Cartas que nunca escribí.
(En esta carta no incluyo foto
alguna, que tú, siempre estas retratado en mi memoria)
( De lo que me quedó pendiente
decirte hace ya tantos años … )
Te
escribo esta carta que supongo tendría que ser la primera que debí
de escribir, pero es que, al pensar en ti, todas las palabras se me
ahogaban en el pecho y pensaba que sólo quedarían borrones sobre el
papel. Por eso he tardado tanto tiempo en enviarte estas letras,
porque han tenido que pasar muchos años para que se diluyera un poco
mi emoción.
Aquel día vi la muerte.
Nos habíamos olvidado de que
siempre está por ahí, merodeando por nuestras vidas,
constantemente. Igual que un grajo vuela en círculo sobre un animal
herido esperando a que todo acabe para bajar a tierra y quedarse con
su presa.
Como una carroñera...
Cuando nos dieron la noticia el
mundo se puso boca abajo… Al principio no quise asumirlo, tú eras
joven y fuerte, tu cuerpo no sabía lo que era la grasa, pero al
final tuvimos que rendirnos a la evidencia… La incertidumbre es
peor a veces que la propia enfermedad.
A los pocos días estábamos todos
a las puertas de un quirófano, rezando cada uno a su manera. Ante
una catedral con las puertas cerradas y asépticas, para que las
manos milagrosas del anónimo doctor hicieran bien su trabajo.
Hablando entre nosotros de que los tiempos habían cambiado; que ya
se curaban algunos canceres, que eras joven y nunca tuviste
enfermedad alguna y menos, grave… Agarrándonos al cielo que estaba
como un hierro al rojo.
Pasadas más de tres horas,
eternas, se abrió al fin la puerta y apareciste como un milagro…
Los tubos y los sueros nos
saludaron con macabra sonrisa. Seguimos todos a la camilla igual que
lazarillos en procesión hasta tu habitación. Entró un rato mi
madre y salió al poco; cuando la obligaron a salir.
—Está bien. Dicen que todo
salió bien.
Le dimos todos las gracias al
cielo y a aquellas manos que habían removido tus entrañas, igual
que se le deben dar al tiempo al salir a la calle en un día claro y
transparente de primavera… Sin saber que poco después, los
nubarrones lo volverán todo negro.
A las pocas horas ya estabas
hablando con todos nosotros como si tu viaje hubiese sido una
excursión hasta el quirófano, explicándonos todo lo visto, sentido
e imaginado.
Todo se transformó en alegría a
tu lado.
—¿Cómo estáis…? —fueron
tus primeras palabras, como si tu paso por el otro lado de la vida no
hubiese sido más que un viaje al otro lado de la calle.
—¿Y tú…? —respondió
preguntando alguien.
—¡Ni me he enterado…!
—decías, o más bien balbuceabas. Tus labios estaban aún resecos
y no podían expresar bien tus esperanzas.
—¡Todo ha ido bien…!. ¡Todo
ha ido bien! —Repetía y repetía mi madre, como intentando
convencernos a todos y a la vez convencerse ella misma, de que todo
lo malo había pasado.
A los pocos días ya correteabas
por los pasillos del hospital con color de salud en tus mejillas y
buen humor, saludando a todas las enfermeras como si las conocieras
desde siempre.
Al poco todo cambió...
Tu boca dejó de ser fuente y se
convirtió en pozo; nunca te habíamos visto comer tanto. La alegría
y la esperanza andaban de nuevo a tu lado, empujando tus pasos a la
vez que tú empujabas los nuestros… Después supimos, que al igual
que nosotros, tampoco querías rendirte a la evidencia. Las
enfermeras te trataban con tanto mimo como si fueras de su propia
familia. Eras el enfermo perfecto, el que no quisiera nadie que se
dedique a sanar a otros, que sufriera enfermedad alguna.
Pero el tiempo no paraba. Siempre
avanza aunque queramos retenerlo... Pasaban los días y aquello se
eternizaba.
Los partes médicos pasaban de
ilusionar a desilusionar. Los datos eran contradictorios: del “todo
va bien”, al “ya veremos como irá”, aunque como es natural
sólo queríamos escuchar lo primero. Al cabo de las semanas las
promesas se acumularon tanto y de todos, que necesitaríamos varias
vidas para poder cumplirlas… ¡Pero es que todas eran pocas por tu
salud!
—Dice el doctor que todo va
bien, que hay que tener paciencia, pero yo creía que a estas alturas
ya estaría en casa. —nos dijiste una tarde en que tu rostro ya
expresaba cansancio y apatía.
—Bueno. No tienes prisa… —te
contesté.
—No. Pero empiezo a estar
cansado…
Los días pasaban y
llegaban las noches.
Largas…
Con todo lo malo que son las
noches largas de un hospital. Eternas. Y menos mal que tu ánimo no
decaía, que tú animabas a todo y a todos, porque si no, hubieran
sido interminables. Mi madre pasó a ser un huésped eterno de aquél
hospital que daba al mar, mientras que tu cara se curtió con el
salitre y el sol como la de un marinero. Tus manos, ásperas de
obrero, acabaron pareciéndose a las de un pianista.
Tu aspecto era inmejorable… Pero
tu enfermedad trabajaba a escondidas, de manera traicionera. Sin
descanso. Sabiendo que tenía ganada la partida.
Aquello se convirtió en cuartel
general de toda la familia y también de tus amigos.
Volviste a representar mejoría.
Hasta llegó un momento en que
pensábamos que habíamos ganado la batalla a tu enfermedad; que la
habíamos vencido… Pero todo era un espejismo... No sólo no la
habíamos vencido, sino que se había retirado como se retira una
tropa para recuperar el aliento… Y volvió a la batalla otra vez
con todas sus armas: calenturienta y maliciosa como una pesadilla…
Era ya verano.
Franco se había ido de viaje a su
nueva casa: al infierno, y se respiraba una libertad futura. Las
primeras elecciones de la democracia estaban a la vuelta de la
esquina.
—¡Por fin acabó ese cabrón…!
—te dijo un vecino de cama que parecía no llevarse muy bien con el
dictador.
Tú encogiste tus hombros.
Hablaban de aquél que te había amargado siete años de tu vida, y
no sentías por él odio alguno.
¡Tu vida era mucho más
importante…! En aquél momento parecía que llegaban buenos
tiempos.
—Cuando todo esto acabe iremos a
pasar unos días al pueblo. —te comentó mi madre.
Al escucharla, alegraste tu cara y
nosotros también alegramos la nuestra.
—El mes que viene, en agosto.
—siguió mi madre.
—Pues nos iremos en agosto de
vacaciones… Después de tantos días de vacaciones obligadas, es
bueno poder hacerlas de voluntad propia… —afirmaste convencido.
Esas fueron las últimas palabras
que oí de tus labios.
Aquella noche te dormiste con
sueños viajaros... Con sueños imposibles.
Nos llamaron del hospital y
acudimos todos de inmediato, menos mi madre, que hacía guardia día
y noche. Llegamos enseguida. Nos dijeron que todo se había
complicado, que habían hecho todo lo posible… Pero que aquello se
acababa.
Se desplomaron los techos blancos
de aquel edificio. Cayeron como nubarrones negros sobre nuestras
maltrechas esperanzas.
Allí estabas tú… Tendido sobre
la blanca cama y acompañado de tubos y líquidos que ensuciaban tus
venas; al verte, quedamos todos esperando que abrieras de nuevo tus
ojos, pero casi no volviste abrirlos.
¡Quedarían cerrados para
siempre!
Aquél mismo día, me habías
ordenado que fuera al médico, decías que me veías más delgado de
lo normal. Tú, que estabas perdiendo por momentos el pulso a la
vida…, y te preocupabas por nosotros.
A los tres días tu cuerpo apenas
se movía.
Los latidos se escapaban de tu
pulso derrotados, tu aliento era un gemido lento y pausado… Lo
mismo que tus labios, que se secaron y se cuartearon como la tierra
en sequía y que sólo una gasa húmeda besaba de vez en cuando tu
boca que necesitaba de un río.
Pasaron unos largos días y unas
eternas noches…
Por el gran ventanal que daba al
mar, vimos deslizarse la noche mientras el sol seguía en su
interminable viaje hacia el oeste. El agua se tornó de color hierro
oscuro, a la vez que no se resignaba a dejar de brillar. Todos los
presentes quedamos con nuestros estómagos vacíos y el pecho aún
lleno de alguna esperanza.
¡Qué ilusos…!
En un momento, pareciste abrir tus
pequeños ojos claros que recordaban al azul del cielo que ya se
había ido. Nos miraste sin fijar la mirada, como buscando algo que
allí no estaba, se desprendió de tu lagrimal una gota que
pensábamos era de llegada, pero que luego supe, que tal vez solo era
de despedida…
Cerraste de nuevo tus ojos
cansados, mientras hacíamos que tus labios sintieran el frescor de
la gasa mojada y fresca…, y encajaron una sonrisa imaginaria que
llenó toda la habitación.
Pasó muy lentamente la noche que
ya era ya la tercera de tu agonía. El ventanal volvió a trasmitir
todo el azul del cielo y del agua… Cuando el horizonte del mar
empezó a emitir sus primeros y transparentes rayos de día de
verano, tú cogiste la maleta de tu vida, ligera de todo, como había
sido siempre… Y emprendiste tu último viaje.
Los murmullos se habían
convertido en esperanzas casi muertas. La desesperanza y la muerte
pienso que te agarraron cada una de una mano. Seguro que serían como
dos macabras y bellas mujeres que iban tirando de tu cuerpo.
Tú no querías ir, pero ellas
eran fuertes y al final cediste… Todos nosotros nos agarramos a tus
manos, intentando retenerte, como si la vida se pudiera agarrar de
una mano… Con esa estúpida mentalidad que tenemos cuando estamos
desesperados.
Tus ojos ya no se abrían.
Tu muñeca aún trasmitía un hilo
de vida. Era suave y cálida como el suspiro de un niño. Noté como
tu pulso se transmitió al mío… ¡Cómo te alejabas lentamente...!
Entonces noté como tu energía pasó a mi cuerpo traspasando toda tu
vida a la mía…, y noté como te fuiste despacio…
Pienso ahora, que si hay
algún Dios, estaría allí, sobre aquellas sabanas arrugadas que
olían a una mezcla de oxígeno de vida y a calor de pensamientos.
Tu corazón dejó de latir…, y
en tus venas se paró el fluido de tu sangre… Y de la nuestra.
¡Te habías ido…!
La desesperación de todos se
cruzó con el regocijo de la muerte al llevarte. Como una piña,
nuestro aliento ya no servía para calentar tu cuerpo que se enfriaba
al mismo tiempo. Te quitaron los tubos que ensuciaban tus venas y una
sábana blanca tapó tu rostro.
Una mano, fría como el granizo,
nos indicó muy educadamente que teníamos que salir de allí. Nos
pidió por favor que contuviéramos nuestras emociones; nos dijo que
allí había otros enfermos y no querían asustarlos... Con gemidos
apenas contenidos, salimos al pasillo y vimos cuando te llevaron…
De inmediato limpiaron el aposento y lo dejaron listo para esperar a
otro que, tal vez, éste, si tuviera cura. Otra mano, ésta tierna,
dulce y divina, se apoyó en nuestros hombros y nos dijo que lo
sentía. Le agradecimos a aquella voz que no volveríamos a oír
jamás, su tono y mensaje.
Aquel día renuncié a la fe, a
todos los dioses, y no paré de maldecir al cielo y a la muerte. Yo
le habría prometido cualquier cosa, pero no, ella, con su amarga
negrura de alma, te quería para sí.
<<¡Maldita seas! >>—le
dije durante mucho tiempo.
Pienso que la muerte no es negra,
que es blanca, opaca, o tal vez transparente, que es del color de una
habitación de hospital, o de un geriátrico…, del color de sus
sábanas… Y que es fría como el hielo.
Sin sentimiento alguno.
Entonces no sabía lo que
es un hospital…
Un hospital es un lugar por donde
igual se pasea la vida que la muerte. Se cruzan y se esquivan a cada
momento, peleando por sus dominios; a veces se retira la muerte de
una habitación y su espacio lo ocupa la vida…, pera la muerte sabe
que tiene ganada la batalla, que sólo es cuestión de tiempo…
Así nos toreó a todos en
aquellos días…
Con capotazos de capa sombría,
nos lidió igual que un diestro torero lo hace con una res ilusa que
intenta clavar sus cuernos en el viento… Y nos dio aquella mañana
la puntilla.
Ya tenía su trofeo en macabro
destino…
Luego vinieron largos tiempos de
tinieblas. Largos días y más largas aún las noches… Pero las
pasamos todos juntos, más, sabiendo que nos acompañabas en nuestro
largo camino, que no estábamos solos. Y te extrañábamos en los
momentos felices y nos alegrábamos de que no estuvieses en las
desgracias… ¡Cómo hubieras hecho tú!
En fin…
Me gustaría que supieras, que mi
madre, en su lecho de muerte, repetía mi nombre a cada momento, pero
que cuando yo le contestaba ella no me escuchaba… Luego, al paso
del tiempo, me di cuenta que nunca antes me había llamado por mi
nombre de pila.
¡Que era a ti a quien llamaba!
Y al recordarla, me alegro mucho
de que así fuera.
¿Qué más puedo escribirte…?
Que ahora, cuando el tiempo ya
pulió nuestra amargura y la convirtió en los mejores recuerdos,
quiero que sepas, que tú eres mi norte, mi sur, este y oeste... Y
aunque sé que nunca podré conseguirlo, si algo me gustaría ser,
sería ser lo más parecido a ti. También, que me quedaron mil cosas
por decirte, cosas pendientes y colgando de mi alma con el peso de
una gran losa, pero que me conforta un poco saber…
¡Qué tú ya lo sabes…!
¡Tú, eres mi padre…!
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