Frustración
Desde
chico Lucho había querido ser muchas cosas. Bombero y policía, como
todo pibe. Cajero de supermercados. Vendedor de burbujas en alguna
esquina de Buenos Aires. Pero pesó más la tradición familiar y a
los 18 nomás su papá le consiguió un puestito en la línea en la
que él trabajaba. Empezó en una oficina contando las monedas, pero
ni bien lo vieron bien despierto lo pusieron a manejar el interno 24.
Enseguida
se entusiasmó con aquel trabajo. Era de los que se arrimaba al
cordón para permitir que bajase una viejita, pedía un asiento
cuando subía una mamá con un bebé y saludaba con un “Buenos
días” a cada uno de los pasajeros. Hacía siempre el mismo
recorrido entre Wilde y Recoleta, y a fuerza de cortesía y buenas
maneras se había hecho su clientela.
Acostumbrados
a verlo llegar con su sonrisa indeleble, muchos pasajeros dejaban
pasar un colectivo para esperar que llegase el interno 24. Para todos
Lucho tenía una palabra amable, una anécdota divertida o una frase
de aliento. Y no eran pocos los que le respondían con la misma
moneda.
Hasta
que conoció a esa chica. Subía cerca de Constitución, unas 30
cuadras antes del final del recorrido que se hacían eternas porque
viajaba en horas pico. Era alta y delgada, con manos finas y cara de
muñeca. Lucho pensó que así se imaginaba las princesas cuando era
chico. Y trató de apabullarla con su simpatía.
Pero
ella se mostró inmune. No contestó el saludo y se escabulló hacia
el final del colectivo donde esquivó las miradas que él le
prodigaba de tanto en tanto. Antes de bajar por la puerta más
alejada del chofer apretó el timbre con insistencia y no respondió
a la despedida que Lucho le dedicaba a cada pasajero que bajaba.
Le
mostró idéntica indiferencia cada tarde al hacer el mismo
recorrido. Incluso el día de paro en el que sólo ellos dos iban en
el vehículo que recorrió raudamente la calle Piedras hasta que el
dejar atrás el Sur la convierte en Esmeralda. Ella esquivó los
saludos y los comentarios incidentales sobre la huelga y el tiempo.
Eligió el último asiento y se bajó intempestivamente con un
timbrazo violento.
Lucho
insistió con paciencia durante varios meses. No podía creer que
aquella princesa de sus sueños se resistiese a su simpatía. No
estaba acostumbrado a que su buen talante produjese rechazo. Y menos
aún a que le pusiesen distancia, como si fuese un simple
colectivero.
Un
día ella viajó con una amiga y de la charla que mantuvieron durante
buena parte del viaje él supo que se llamaba Dolores y le decían
Lola, y que trabajaba en el área de finanzas de un banco. Por las
noches estudiaba Economía en una universidad privada y había jugado
alguna vez al hockey en un club de Belgrano.
La
información le sirvió para buscarle conversación en los días
siguientes. En sus diálogos con los demás pasajeros habló de sus
ganas de estudiar Economía y de lo bien que su hermana menor jugaba
al hockey. Mentiras absolutas ya que para entrar a la universidad
tendría que haber dado alguna vez las dos materias que le quedaron
del secundario y Marielita en su vida había visto un palo curvo.
Pero ni así logró sacarle una palabra.
Un
día ella viajó cargada y al bajar se dejó una carpeta a un costado
de su asiento. En cualquier otra ocasión las tapas de cartón con su
contenido, precioso o no, hubiesen ido a parar a la oficina de
objetos perdidos de la línea. Pero no con Lucho y menos aún si la
propietaria era ella.
Al
día siguiente, ni bien subió al interno, él la llamó con una
sonrisa. Le preguntó si había perdido algo y ella aseguró que le
faltó una carpeta con información muy valiosa, que podría costarle
el puesto. El la sacó de su morral, colgado detrás del asiento y la
bella se apuró a hojearla para ver si no faltaba nada. “Me debés
un café. Creo que me lo merezco”, le pidió él con su tono más
zalamero. Lola lo miró incrédula y no se dignó a contestarle, pero
esta vez se acomodó en un asiento de dos en el que se había sentado
un joven bien trajeado. Ella miró hacia delante con intención y le
estampó un beso en la boca.
Aquel
viaje se le hizo interminable a Lucho. La princesa y el ejecutivo no
dejaron de prodigarse mimos. No era que le molestase que ella tuviese
novio, sino que sentía que disfrutaba de hacerlo sufrir y mostrarle
su desprecio.
Volvió
a verla pasados algunos días en una tarde gris. Estaba más linda
que nunca pero él ya era inmune a sus encantos. La vio subir
altanera y acomodarse siempre en los asientos del fondo. La escuchó
hablar por el celular y criticar con su interlocutor el tránsito y
la lentitud con la que marchaba el colectivo. Poco después su voz
quedó apagada por el fragor de los primeros truenos y él tuvo que
prender las luces del coche ya que el cielo se había puesto negro al
caer las primeras gotas. A la altura de Avenida Santa Fe avanzaba en
medio de una lluvia torrencial.
Ella
llegó a su parada y se acercó a la puerta de adelante. “¿Podés
dejarme en la esquina? ¡Llueve mucho!”, preguntó. El prefirió no
mirarla. “Paro en la próxima”, le dijo. No se preocupó por
arrimarse al cordón. Le abrió la puerta en mitad de la calle y la
vio bajarse y chapotear hasta llegar a la vereda. Por el espejo
retrovisor notó que se caía y que al levantarse su linda ropa
estaba manchada de barro. Lo saboreó con secreta felicidad. Y la
tarde gris se iluminó con la luz de la venganza.
Muy bello lo visto y leído, felicitaciones Gladys.
ResponderEliminarUn gusto haberla encontrado.
Se puede colaborar? Cómo?
Un abrazo sincero. Victoria Asís. (Argentina)
Hola que tal gracias estimada Victoria por tus palabras
Eliminarque bueo que la hayas visitado si claro podes participar
enviame textos a mi email gladysargcepeda@gmail.com todos los que desees y no importa la extension
te mando un saludo afectuoso