Pintura de Jeff Christensen
Carta primera
Madre, aquí
estoy. Libre de sombras y también de luz. Parada como ciega en la
penumbra. Estatua de sal. Hoy recordé tu nombre mientras vigilaba
los brotes de las plantas, su terco verdor. Es otoño, madre, pero
las flores persisten y el color de la tarde es una sangre que cae.
Hay en torno un
silencio manso, las cosas se callan y por detrás de ese silencio la
misma niña con su llanto espera que amanezca. Sabe que toda noche
lleva el fin, en algún rincón del horizonte. El sueño es una manta
áspera llena de fotos y en un extremo tiene la mueca del olvido. Yo
acaricio el borde de la ausencia para darle calor.
Madre, así
parada puedo tocar la palma de dios y todavía ver en tus ojos el
extremo de la vida. Pero es otro este camino bajo mis pies y aún no
puedo descifrar sus coordenadas. Sos la sombra en el espejo y esta
geografía en mí que te repite como la palabra de un loco.
A veces, la
memoria me da tregua; espero entonces el llamado, tu voz tajeando la
distancia. ¿Por qué el tiempo es mudo, madre?
Corro hacia el
dintel de la lluvia. Un párpado de luz cierra las ventanas. Entonces
las horas semejan una larguísima espina que encuentra centro en el
corazón.
Esta es mi
palabra, madre, huérfana de tu nombre.
no se elige el poema
no
se eligen el estilete la daga la cruz
ni
la mordaza ni el cuero en el cuerpo ni cada palabra / no
no
se elige el poema
nadie
te corona con papeles rasgados ni te nombra emperador de la ausencia
no
se elige caminar entre sombras y nombrar sin eco
no
se eligen la piedra en las palmas o el sudor que carcome como un
ácido manso
nadie
puede escoger el viento o encogerse ante la palabra mar
ni
someterse a la quietud esquiva de la palabra vuelo
no
se puede desear la esclavitud del verbo la sustancia pura del
insomnio
la
oquedad sin fin de las gargantas / no
sería
como arriesgar el cuerpo a cada espejo o resignar la especie a la
hombría del sol
sería
como dejar que la lluvia cayera despiadada con sus miles de agujas
y
no guarecer los ojos
no
se elige el poema
es
el tigre agazapado tras todo aliento con la zarpa pronta
y
un único temblor en la boca
como
el inacabable parto de los pájaros
Mares
No
soy Odiseo. No regreso a Ítaca. Miro la espesura del mar sin
esperanzas, sin prisa. En la fábula que yo he creado, alguien me
espera en alguna orilla ciertamente lejana. Un fantasma de hielo y
ceniza que cambia a mi antojo.
Alrededor
de mí recogen sogas, esparcen sebo, cruje la madera. Pero sé que no
regreso a isla alguna, que carezco de patria. Que jamás partí de
ninguna costa y que nadie hablará de mis hazañas.
Me
inclina a veces la decisión del viento. Giro, varea mi vela, acuden
sirenas temblorosas sin canto. Conocer los viejos ensalmos es a veces
útil cuando arrecian de tal modo las olas.
No
soy Odiseo, mas he estado en el Hades y he regresado. Guardo de
recuerdo estas marcas de fuego que me acompañarán hasta que el
fuego también me devore. Y un sabor a azufre que nunca cede.
Hoy
la mirada se licua. Hoy me pesa no regresar ni tener dónde. Pero
cada ser lleva el destino escrito en esa implacable telaraña en la
palma de las manos. Entonces perfecciono este simulacro, ajusto la
túnica que me aplana los pechos y les grito a los marinos.
Hoy
la farsa debe ser casi perfecta. Se me juegan en ella todos los
naufragios y el azote sin piedad de Poseidón.
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