa olores lejanos. De tomillo,
romero, lavanda, retamas... Y también los cercanos de los jardines y
huertos: lilos, laurel, saúcos..., y las primeras rosas. Debe de
ser la primavera.
Hablando de flores... Lo
que son las cosas; todos vienen siempre con algunas flores en sus
manos; olorosas flores que pintan de aromas esta tierra que solamente
se riega cuando llegan las benditas lluvias. Y que cuando ellos se
van y llega la noche, su olor es penetrante como el del jazmín en la
oscuridad; entonces y sólo entonces, descubro algo que nunca antes
hubiera imaginado: el color de las flores en la oscuridad. Para
verlas mejor, he de esperar a la noche.
Los
momentos felices son como las plantas rendijeras, que sin saber cómo
se plantaron, sin preguntarnos cómo se enterró una semilla sin una
mano que la empuje bajo tierra, nacen en los sitios más
insospechados: en la tierra seca que sólo necesitó de unas gotas de
lluvia; entre las rendijas de unas piedras, colgadas de un
precipicio…, en las personas.
Una flor, a veces crece en
algún sitio en el que necesita de unas gotas de lluvia y un poco de
tierra. Y cuando florece, agradeciendo lo que le da la vida, nos
regala toda su belleza… Y si te paras y la miras de cerca, verás
que se agarra con sus raíces a donde puede: a la vida. Y así,
mientras florece, parece ser feliz. Así fue aquél tiempo… Allí
se tenía que haber parado el tiempo. Pero el tiempo no se paró. Ni
allí, ni en ningún sitio se para el tiempo. Siempre anda para
adelante, que para atrás solamente andan los cangrejos y los
recuerdos; y pasaba tan deprisa que los días se parecían a los
minutos. Los inviernos, las primaveras, los veranos, los otoños…,
empalmaban otra vez con los inviernos que llegaban puntuales como sus
escarchas. Y las primaveras con sus colores; los veranos con sus
calores, frutos y sabores… Y los otoños, que llegaban con sus
tardes color de cobre viejo… Como desde que se creó el mundo.
Y vuelta a empezar… Y
vuelve a mí un tiempo en que rozaba el cielo: cuando Isabel se
convertía en una diosa de la belleza.
Mi
vida está en mi memoria y al otro lado del cementerio... Al otro
lado del muro que me separa con una fila de altos cipreses... Ahora
estoy en el “Corralillo”, donde meten a los que dicen que nunca
subirán al cielo; como a la mujer de mi otro abuelo. También a los
que se suicidan…, que no nos dejan prestada ni tan siquiera un
trozo de tierra en el camposanto porque aseguran que no tenemos
esperanza alguna de resurrección.
¡Idiotas! Como si después
de la resurrección pudieran recuperar un solo palmo de esta
tierra... Pero la verdad es que me da igual; es más, lo prefiero
así. La tierra siempre es tierra y también es santa; es la madre
que nos pare y que nunca nos abandona. Yo paso mi eternidad fuera de
las paredes que delimitan esa tierra que llaman el camposanto; en un
trozo más pequeño que el de ellos, pero que no saben que también
es santo.
Aquí, bajo un caballón de
tierra que poco a poco va perdiendo su forma, tengo plantada mi alma
y viven todos mis recuerdos. La misma tierra de mis mayores; la misma
que nos vio nacer y también morir. Esperando alimentar otras vidas;
como las semillas.
Fuera están los otros
vecinos del pueblo. Ellos viven preocupados. Mirando cada día al
cielo y rezando a la Virgen para que les escuche en sus plegarias y
les envíe las lluvias... Amando unos e intentando olvidar otros,
pero siempre pensando en lo que les reportará el futuro; en cambio
nosotros descansamos tranquilos, solamente reviviendo el pasado. Aquí
yacen otras vidas de silencios que se oyen desde dentro; al otro lado
están las voces de las otras: las de los niños. Por eso, por ser
este un sitio de vidas pasadas y nuevas, de noches tranquilas y días
claros; solamente separados de los demás por un muro que deja ver el
cielo y escuchar voces conocidas con las algarabías y los gritos de
los niños jugando, cuando entraron el otro día aquellos niños, al
escucharlos con sus voces apagadas, me alegré... Me alegré mucho.
Si era verdad lo que
hablaban de mí, si era verdad lo del suicidado, también es verdad
que yo estaré por siempre aquí y, según me había dicho Isabel…,
ella también lo había hecho. Entonces explotó toda mi alegría.
Estaríamos siempre juntos. Los dos juntos y para siempre...
Separados por un muro de adobe que se cae al llegar la noche. ¡Poco
muro para nosotros!
Estaba loco de alegría.
Pensaba ir a decírselo en cuanto acabara el día; darle la noticia
al llegar la transparente y clara oscuridad de la noche, cuando
escuché el chasquido de un cepo…, y a un gorrión ahogando su
dolor.
Les llamé y les grité con
todas mi fuerzas para que lo soltaran del cepo; que lo dejaran libre,
que no mataran su libertad… Pero no había nadie que me escuchara.
Y entonces, con
desesperada impotencia, grité mil veces al silencio…
¡Por favor…! ¡No
matéis al gorrión!
De
la novela ‘No matéis al gorrion
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