EN
MARZO
Aquí estoy otra vez con él, en Paseo Colón y Belgrano, donde aquella tarde me preguntaste por Retiro, y después me pediste la hora y más tarde que te ayudara a olvidar. En realidad él ya estaba aquí también aquella tarde, con su séquito declinante, aunque tal vez sólo yo lo supiera.
Sí; en el inmenso hormiguero
(donde faltaban los que todavía estaban gustando la preparación de
la nostalgia de mar que después pasearían alienados por Corrientes
los sábados a la noche saturados de violencia cinematográfica y de
pizza, donde aún faltaban, digo, e inclusive los fines de semana,
dos todavía, algunos se hicieron la escapada a Mar del Plata, y
todavía terrazas, y río, y cerveza), aunque nadie quisiera asumirlo
y se aturdieran todavía de sol y ventanas abiertas y mesas afuera
hasta la madrugada, en el inmenso hormiguero sordo yo sabía que el
otoño ya estaba ahí aquella tarde cuando fuiste caminando conmigo
hasta Retiro por el puerto.
¿Qué fue realmente lo que
sucedió? ¿Por qué no dejé todo y me fui a vivir contigo? ¿Por
qué no me lo pediste? ¡El sur, el sur! ¿Quién eras, dónde estás?
¿Y quién soy yo, finalmente? De mí puedo decirte que soy esta
tristeza (esta tristeza que siempre fui), el otoño me trajo la tuya
y aquí estoy otra vez.
Estoy otra vez aquí, en Paseo
Colón y Belgrano, recordando, porque es el primer domingo de marzo y
ya llegan adelantadas estribaciones del otoño. Asomada a la
ventanilla del tren y mirando hacia nunca algo dijiste de preparar el
recuerdo y del primer domingo de marzo, o de las tardes de todos los
domingos de marzo y preparar el recuerdo. Y por eso estoy aquí.
Aquella tarde fuimos caminando
hasta Retiro por el puerto. Yo te había indicado que para tomar un
vehículo debías cruzar la avenida, y no sé por qué crucé
también. Al llegar a la otra vereda tus ojos tocaron apenas los
árboles, los techos, el cielo, y seguiste caminando por Belgrano
hacia el río, y yo contigo. Así empezamos a despedirnos. Porque tal
vez lo nuestro no fue sino eso: una renuncia, un naufragio, una
infinita despedida.
Yo tendría que haberte dicho
algo sobre acompañarte, sobre no ir al diario esa tarde y tomar un
café y conversar, sobre conocernos. Pero te dije que el primer lugar
en que se asienta el otoño cuando viene del tiempo es en mi piel, y
tú me dijiste que no, que el primer lugar donde se asienta el otoño
cuando viene del tiempo es en tu corazón. Y como sonreíste y yo
sonreí y discutí contigo esa primacía ya no fue necesario sino
seguir caminando por Belgrano, y después hacia las dársenas, hacia
los últimos brillos del río, hacia nuestra corta historia que sin
embargo durará toda mi vida, lo que me resta de vida, porque voy a
esperarte cada marzo, cada año, cada vez que la piel me anuncie que
el otoño está llegando y la hora de esperar. Intenté una pregunta,
una explicación, tal vez una confidencia. Pero ya tu mirada, y
enseguida la mía, estaban persiguiendo las gaviotas sobre las
barcazas.
—Hay días del otoño en que
uno cree tocar el infinito.
—Vacío. Vacío. Conozco un
hueco que procura la dimensión del universo.
—Pero están esas mañanas
soleadas de comienzos del otoño en que uno mira el pastito y
descubre de pronto que Dios puede caber en un macachín.
En las dársenas me dijiste que
los buques amarrados mienten, que no están allí, que son despedidas
que esperan, partidas que aún están quietas, adioses en ciernes,
lágrimas de ausencia que no han sido derramadas todavía. Una
mentira. Como cuando llueve mucho a fines de febrero, días y días
sin sol y con lluvia y de pronto ya es marzo, el sol sale y es una
fiesta de flores y plantitas nuevas y abejas y mariposas que no saben
que en algún lugar ya está agazapado el ciclo implacable del
pampero. Esas flores, ese verde, el perfume húmedo que lo invade
todo, son una ilusión, una efímera danza nupcial, una mentira del
tiempo. La pátina ocre está en el aire y nadie la puede detener,
porque ya setiembre es tan sólo recuerdo y la realidad de marzo es
el morir. “No se puede confiar en el perfume”, me dijiste. “Ni
en los barcos anclados”.
Y justamente más adelante, en
otro muelle, empujado por dos remolcadores un barco enorme comenzaba
a moverse. Me miraste como diciéndome aquí está la verdad, es así,
todo es ese pañuelo agitado y esas manos levantadas. Nos quedamos
hasta que el barco encaró las aguas profundas y comenzó a
achicarse. Después seguimos caminando.
Caminábamos y a veces hablabas
(¿a quién?, ¿al río?, ¿a la desesperanza?), y yo no era sino un
hueco propicio para tus palabras, que resonaban en mi historia. Ese
intenso juego de no oírte bien pero sentir, hacer sentimiento el
significado de las palabras sueltas. Como cuando alzaste los ojos a
la bandada de cuervos, altísima en la tarde de marzo, y dijiste
algo, “aves migratorias”, o una frase que terminaba en
“migrantes” o “migrar”, con la mano señalando
indefinidamente; y después, eso lo escuché bien: “¿Y si nos
fuéramos para siempre al sur?”; pero yo sólo estaba sintiendo, y
lo único que hice fue sentir los cuervos, sentir intensamente el
migrar, viajar, dejar todo, sentir el sur. Me quedé callado y fue
entonces, cuando los cuervos se borraron del cielo, que levantaste el
palito de tipa.
Después de caminar en silencio
algunas cuadras (yo iba mirando el suelo, las infinitas ojivas del
empedrado que llevaban melancolía a mi alma, la humedad de los
adoquines que quitaba el brillo a tus zapatos y lo ponía en tus ojos
a medida que tus pasos iguales, cortos, lentos, ahondaban el abandono
del paisaje, del aire, de la hora, al conjuro del recuerdo de quién
sabe qué injustos hechos que tanta soledad y tanta tristeza cargaba
sobre tus gestos) me agaché fingiendo arreglarme el cordón de los
zapatos para que siguieras unos pasos adelante y poder así
contemplarte. Estabas tan hermosa con tu vestido simple, criatura de
la derrota, mujer de atardecer, la cabeza recortada en el cielo
declinante y sumiso al color del otoño que llegaba con su cohorte de
musgo y despedida.
Me habías pedido que te ayudara
a olvidar. Tu voz era tan triste, tu figura era tan triste. Yo
también sentía mi tristeza, mis años, mis otoños en la piel. El
aire traía todo eso a mi piel y con todo eso en la piel yo rozaba la
piel de tu brazo.
Me hacías notar cómo unos
hilitos magros de hierba lograban crecer entre los adoquines,
oprimidos, oprimidos. Y esta palabra se quedó entre tus dientes,
jugando, oprimidos, y llegó hasta mí, y fue entonces cuando te tomé
la mano y vos seguiste caminando apenas con un estremecimiento que
bien pudo ser mi imaginación, oprimida, oprimidos los dos por el
otoño, por el día, por la vida, y entonces alzaste tu mano que
estaba en mi mano, lentamente, miraste las dos manos apretadas y tus
ojos atravesaron los míos y había tanta tristeza en tus ojos que
quise besarte y te besé. Ya entonces se veía la zona de Retiro, en
el horizonte el barco era un juguete decreciente en el crepúsculo,
yo había rodeado tu cintura y tú habías dejado de llorar. “Las
palomas”, me dijiste; “todas las palomas están grises”.
Fue en ese momento cuando sentí
el deseo de decirte que estaba empezando a quererte, que la añorada
ternura que más fue espera que realidad en mi vida empezaba otra vez
a habitarme la sangre, pero ya para entonces las sombras se habían
alargado y no tuve sino silencio para las pequeñas nubes rojas que
anunciaban la inminente agonía del cielo. O tal vez no te dije nada
porque en los lugares donde había dado el sol el empedrado exhalaba
todavía un vaho tibio que se mezclaba con el aire fresco del río y
nos hacía sentir el otoño, su lúgubre eficacia, su vocación de
carcoma. O tal vez me quedé callado porque sabía del riesgo de
confundir con el amor cualquier intento de sustraernos a la
insoportable soledad que en vano con la acción cotidiana queremos
disipar.
El gran hall de la estación nos
asestó la realidad con su neón y su ruido y sus horarios. Nos
miramos. “Tengo que irme”, y te besé los ojos porque habían
vuelto a brillar. Y otra vez “los domingos de marzo”, “los
domingos del primer mes del otoño”, pero ya el tren estaba en
movimiento y no pude escuchar. Aquella frase oscura que dijiste
cuando levantaste el guijarro. “Es el primer domingo del primer mes
del otoño”, o algo así. Y yo iba a preguntarte pero ya no te pude
preguntar porque te pusiste a jugar con el palito y yo descubrí tus
dedos. Habías levantado un palito de tipa y lo hacías pasar de uno
a otro dedo y yo necesité tus dedos para mis labios, así de golpe,
y por eso no te pregunté. Pero recordé después lo de las tardes de
domingo de cada mes del otoño y entonces al domingo siguiente, antes
de ir al diario pasé por Paseo Colón y Belgrano. Era la misma hora,
el mismo otoño, la misma esquina. Y allí estabas.
—¿Cómo es que estás aquí?
—Vine.
—¿Sabías que yo vendría?
—Creo que sí. Pero el primer
lugar donde se asienta el otoño cuando viene del tiempo es en el
ladrido lejano de los perros y en el sonido del tren.
En el tren, aquella primera tarde
en que fuimos caminando hasta Retiro por el puerto, te despedí (de
repente hacía mil años que estaba contigo y había llegado la hora
de partir), y aunque encontré alegría en casa sentí como si el
otoño y mi mujer y mis hijos me hubieran arrebatado la juventud, tal
vez porque estoy entrando en la edad en que esa intuición de algo
misterioso y dulce por venir que uno alentó durante tantos años se
transforma de pronto en una suave nostalgia de algo irremediablemente
pasado y perdido, cuando se empieza a tener conciencia de los días
barridos por el tiempo que fueron llevándose esa otra vida que debió
haber sido.
Era la misma hora, la misma
esquina, y allí estabas.
Y ahora estoy otra vez aquí.
Esta tarde quisiera decirte que he atravesado el año como un túnel.
El trabajo, Villa Gesell, el trabajo, la casa, la familia, el cine y
la televisión, algunos libros, ciertos amigos, los exámenes de los
chicos. Un túnel, un largo y monótono túnel hasta hoy.
Ella estaba ahí y caminamos por
San Telmo. Ibamos los dos mirando el suelo, y cuando el pájaro cantó
levantamos la vista a la reja de hierro forjado: un despojo solitario
y lastimero saltando en la jaula a través del rococó. Entonces me
miraste y te miré, y después seguimos caminando los dos mirando el
suelo.
Cuando llegamos a la feria de los
artesanos quién sabe por qué estúpida necesidad ancestral de
ostentación te dije que eligieras cualquier cosa de cualquier mesa
que yo te la regalaba, pero vos ya tenías en la mano el prendedor
(este prendedor que oprimo ahora, esperándote), que pocos centavos
valía, una figura de avión recortada de una lámina de cobre porque
era “la única cosa con alas que allí había” y me dijiste que a
partir de ese momento era un talismán que íbamos a poseer por turno
después de cada encuentro. “Al empezar me toca a mí. Lo voy a
usar hasta que volvamos a vernos”. “¿Cuándo?” “Dejemos que
lo arregle el otoño”. Yo te contesté que no quería saber nada
con los estertores, el amarillo y la tristeza. “No. El otoño es el
duende del recuerdo”. “Los recuerdos también pesan; lo dijiste”.
“Los recuerdos son como la piel, que aunque a veces duele no se
puede quitar”. Y cuando iba a pagar el prendedor, el artesano, que
había escuchado nuestra conversación, nos dijo sonriendo detrás de
su barba de profeta o titiritero que era “un regalo de la casa o
del otoño”, y entonces lo besaste y seguimos caminando.
Sentados en la plaza, te rodeó
de pronto una increíble cantidad de gorriones voraces porque
esparcías migas que ibas sacando de la cartera y por un momento el
pasado tuvo la forma de tus aros y el presente era eso, una mujer
dando de comer a los pájaros, pero hubo un ruido y los gorriones se
espantaron y yo estaba triste y no podía encontrarte en el porvenir.
—¿Sabés cómo estoy? Mirar en
medio del campo al atardecer un camino marginado de árboles, un
camino en perspectiva que se pierde en el horizonte y es marzo o
abril y uno se queda mirando hasta que no puede más y con todo eso
en el corazón uno se va y sigue viviendo. Así estoy.
—En esos días ya fríos del
otoño cuando el viento arrastra las hojas en la calle contra el
cordón de la vereda yo quisiera hacerme chiquita para irme con ellas
a ser tierra.
Volvimos a caminar y sentí como
si un gran violoncello se hubiera apoderado de mi alma. Te lo dije.
“Sí”, me contestaste; “una sonata lánguida y definitiva”.
Yo había puesto mi mano sobre tu
cadera, y cuando el sexo nos llamó y subimos las escaleras (porque
las escaleras estaban allí y el sexo nos llamaba) conté cada uno de
los trece peldaños porque sabía que ya estaba cerca el final y la
despedida abriendo la herida para que penetrara la ausencia, el
recuerdo, la nostalgia de ella, de lo que no pudo ser, de lo que fui
matando como maté tantas cosas en tantos otoños, en tantos días en
que sólo pude sobrevivir a la tristeza. Y ella gozó conmigo y yo
gocé y después volvimos a gozar juntos mientras la tarde firmemente
se decidía por la lluvia. Fue entonces que me hablaste de él. “No
soñar, no soñar”. “¿Por qué? Tal vez el sueño no es sino una
entidad independiente que nos posee y nos da vida. No debiéramos
renegar de los sueños tan sólo porque no se hayan hecho realidad”.
Después, mientras bajábamos por las escaleras, otra vez me pediste
que te ayudara a olvidar. Yo no sé si habrás conseguido olvidar,
pero en cambio sé que estarás viva en cada uno de los otoños que
me falta atravesar antes del final.
Cuando volví esa noche después
de haber vagado mucho sintiendo aquietarse el suburbio había corte
de corriente y en un platillo sobre la mesa del comedor la llama de
una vela se extinguía. Recuerdo que yo no quería que se apagara esa
llama. En casa todos dormían y yo no quería, no quería, no quería
que se apagara esa llama.
El tercer domingo nos encontramos
y cuando comenzamos a caminar los dos sabíamos que nuestro destino
de esa tarde eran las escaleras, las escaleras no como posibilidad
sino como fatalidad.
Nos amamos con placer pero
también con tristeza. Lo de mi tesis. Te había dicho sonriendo
aquella primera tarde en que fuimos caminando hasta Retiro por el
puerto que yo tenía mi tesis. Mi tesis sobre la tristeza, sobre que
nada es posible dentro del cubil de la tristeza, que la tristeza es
como un virus que le infecta a uno la voluntad, que no es posible
hacer nada, vivir, cuando uno está triste, o en todo caso lo que uno
hace se desvaloriza, se degrada, se corrompe en la tristeza. Y tú me
contestaste también sonriendo que a tu vez tenías tu tesis: que uno
puede llegar a cargar con la tristeza, que la tristeza no tiene peso,
que lo que realmente agobia es el recuerdo. Yo te quise contestar que
los recuerdos agobian pero pueden sostener, que puede haber sucesos
en el pasado que den sentido al presente y muevan a un intento de
reconciliación con la esperanza, pero no estuve seguro y me quedé
en silencio. Estábamos en las dársenas y me habías hablado de la
mentira del tiempo. Te dije que las camelias florecen en julio y no
son una mentira, pero cuando me contestaste que las camelias no son
prueba de belleza o de alegría sino de piedad, que son apenas el
ademán piadoso de un dios generalmente indiferente y no siempre
justo yo pensé que estabas perdida, perdida como yo, como las hojas
en marzo. Pero quizá fue después que pensé que estabas perdida; un
rato después, cuando en aquella primera despedida en Retiro
levantaste la ventanilla y yo quise ser amable contigo y te dije algo
sobre el tren, del dulce peso que se llevaba el tren, que el tren esa
tarde se llevaba un dulce peso, y tú que me mirabas sin verme
dijiste aquella frase mientras yo parado en el andén quería detener
el tiempo; una frase que tampoco pude oír muy bien pero que
resonando en la memoria y con la proyección del tiempo es algo así
como “los trenes siempre se van”. O quizá fue antes que supe que
estabas perdida, cuando salíamos del puerto y te mostré el álamo.
Cuando te dije que no todo era tristeza porque el viento suave de la
tarde y el último sol le habían puesto al temblor del álamo un
vestido de lentejuelas, que es un vestido de fiesta, y tú me
respondiste que no, que el movimiento de las hojas en la brisa de
marzo no es temblor sino estertor.
Y volví a ver el álamo ya
desnudo, porque después que te dejé dormida en el hotel hice otra
vez la caminata desde Paseo Colón y Belgrano hasta Retiro por el
puerto, mirando, en el descanso del domingo, las grúas que asomaban
por sobre los techos de los galpones como testigos inanimados de un
mundo yermo, desolado, muerto, mirando las aguas sucias y cadenciosas
a las que no me arrojaré, mirando y rescatando nuestro primer
encuentro. Y tal vez lloré como sigo ahora llorando aquella tarde en
que el puerto manejaba tus cabellos con pañuelos agitados y cuervos
altos y horizonte, aquella tarde de tus lágrimas por lo pasado y por
todo esto que después vendría, tarde de otoño y de inocencia,
aquella inocencia que nos sobrevivirá.
No me animé a despertarte, a
despedirme. Tomé de tu cartera el prendedor de cobre. “La señora
se va a ir más tarde”, les dije; bajé una vez más las escaleras:
había una despedida innumerablemente pisoteada en cada uno de los
trece escalones. O tal vez sentí como si un acto intemporal de
despedida nos hubiera tomado como protagonistas. Y me fui para
siempre, es decir hasta hoy, en que he vuelto a Paseo Colón y
Belgrano.
Yo sé que voy a seguir viviendo
siempre igual, porque este otoño que llevo conmigo nació conmigo y
allí seguirá. Pero estoy otra vez aquí antes de ir al diario (la
decisión de no olvidarte nunca, el empecinamiento de quererte, la
ceremonia de volver), en Paseo Colón y Belgrano a la vuelta de un
año, porque es el atardecer, porque es el primer domingo de marzo y
porque quisiera verte una vez más.
Una vez más tan sólo, antes de
la decadencia y de la muerte y el olvido.
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