miércoles, 4 de febrero de 2015

Eva Marabotto (Argentina)

Frustración
 

Desde chico Lucho había querido ser muchas cosas. Bombero y policía, como todo pibe. Cajero de supermercados. Vendedor de burbujas en alguna esquina de Buenos Aires. Pero pesó más la tradición familiar y a los 18 nomás su papá le consiguió un puestito en la línea en la que él trabajaba. Empezó en una oficina contando las monedas, pero ni bien lo vieron bien despierto lo pusieron a manejar el interno 24.

            Enseguida se entusiasmó con aquel trabajo. Era de los que se arrimaba al cordón para permitir que bajase una viejita, pedía un asiento cuando subía una mamá con un bebé y saludaba con un “Buenos días” a cada uno de los pasajeros. Hacía siempre el mismo recorrido entre Wilde y Recoleta, y a fuerza de cortesía y buenas maneras se había hecho su clientela.

            Acostumbrados a verlo llegar con su sonrisa indeleble, muchos pasajeros dejaban pasar un colectivo para esperar que llegase el interno 24. Para todos Lucho tenía una palabra amable, una anécdota divertida o una frase de aliento. Y no eran pocos los que le respondían con la misma moneda.

            Hasta que conoció a esa chica. Subía cerca de Constitución, unas 30 cuadras antes del final del recorrido que se hacían eternas porque viajaba en horas pico. Era alta y delgada, con manos finas y cara de muñeca. Lucho pensó que así se imaginaba las princesas cuando era chico. Y trató de apabullarla con su simpatía.  

            Pero ella se mostró inmune. No contestó el saludo y se escabulló hacia el final del colectivo donde esquivó las miradas que él le prodigaba de tanto en tanto. Antes de bajar por la puerta más alejada del chofer apretó el timbre con insistencia y no respondió a la despedida que Lucho le dedicaba a cada pasajero que bajaba.

            Le mostró idéntica indiferencia cada tarde al hacer el mismo recorrido. Incluso el día de paro en el que sólo ellos dos iban en el vehículo que recorrió raudamente la calle Piedras hasta que el dejar atrás el Sur la convierte en Esmeralda. Ella esquivó los saludos y los comentarios incidentales sobre la huelga y el tiempo. Eligió el último asiento y se bajó intempestivamente con un timbrazo violento.

            Lucho insistió con paciencia durante varios meses. No podía creer que aquella princesa de sus sueños se resistiese a su simpatía. No estaba acostumbrado a que su buen talante produjese rechazo. Y menos aún a que le pusiesen distancia, como si fuese un simple colectivero.

            Un día ella viajó con una amiga y de la charla que mantuvieron durante buena parte del viaje él supo que se llamaba Dolores y le decían Lola, y que trabajaba en el área de finanzas de un banco. Por las noches estudiaba Economía en una universidad privada y había jugado alguna vez al hockey en un club de Belgrano.

            La información le sirvió para buscarle conversación en los días siguientes. En sus diálogos con los demás pasajeros habló de sus ganas de estudiar Economía y de lo bien que su hermana menor jugaba al hockey. Mentiras absolutas ya que para entrar a la universidad tendría que haber dado alguna vez las dos materias que le quedaron del secundario y Marielita en su vida había visto un palo curvo. Pero ni así logró sacarle una palabra.

            Un día ella viajó cargada y al bajar se dejó una carpeta a un costado de su asiento. En cualquier otra ocasión las tapas de cartón con su contenido, precioso o no, hubiesen ido a parar a la oficina de objetos perdidos de la línea. Pero no con Lucho y menos aún si la propietaria era ella.

            Al día siguiente, ni bien subió al interno, él la llamó con una sonrisa. Le preguntó si había perdido algo y ella aseguró que le faltó una carpeta con información muy valiosa, que podría costarle el puesto. El la sacó de su morral, colgado detrás del asiento y la bella se apuró a hojearla para ver si no faltaba nada. “Me debés un café. Creo que me lo merezco”, le pidió él con su tono más zalamero. Lola lo miró incrédula y no se dignó a contestarle, pero esta vez se acomodó en un asiento de dos en el que se había sentado un joven bien trajeado. Ella miró hacia delante con intención y le estampó un beso en la boca. 

            Aquel viaje se le hizo interminable a Lucho. La princesa y el ejecutivo no dejaron de prodigarse mimos. No era que le molestase que ella tuviese novio, sino que sentía que disfrutaba de hacerlo sufrir y mostrarle su desprecio.

            Volvió a verla pasados algunos días en una tarde gris. Estaba más linda que nunca pero él ya era inmune a sus encantos. La vio subir altanera y acomodarse siempre en los asientos del fondo. La escuchó hablar por el celular y criticar con su interlocutor el tránsito y la lentitud con la que marchaba el colectivo. Poco después su voz quedó apagada por el fragor de los primeros truenos y él tuvo que prender las luces del coche ya que el cielo se había puesto negro al caer las primeras gotas. A la altura de Avenida Santa Fe avanzaba en medio de una lluvia torrencial.   

            Ella llegó a su parada y se acercó a la puerta de adelante. “¿Podés dejarme en la esquina? ¡Llueve mucho!”, preguntó. El prefirió no mirarla. “Paro en la próxima”, le dijo. No se preocupó por arrimarse al cordón. Le abrió la puerta en mitad de la calle y la vio bajarse y chapotear hasta llegar a la vereda. Por el espejo retrovisor notó que se caía y que al levantarse su linda ropa estaba manchada de barro. Lo saboreó con secreta felicidad. Y la tarde gris se iluminó con la luz de la venganza. 

Pintura ext  www.lulamari.com.ar
 

2 comentarios:

  1. Muy bello lo visto y leído, felicitaciones Gladys.
    Un gusto haberla encontrado.

    Se puede colaborar? Cómo?

    Un abrazo sincero. Victoria Asís. (Argentina)

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Hola que tal gracias estimada Victoria por tus palabras
      que bueo que la hayas visitado si claro podes participar
      enviame textos a mi email gladysargcepeda@gmail.com todos los que desees y no importa la extension
      te mando un saludo afectuoso

      Eliminar