lunes, 24 de agosto de 2015

Raquel Fernandez

Ilustración de Graszka PaulskaWarsaw



ARAÑAS VERDES







La Muerte siempre estuvo ahí.



Siempre.



Fue una vecina más cuchicheando en las esquinas del barrio



cuando el pibe de los ojos increíbles se ahogó en la tosquera



(el pibe tenía catorce años y vos apenas siete,



pero te gustaban esos ojos calientes como arañas verdes).



Él no te había mirado nunca



(cómo te iba a mirar,



tan chiquita,



con esas patitas flacas y el pelo demasiado corto,



y el álbum de figuritas con brillantina al que le faltaba la más difícil



siempre debajo del brazo),



pero pasaron cuarenta años



y cada vez que un pibe se va así,



engullido por ese sacrificio urbano



que convenimos en llamar accidente,



soñás con arañas verdes.



Arañas que trepan por tu cuerpo nuevamente niño,



se enredan en tu pelito corto



y  hacen agua en tu mirada para llover su dolor toda la noche.



Para llover toda la noche los recuerdos



que no serán nunca



y la impotencia de saber que Ella siempre estuvo ahí,



que siempre va a estar ahí,



cuchicheando con las vecinas,



mientras alguna madre descuelga de su útero



una guirnalda de mariposas rotas.











                                   NOVIOS DE ANTAÑO





La tarde se iba



y les dejaba puesta la sed.




El sol era una pequeña lentejuela roja




irritando el iris del deseo.










Ellos se tocaban sin tocarse.




Como quien toca un pedazo de mar




(mar ajeno,




mar que vuelve con su olor a no sé qué,




a algas, a sexo viejo,




a pulmones de sal).




La humedad




le medía el espinazo a las caricias.




Los dedos se encogían




como arañas en cierne.










Casi siempre hacía demasiado frío




y ellos no se atrevían a mojarse los pies




en eso que era el otro:




un pedazo de mar.










Algo así como una promesa de agua




que no se cumplió nunca.


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