EL
PÚA DE AVELLANEDA
Estábamos
en esa mesa cuando la barra se empezó a desarmar, habrá sido por el
año sesenta y seis: cuando La Real era La Real. Ese sábado
todos nos sentimos traicionados. ¡También! Si el Púa
era el que mejor le tiraba las bombas de alquitrán a los negocios de
ellos y, si no me equivoco, él fue el que trajo el cantito “Hay
viene Don Adolfo cruzando el callejón y a todo lo judío lo vamo
hacer jabón”. Nunca, ninguna noche ponía una excusa para no
ir a una acción. Y los domingos sin palabras, cuando se
plantaba revoleando la cadena, los de la otra hinchada reculaban
todos y, ahí también nosotros entrábamos a revolearlas. Y
desde el día que se metió en la hinchada, las banderas afanadas se
multiplicaron. No me voy a olvidar nunca del partido contra
Racing, cuando uno de ellos le dio un puntazo a Frutita. Fuimos todos
a levantarlo y, al darse cuenta que lo de Frutita no era para
asustarse, empezó a bajar de a dos escalones y, cuando llegó a
dónde estaban; entró a revolear la cadena y les empezó a gritar
“Guanacos hijos de puta, a ver si ahora tienen huevos”. Y
él sólo, solito, mientras lloraba con todo, le rompió la cabeza
como a cinco.
El
Púa era medio raro, muy callado, nunca quería ir a bailar con
nosotros, por eso un día Pachanga aprovechó y le preguntó si no le
gustaban las mujeres, entonces el Púa le pidió a Pachanga que le
mostrara el mocasín y, cuando Pachanga le mostró el agujero que
tenía en la suela, el Púa le dijo:
-
Ya voy a ir a bailar.
Y
mientras todos nos cagábamos de risa por el mocasín de Pachanga, el
Púa le aclaró:
-
¿Y sabés cuando va a ser ese día?, cuando terminemos con todos los
judíos de acá y de Norteamérica.
Y
ahí nos quedamos todos callados, hasta Pachanga cerró la boca, para
después ponerse a hablar, no me acuerdo de qué. La verdad, la
única mina que le habíamos conocido al Púa, fue la Virulana, pero
fue ella la que se lo levantó y, en el momento que nos quiso contar
cómo había sido, ninguno de nosotros quiso escucharla, salvo
Pachanga, pero como la Virulana no lo tragaba, se quedó con las
ganas de saber.
Durante
un mes, lo empezamos a notar raro al Púa, en el bar del Paraguayo no
ganaba un partido de truco por más que tuviese el as de espadas; y
en el billar se perdía las carambolas más fáciles y, la vez que en
la mesa de allá, el Mariscal le dijo que no nos vendría mal afanar
en la tienda de Don Simón. El Púa con una cara de loco, que nunca
le habíamos visto, se puso a protestar casi a los gritos, de que ese
judío le fiaba a todo el barrio y, que la hija, desde hacía un mes,
iba a corte y confección con su hermana y, a ver si no nos veía
algún vecino y nos mandaba en cana. El Mariscal no quedó muy
conforme que digamos: ninguno de nosotros quedó conforme, pero no
insistió más, porque sabía que cuando el Púa decía no, era no.
Entonces el Mariscal propuso que el sábado (creo que esa tarde era
miércoles) fuésemos a joder a un casamiento judío; y esa
noche tuvimos que ir solos, porque la ausencia del Púa se notó.
¡Mamita si se notó! A los rusos les gritamos de todo y con
todo, pero ni se avivaron. Claro, cómo se iban a avivar, si no
nos acercamos a más de cincuenta metros del salón. Y cuando
estuvimos todos sentados acá, Pachanga, mirando fijo el vaso de
cerveza, dijo lo que todos pensábamos pero no nos atrevíamos a
decir:
-
El Púa se estará haciendo la paja por la hija del ruso Simón.
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