Pintura de Rosana Battiloro
Mandy,
o el amor en tijeras
Lo
que sigue fue escrito para impresionar a Mandy. Una vez terminado, se
lo llevé, pero ella ya no estaba. No estaba, por Dios.
Todo comenzó una mañana de
verano, merecería haber sido seis de enero, es cierto, pero esto es
sólo un detalle y yo soy así. Siempre había pasado de largo y ese
día, lástima que no me fijé la hora, entré por primera vez a una
de esas peluquerías del centro de la ciudad, quizá seducido por la
promoción del pago al contado anunciado por el cartel en la entrada,
y ciertamente el corte resultó efectivo. Lo que terminó en cuotas
muy inexorables, abonadas con puntual satisfacción, fue mi entrega
total a Mandy, el gran amor presentido apenas por una parte de mi
existencia.
Yo
no sospechaba, ni siquiera durante el transcurso de las noches más
turbias, la presencia de estos salones inmensos donde una multitud
brinda esmero a otra que se deja esmerar plácida, confiada. Con
andar pausado bajé una escalera intimidatoria, cada peldaño me
acurrucaba un rubor y a cada paso yo esperaba escuchar de un momento
a otro el consabido, eh, miren, miren, ya se puso colorado. Pero no
lo escuché y, ya casi a punto de emprender la retirada, una señorita
salió a mi encuentro, reteniéndome, apresándome, salvándome la
vida. Ella resultó ser bastante bonita, como se descuenta deben
mostrarse las niñas que cumplen esta atrapante función, mas en su
fisonomía asomaba algo extraño e inquietante, no sé, tal vez su
sonrisa instalada por el reglamento interno de la casa, o su belleza
que pugnaba por esconder el aburrimiento originado en la repetición
de los gestos amables, ejecutados hasta el cansancio, día tras día,
cada minuto de todas las horas. No sé, la cuestión es que ella me
entregó un papel en el que había anotado mi nombre debutante y ahí
nomás, con cuidado de no perder el equilibrio, pasé al recinto
donde varios cortadores, chicas y muchachos, ejercían su oficio. Con
el tiempo advertí también la presencia de peinadores y manicuras,
depiladoras y masajistas, todos ajetreando con gran voluntad ese
laberíntico panal subterráneo.
Estaba yo allí sentado a más
no poder y durante un buen rato no hice otra cosa que desear estar en
otro lado, cualquier lado bien lejos o aunque sea ahí nomás a la
vuelta, o en avión o en barco o caminando pero irme de allí. Hasta
que en un momento sentí que algo iba a pasar y me gustó sentir eso,
alguna vez debía por fuerza sentirlo. Ya más o menos decidido a no
despegar, amenicé la espera escondiéndome detrás de una revista,
cuando me di cuenta la enderecé y justo en ese momento, al elevar la
mirada para ver si alguien me había visto, la vi. A decir verdad no
la vi en forma directa, sino reflejada en un gran espejo que en ese
momento de mágico ensueño la mostraba solamente a ella, en todo su
esplendor, o casi todo. Luego busqué mi imagen en ese mismo cristal
y cuando con dificultad la encontré, lo que reconocí brillando en
las pupilas dilatadas por la conmoción no era otra cosa que el amor,
así nomás de sencillo. Profundamente sencillo. Entonces tomé una
decisión, casi sin meditarlo cambié de lugar, me senté dos o tres
sillas más lejos de ella, que se sorprendería ante la inesperada
maniobra, pensé, y hasta creo haber sonreído de costado.
Una de las chicas se acercó
al fin, yo ya había transpirado una cantidad mayor a la suficiente y
tardé unos instantes en reaccionar, quizá muchos instantes a juzgar
por lo que recuerdo de la cara de la que se había acercado y
preguntado si me atendía. Cuando en algún momento desperté de mi
ensoñación, rechacé su propuesta con palabras cordiales, dispuesto
a trasnochar el turno con la otra, la diosa sin pecado, aunque durara
mil años la espera. De inmediato mi mente comenzó a elaborar el
plan genial para la conquista inevitable. Había observado a mis dos
antecesores en la atención de la predestinada, sus actitudes. Ellos
se mostraron simpáticos y locuaces. Ella a todo esto contestó con
una sonrisa ampliada por el trato afectuoso. A ver. Analicemos la
situación, me dije. Mandy, así resultó llamarse la bellísima, sin
dudas actuaba de esa manera por el mero hecho de no desairarlos, en
una actitud a todas luces profesional, según mi segura deducción.
Conmigo las cosas iban a ser muy diferentes y ella aún no lo sabía.
El camino a recorrer debía
ser el opuesto al de los demás, sobre eso no cabía vacilación
alguna, pues mi amor se advertía como el único de verdad sincero e
incontaminado, enfrentado, eso sí, a los impulsados por la sola
atracción de la carne. Ya en esa primera oportunidad, ella se acercó
y me dijo: por favor, tome asiento aquí, si quiere hago subir el
aire, parece que tiene calor. A punto estuve de mirarla y casi lo
hice. Me senté, claro, enseguida y donde la preciosura había
indicado y casi sin tropezarme con nada. Luego la ayudé a juntar las
cosas que ella en persona se encargó de volver a acomodar en su
sitio, y ya con el correr de los minutos me manifesté parco en
extremo, apenas desplegué las instrucciones mínimas e
imprescindibles para el corte deseado. Eso sí, adopté un aire de
persona inteligente y preocupada, con ligeros toques de misterio,
como desinteresado del entorno, sobre todo de la presencia
perturbadora de Mandy, acariciadora de mis cabellos que parecían
evaporarse al influjo de su arte, tan magnético.
El plan
maquinado a todo vapor se podría resumir así: actuando yo en forma
distinta al resto, plebe buscadora de sexo efímero y sin compromiso,
ella no podría dejar de observar la diferencia. No podría. Y
entonces yo, fuese a la hora que fuese, minuto más minuto menos, con
estilo sobrio y mesurado, despojado de las mezquindades más
arraigadas de la masculinidad, la atraparía con mis encantos para
llevarla de bruces frente al altar, sin demora alguna.
En medio de
esa jornada de sol nació una devoción sin claudicaciones. Del sol
me di cuenta al salir después a la calle, con la prestancia de mi
pelo recién cortado y con mis patillas parejas y con mi lindo
paraguas a cuestas, y ya no dejé de frecuentar ese palacio largo y
ensortijado donde Mandy reinaba por su hermosura, rodeada de
princesas y cortesanos. Muy rodeada, pero eso qué me importaba.
Nada.
Con el
volar de los días fui reteniendo en la memoria el rostro de los
rivales para odiarlos luego a la distancia saboreando mi evidente
supremacía. A veces sentía una pena muy honda por ellos, pero yo
debía ser fuerte y odiarlos cada día más y más con todo el poder
concentrado en un punto álgido de mi alma enamorada. Había sobre
todo cuatro o cinco o tal vez seis que aparentaban posar como los más
amenazantes, qué rostros tan de identikit portaban los muy numerosos
merodeadores, y además yo sabía que por la astucia maliciosa
exhibida sin pudores por aquí y por allá, muy bien podrían llegar
a engañar a mi amada inocente y virginal, aunque confiaba sin
reservas en el juicio final de Mandy.
Yo los
escuchaba y los veía actuar sin que se me moviera un pelo. Mis
enemigos se caracterizaban por imponer cortes sofisticados,
antojadizos y ridículos, así como también por las generosas
propinas depositadas en las manos de mi agraciada, que las recibía
fingiendo mohines de ternura. Por mi parte, nada que ver. Amén de la
sequedad en el trato, me diferencié de ellos por la sencillez de mis
requerimientos, siempre los mismos. Mis monedas, en lugar de
recompensa recordaban una limosna, y a veces ni eso. Esto sería
determinante para sobresalir entre los adversarios, todos iguales y
sin rasgos de distinción, como cortados por la misma tijera.
No todo fue fácil, no hay
rosas sin espinas ni espina que no se me clave. A pesar de conocer la
verdad de su ferviente admiración hacia mí, no podía dejar de
sentir cierta molestia, celos diría tal vez un observador imparcial,
mientras ella engañaba a los otros en medio de comentarios y risas y
alguna que otra caricia. Pero la certeza abrigaba mi anhelo, a pesar
de las nefastas apariencias, ella era toda mía, de arriba a abajo,
sin contras ni medianeras.
En la vigésima octava visita
al santuario casi lloro de alegría cuando Mandy me reconoció casi
de entrada y dijo, aunque dudando un poco, mi nombre. A continuación
preguntó si me cortaría como siempre, uy uy uy, entonces mi corazón
estalló en una emoción apenas contenida, mordí los labios
empalideciendo. En lo peor de la exaltación de ese instante supremo
casi eché a perder el plan para la conquista llevado a la práctica
hasta ese momento con magistral paciencia. La novedad me colmó de
euforia y si no salté fue porque no salté y al salir estuve
tentado, yo que jamás juego a nada, de apostar a la quiniela al
número marcado por ella ese día en mi cabeza. De todas formas no
hubiera ganado, el dinero y el amor van por senderos distintos, esto
es cosa sabida y comprobada.
El tiempo
transcurría cada 24 horas, sin reclamos, y los progresos no se
vislumbraban palpables, pero mis pulsaciones certificaban a más no
poder que en el interior encandilado de Mandy se libraba una lucha
sin cuartel entre su corazón flechado por tan digno caballero y el
recato impuesto por las circunstancias. Al final del camino, antes
del infarto, acabaría por sucumbir ante mi presión, entregándose
sin condiciones ni reparos ni vergüenza. Sólo una mente extraviada
por extraños senderos podría ser capaz de latir diferente.
Si bien el
amor profesado a Mandy se asentaba sobre bases sólidas,
espirituales en su esencia, debo reconocer ante el mundo que además
su físico figuraba apetecible. Muy. Yo no podía representar la
excepción y así sustraerme a ese llamado sensual y placentero que
emanaba de cada poro de su cuerpo, ay su cuerpo para nada recto, su
cuerpo que brillaba con luz propia en el salón, ya convertido en mi
hogar.
La ciudad empuñaba odios y la
anhelada posesión no se concretaba y no se concretaba. Por suerte
para mis nervios, yo no tenía casi ningún inconveniente cuando me
masturbaba de manera plácida y regular, artesanalmente. Puesto
contra la pared, era ir gozando a cuenta de futuros, más fecundos
placeres. El único problema consistía en el alza de la envidia
generada por mi accionar entre mis compañeros, varones de la
oficina, estériles e impotentes de vivir un amor tan extendido. No
sé cómo lo advertían, pero acertaban siempre en las observaciones
de mis viajes al rincón del deleite solitario. Tal vez algún gesto
mínimo traicionaba mi brazo ante sus miradas suspicaces, cuando me
paraba. De todas maneras, debo decir algo a favor de ellos: a pesar
del comprensible sentimiento de inferioridad, no dudaban en alentarme
a viva voz cada vez que me levantaba del escritorio para dirigirme al
lugar destinado de común acuerdo para mi uso privado y exclusivo.
Eso sí, la hinchada fervorosa trataba, sugiriendo nombres exóticos,
de que mi mano se deslizara traicionando por la espalda a Mandy. Eso
jamás, por la espalda no, pensaba mientras los dejaba
desconcertados, meta gritar y gritar. Nunca lo consiguieron, lo juro,
que me corten la mano si miento, y a través de los gritos me mantuve
fiel a su imagen venerada. Al regresar a mi puesto solían brotar
cálidos y para nada tímidos aplausos entre la concurrencia mientras
el jefe inclinaba la cabeza balanceando un no.
Un día a la tardecita, en la
peregrinación registrada con el número ciento cinco, sin prevenir
las consecuencias, quise anticipar los acontecimientos. Yo soy así.
Esa vez sugerí ligeros cambios en la rutina del corte ya repetido
hasta el hartazgo. Esto debió sorprenderla sobremanera, excitándola,
prendiendo fuego caliente bajo su uniforme, pero supo contenerse y
aceptó las nuevas disposiciones con ánimo sumiso y gentil,
respetando mi silencio apenas salpicado de comentarios casuales
acerca del clima u otra circunstancia del momento. Una vez, ahora lo
recuerdo, quise hablar de las características de los signos y le
pregunté de qué signo era. No me debe haber escuchado, tan
concentrada en su labor. Los dos sentíamos lo mismo, las palabras
sobraban entre nosotros, nos comunicábamos en una esfera superior,
más etérea y perdurable. Altísima.
Pero como no era cuestión de
quedarme de brazos cruzados, puse en práctica una sutil estratagema.
Una tarde, me parece que de primavera, como al descuido dejé caer en
la alfombra un papel con el número de teléfono de la oficina y el
horario en que me podía encontrar. A partir de ese día me
sobresaltaba al sonar la campanilla, el aparato resbalaba por mi mano
hasta que otra voz requería una carpeta o se inquietaba por una duda
o me reprochaba un atraso o impartía alguna orden. A veces, sólo a
veces, algunas carcajadas a mis espaldas me hacían suponer un error.
Pero la treta dio sus frutos cuando sonó un viernes a las seis de la
tarde y yo merodeaba los alrededores de la fotocopiadora. Entonces me
precipité desarmando en el aire el juego de hojas, atendí y del
otro lado sólo hubo prudencia. Yo desaforé el nombre de mis sueños
imaginando su rostro y su timidez. Clic. Junté las hojas pensando en
ella, las ordené y revisé que no faltara ninguna. Luego fui
haciendo con cada una de ellas un bollo, o directamente trocitos y a
la basura y a hacer todo de nuevo, de bronca. A los pocos meses lo
mismo. Y después creo que ya no llamó nunca más... o a lo mejor yo
justo había ido al baño.
Un ritual a
destacar. En cada ocasión, al promediar el idilio tijeras mediante,
una muchacha se acercaba despacito despacito con un café y la
pregunta se repetía como una fórmula a la que yo respondía cada
vez: “dulce, por favor, sí, sí, muchas gracias”, y entonces la
muchacha, no siempre la misma, se distraía mirándonos
alternadamente con una sonrisa en los labios y se dedicaba a imponer
dulzura cucharada tras cucharada hasta que yo la hacía reaccionar
diciéndole, “está bien, ya está bien de azúcar, gracias
señorita”, y todo esto ocurría mientras Mandy esbozaba el gesto
reprobatorio tan característico en aquél que no desea ser
sorprendido en su enamoramiento. Luego la del café se alejaba
avergonzada y nuestro silencio se explayaba en forma de remanso entre
las conversaciones vanas de los de alrededor. Y entonces como desde
el fondo de una galería se oían las risitas breves y entrecortadas.
Alguna vez, un comentario: “Y Mandy, parece que tenés para largo
con el señor”. No había caso, todos en el lugar complotaban para
nuestra felicidad.
En una
ocasión de triste recuerdo, mientras aguardaba ser seducido por las
sabias y mágicas manos, percibí cómo el tono de su voz, tan tenue
de común, iba aumentando al calor de una discusión entablada
entre ella y el que, ya lo suponía yo desde años atrás, casi casi
desde el principio, resultó mi rival más peligroso. Se le notaban
con claridad las intenciones mezquinas dibujadas en el rostro
plasmado de lujuria. Joven, alto y rubio, los ojos claros y la piel
bronceada sobre el cuerpo bien trabajado. En suma, dueño de una
buena pinta el atorrante. Decía que los oí discutir y me levanté
hasta cierto punto en el espacio y estuve a un peine de intervenir,
pero un vistazo de la diosa suplicante me retuvo en mi sitio,
desgarrado por la bronca y el dolor, con una puntada justo acá. Con
seguridad, el desafortunado aprendiz de galán había reaccionado de
malos modos al notar el cálido mirar de ella dirigiéndose a mí en
su casta entrega. Cuando llegó mi turno, Mandy cumplió con la
ceremonia acostumbrada, hipando todavía, conmocionada a raíz de la
tremenda prueba soportada por culpa de su callado amor, acaecida
delante de colegas extrañados ante la penosa e inesperada escena.
Seguramente ellos también guardianes del secreto albergado en el
corazón de la mujer que, con la tijera en las manos dándole todo el
poder, me había hecho suyo para siempre, hasta el fin de los
tiempos.
Después de
un período bastante prolongado durante el cual no me animé
siquiera a preguntar por ella, tal era mi temor a perderla, Mandy
retomó su habitual puesto de mando, bella como solía serlo, pero
algo más pálida y delgada. Le ofrecí, a modo de prueba de la
grandeza de mi idolatría, mi discreción de siempre y un racimo de
cabellos estirados por el abandono seguramente involuntario al que
ella lo había sometido en esos demasiados aciagos días sin
caricias. Hasta llegué a pensar esa vez en regalarle un ramo de
flores. Faltó muy poco... casi nada... un pétalo.
Mandy
permanecía las cuarenta y ocho horas en mi cabeza atormentada, así,
con fiebre, sin aspirinas que pudieran aliviarla. Durante el día,
mientras la oficina daba vueltas a mi alrededor y yo sumaba algo o
restaba otra cosa, la imaginaba sorprendiendo por detrás a mis
indefensos oponentes, navaja en mano. Justo la yugular. Ellos veían
aterrorizados correr la sangre que brotaba a chorros de la única
herida, tan única como perfecta, definitiva. Mandy encarnaba así a
la Justicia, agotada de soportar tanta bajeza en los hombres,
acosadores, malignos, hambrientos de placer malsano, eso, los
hombres. Y por las noches... ¡ah! ... por las noches su imagen
dormía a mi lado luego del amor al que nos habíamos sometido
mutuamente complacidos. Era inevitable, sobre todo en los veranos,
que los gemidos algo estentóreos llamaran la atención de mi madre.
Ella, por el calor y los suspiros, no lograba conciliar el sueño.
Entonces sucedía que mamá entraba con sigilo, despacito a la
habitación. Traía un té de tilo bien calentito, para calmarme,
decía con voz temblorosa. Daba pena en los veranos, mi madre.
Los meses y
los años fueron pasando delante de nosotros como incansables
quimeras. Las diferentes estaciones variaron los ardores, pero yo
persistía en mi rosado deseo, contra viento y espuma.
Aunque me
avergüence, debo confesarlo. Ya no me masturbaba con la frecuencia
arrolladora de los primeros tiempos. A pesar de ello creí oportuno
encarar la ofensiva final. Durante los preparativos, quince días
impensables, la privé de mi asistencia. Imaginé su sorpresa y
entusiasmo, su interminable sonrisa al ver mi engrosada figura entrar
para alzarla al fin entre mis brazos ya no tan fuertes. Después,
aunque no mucho después, muchas lágrimas correrían como un río
desbordado por lo más deseable de sus mejillas, todo su ser presa de
la pasión, toda su boca lista para recibir los besos del amante. Era
hora de recompensarla por tanta silenciosa renuncia. Sí, era hora.
Las ocho de la noche y llovía y hacía frío, afuera. Oscurecían de
invierno las calles.
La
llovizna me daba de pleno en el rostro surcado de las primeras
arrugas, las peores tal vez. Había alquilado un frac negro, en el
negocio los muchachos dijeron que era lo apropiado para la ocasión.
Rememoré en esos instantes previos al gran acontecimiento cada
gesto, cada mirada, alguna que otra palabra, toda la etapa más
gloriosa de mi vida transcurrida junto a Mandy, que con peine y
tijera, entre champúes y lociones, se desarrollaba en mi cerebro
carcomido por la decisión bien firme, determinada, sin la
posibilidad de un retroceso.
Me
paré frente al local tantas veces transitado recorriendo el camino
al éxtasis, miré la hora, faltaba poco. Encendí un cigarrillo más
largo que el tradicional, aprendí a tragar el humo, aspiré hondo el
aroma de esa esquina tan mía, musité una promesa llena de
sentimiento y comencé a caminar hacia la virgen mientras una brisa
agitaba los pocos cabellos que asomaban tímidos en mi ya inocultable
calvicie.
Saludé a
nadie en el atrio, descendí por enésima vez las escaleras, todo
igual pero distinto, pues una música celestial enajenaba mis oídos.
Entré al templo con los brazos extendidos, los labios resecos, los
pasos temblorosos. La recepcionista, como un ángel, se apartó para
admirar la entrada sobre la alfombra. Tal vez advirtió algo en mi
porte, pues sus ojos parecían brillar. Llegué al altar, casi todo
formaba el conjunto habitual, creí ver algunas flores, en un
costado, allí, junto a sus tijeras. Quise ocupar mi lugar... y caí
de rodillas.
Y lloré
largamente. Largamente. Largamente.
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