Pintura de Joan Miro
Razones
Estrictamente Literarias
Christian
X. Ferdinandus*
Nota
del Editor
Fernando
Sorrentino es un autor muy estimado que ha colaborado en otras
ocasiones con nuestra revista. Esta vez nos acerca un cuento inédito,
escrito en conjunto con Cristian Mitelman.
*
Seudónimo conjunto de los escritores argentinos Fernando Sorrentino
y Cristian Mitelman.
Gramma,
XXV, 53 (2014), pp. 118-132.
©
Universidad del Salvador. Facultad de Filosofía y Letras. Área de
Letras del Instituto de Investigaciones de Filosofía y Letras. ISSN
1850-0153.
1
Desde
que aprendí a leer me convertí en un entusiasta de las llamadas
bellas letras. Antes de concluir mis estudios secundarios había
recorrido, para mi corta edad, una cantidad no desdeñable de libros.
Tenía,
sí, la conciencia de carecer de una mínima base teórica, por lo
que, en la elección de las lecturas, me dejaba guiar por el mero
gusto personal.
Debido
a esta convicción, y sobre todo por la esperanza de convertirme en
escritor de ficciones, decidí estudiar Literatura en la Facultad de
Filosofía y Letras. No había transcurrido un trimestre cuando
comprobé que tal carrera no forma escritores, sino lectores (y, las
más de las veces, lectores desdeñosos, poco lúcidos, enloquecidos
por laretórica,
por el esnobismo o por el análisis de los procedimientos de
cualquier extravagante aventurero de las letras).
Sin
embargo, y a pesar de estas tempranas revelaciones, no desistí: en
poco más de cinco años obtuve mi Licenciatura.
Por
fortuna me había granjeado la amistad, o por lo menos el trato
cordial, del doctor Manuel Ramírez Ansaldi, un hombre al que no dudo
en calificar de genial. En él convivían varias formas de ser que,
si a simple vista resultaban frondosas o dispersas, en su persona
se
intersectaban en un certero proceso de síntesis.
Conocía
lenguas antiguas a la perfección, y, en consecuencia, podía
traducir del griego, del hebreo o del latín con soltura, exactitud y
envidiable fluidez poética. De hecho, en la Facultad
desempeñaba, por ser una eminencia del campo de la antigüedad
clásica, una suerte de cargo honorífico y funcionaba como
supervisor o tribunal de última instancia para las cátedras de
griego y de latín. Esta labor se llevaba a cabo solo durante el
último cuatrimestre, pues era fama que, a partir de enero, empleaba
su tiempo en viajes por Europa (especialmente por los países de la
cuenca del Mediterráneo).
Pero
su universo literario se abría, como dije, a muy distintos campos, y
con similar eficacia en todos. Lograba, por ejemplo, explicar los más
intrincados pasajes gongorinos con una sencillez que convertía un
texto de apariencia laberíntica en expresión cristalina. Su
versación filológica no se limitaba al mundo grecolatino ni a los
españoles siglos de oro; despreciando las opiniones de quienes, en
el Martín
Fierro,
ven sobre todo un alegato sociopolítico, lo consideraba la mejor
novela argentina del siglo xix, y había hallado en él curiosas
reminiscencias clásicas. Gracias a su pericia y simpatía, textos
arduos llegaban al alumnado con amable claridad, de manera que
personas sin mayores dotes, o inclusive muy legas en cuestiones de
letras, podían acceder a mundos que parecían exclusivos de los
especialistas. Era, en suma, un humanista y, ¿por qué no decirlo?,
lo más parecido a un sabio.
Sin
vanidad alguna, puedo ufanarme de que yo, por mis propios medios y
sin haber sufrido ninguna influencia de Ramírez Ansaldi, había
llegado, con respecto a la obra maestra de Hernández, a conclusiones
muy parecidas a las suyas, y, en consecuencia, no eran infrecuentes
nuestros diálogos informales en torno de diversos aspectos del
poema.
En
cierta ocasión Ramírez me dijo que el gaucho de Hernández, al irse
urbanizando a fines del siglo xix y principios del xx, concluyó su
metamorfosis en el compadrito porteño que tanto interesó a la pluma
de Borges.
—Es
verdad —asentí, procurando demostrar que también yo poseía
información sobre el tema—. Creo que esa misma es la opinión de
José Gobello. Y, según recuerdo, Borges escribió que, siendo niño,
le pareció que el lenguaje del Martín
Fierro era
más de compadre criollo que de paisano; su modelo de habla
gauchesca era el Fausto
de
del Campo.
—El
paso del gaucho al compadrito habrá sido casi imperceptible. Usted
se acordará de que, en La
morocha,
que es del año 1905 (y que, la verdad sea dicha, es de poética muy
cursi), Ángel Villoldo escribe «Soy la gentil compañera / del
noble gaucho porteño». La síntesis perfecta: gaucho
más
porteño.
—Tal
cual. Y hasta muy entrado el siglo xx se siguieron produciendo
algunos tangos de temas no ciudadanos sino gauchescos.
—Pero,
como ocurre con todas las cosas, también se modificaron la actitud,
los énfasis, la manera de cantar, el fraseo… Por ejemplo,
tenemos el tango Contramarca.
Data de 1930 y es obra de dos «gauchescos gringos» —aquí sonrió
levemente—: música de Rafael Rossi y letra de Francisco Brancatti.
Gardel lo grabó en 1930, Julio Sosa supongo que alrededor de 1960 y
Roberto Goyeneche un poco más tarde, creo que por 1966 o 67.
«Dios
mío», pensé, «¿qué clase de hombre es este, que puede leer de
corrido a Sófocles en griego y a Virgilio en latín, y ahora
resulta también un erudito en tangos…?».
—Julio
Sosa —continuó— no es santo de mi devoción, pero, en cambio,
recuerdo muy bien cómo cantaron Contramarca
Gardel
y Goyeneche.
Y
a continuación me dejó perplejo cuando, para explicarme las
diferencias de fraseo entre ambos cantores, cantó, por supuesto a
cappella,
el tango Contramarca,
primero con la voz de Carlos Gardel y en seguida con la de Roberto
Goyeneche. Cerré los ojos y, en efecto, eran
la
voz y el estilo de Gardel y eran
la
voz y el estilo de Goyeneche: Ramírez era
Gardel
y era
Goyeneche.
Se
rió de mi asombro, y no le dio mayor importancia a su habilidad:
—Desde
chico me he divertido componiendo imitaciones. En el colegio me
hacían parodiar a los profesores. Me gusta el teatro y, en fin,
todos poseemos nuestra cuota de necesario histrionismo. Tengo unos
cuantos personajes…
Y,
en efecto, a lo largo del tiempo verifiqué que el doctor Manuel
Ramírez Ansaldi podía reproducir irreprochablemente las voces, la
manera de modular, las pausas, los tics verbales de, por ejemplo,
Luis Sandrini, Carlos Menem, Raúl Alfonsín, José Marrone…
Dos
veces me atreví a mostrarle mis intentos de incursionar, como
creador, en la literatura narrativa. Con justicia, pero también
sin dramatismo, su parecer fue negativo: yo tenía buena prosa,
sintaxis correcta y hasta cierta expresividad loable, pero a mis
escritos les faltaban ciertos condimentos: cambio de ritmo,
«explosión» y, sobre todo, las «vivencias» que solo otorgan
los pormenores: sin el aporte de detalles funcionales, un relato se
vuelve evanescente, inverosímil y muere mientras el lector lo va
leyendo. Lo entendí muy bien: no insistí, en cuanto narrador, una
tercera vez, y me resigné, en mi presente y futura relación con la
literatura, a desempeñar el papel de profesor, crítico o filólogo.
Ramírez
Ansaldi gozaba también de su costado mundano.
No
despreciaba la parte «popular» de la existencia, y se hallaba, por
ejemplo, muy informado de las peripecias del campeonato argentino de
fútbol. Nunca quiso revelarnos cuál era el club de sus amores,
aunque yo tengo mi teoría en tal sentido. Su bienestar económico
parecía superar el nivel medio de sus colegas de la universidad:
vivía solo —alguna vez lo visité— en un amplio piso de la calle
Maure, unas cuadras antes de descender a la abadía de San Benito, y
manejaba un automóvil BMW de modelo relativamente reciente.
Alto
y delgado, se movía y caminaba con elegancia juvenil, a pesar de que
estaría acercándose a las seis décadas de su edad. El paso
del tiempo ni siquiera insinuó un amague de calvicie; peinado sin
mayor rigidez su abundante cabello castaño claro, las canas de las
sienes no le agregaban años sino que le otorgaban un atractivo
adicional. Un rostro armónico, ojos celestes, dientes blancos y de
sonrisa fácil…
Soy
varón y no me intereso en la belleza masculina, pero sin duda el
doctor Manuel Ramírez Ansaldi era un hombre muy buen mozo. En la
Facultad se conocían algunas historias, y no solo con profesoras:
también más de cuatro chicas estudiantes habían sucumbido
a los encantos del afortunado docente. Era, en suma, lo que los
adolescentes
llaman
un
winner.
Innecesario
consignar que yo lo admiraba y, dentro de lo posible, me habría
agradado parecerme al doctor Manuel Ramírez Ansaldi, y ser, al igual
que él, un
winner.
2
Una
tarde de diciembre (la Facultad estaba casi desierta) lo encontré en
el pasillo del segundo piso con su cartapacio de cuero negro.
—Joven
Loiácono —me saludó, con esa conjunción, un poco molesta para
mí, de llamarme joven
y
tratarme de usted,
como para mantener cierta distancia—, tengo entendido que
ahora somos colegas.
Esas
palabras, por excesivas (me sentía bastante por debajo de su nivel
intelectual), me avergonzaron un poco pero, simultáneamente,
confirieron osadía a mis veinticuatro años: aproveché la
oportunidad para exponerle mi propósito de ganar una beca en el
doctorado.
—Eso
es excelente; lo invito a que tomemos algo para hablar con más
tranquilidad. Si tiene tiempo, claro.
La
situación me pareció extrañamente inversa: era el maestro quien
invitaba, mostrando interés por el proyecto de un discípulo.
Evitamos
el ruidoso bar que está en la esquina de Pedro Goyena y Puán, y nos
alejamos unas pocas cuadras hasta encontrar un café más tranquilo.
La penumbra de su interior contrastaba con la claridad hiriente de
fin de año.
Manuel
Ramírez Ansaldi pidió un whisky con hielo y lo saboreó con los
ojos cerrados;
yo,
que rara vez pruebo el alcohol, una gaseosa.
— ¿Ya
tiene pensado algo? Usted sabe que el primer escollo es el tema
—dijo.
—Pensaba
trabajar en la obra de un escritor al que la denominada «academia»
no tiene en su haber: Mario Spinelli.
—
¿Spinelli?
—preguntó o exclamó a la vez, por lo que temí alguna clase de
desprecio por su parte.
No
recuerdo qué logré balbucear. Sé que no me atreví a exteriorizar
mi opinión: para mí, Mario Spinelli era tal vez, e incluso sin tal
vez,
el mejor narrador policial de lengua española. Los cuatro libros de
cuentos y las catorce novelas fueron mis lecturas preferidas en la
adolescencia y —de algún modo— determinaron mi destino.
—Abrigo
mis dudas —dijo—. Spinelli es ingenioso, sabe urdir tramas
precisas y atrayentes, pero…
Meneó
un poco la cabeza, como buscando el término exacto:
—Pero,
al fin y al cabo, no deja de ser un autor comercial, un mero
fabricante de best-sellers,
el ejecutor de un género menor.
Me
sorprendió, en un hombre tan docto como Manuel Ramírez Ansaldi, ese
prejuicio. Con cierta impensada agresividad repliqué:
—Con
todo respeto, doctor, no estoy de acuerdo con usted. No existen, me
parece, géneros mayores y géneros menores; solo existen obras
literarias excelentes, muy buenas,
buenas,
mediocres, malas y pésimas.
Manuel
Ramírez Ansaldi esbozó una sonrisa ligeramente sobradora. Sin
embargo, no me sentí ofendido y la vi con simpatía.
—Sabía
—dijo— que usted iba a contestarme exactamente lo que me
contestó: coincide con su personalidad un poco apasionada. Se lo
dije a modo de provocación. En realidad, tiene razón, y yo estoy de
acuerdo con usted.
Envalentonado,
quise añadir un ejemplo contundente:
—Juzguemos
resultados y no intenciones: yo creo que el sainete El
conventillo de la Paloma,
de Alberto Vacarezza, es muy superior a la tragedia Dido,
de Juan Cruz Varela. Y, según dicen los que creen que saben, el
sainete es un género menor, y la tragedia, un un
género mayor…
—Sí,
pero ¿usted leyó Dido?
Tuve
que admitir que no había leído esa tragedia.
—Lo
felicito —dijo—. Su intuición fue certera. Yo sí leí Dido,
y no me pareció una obra meritoria.
Sentí
que, a pesar de estos vericuetos irónicos de Ramírez Ansaldi, había
ganado el primer tanto. Comprendí también que el doctor, un poco
desganado, estaba de vuelta de tantas cosas, de tanta polémica
inaprehensible, de tanta discusión hueca…
—Entiendo
—añadió— que los burócratas de la Facultad consideran los
libros de Spinelli como simples pasatiempos, laberintos o adivinanzas
de trescientas páginas. ¿Qué más da? Pero sus argumentos son
bastante rigurosos; no abusa de la psicología y hace que lo
aparentemente fantástico tenga, al final, una explicación racional.
Sin embargo, se permite a menudo algunos facilismos y ciertas
demagogias que no me gustan… Claro, en este caso lo que menos
importa es mi opinión… En cuanto propuesta, me parece excelente,
pero usted sabe cómo es esto: deberá presentar el proyecto y ser
aprobado por el comité evaluador. No le prometo nada, pero créame
que estaré de su lado. Usted es ambicioso y, en estos casos, la
ambición es un buen motor.
Por
la manera en que articuló el adjetivo ambicioso,
me pareció que, dentro de su cerebro, lo acompañaba el adverbio
demasiado.
El
resto de la conversación representó para mí una suma de estímulos.
Aunque con cierta displicencia, Ramírez Ansaldi mostró que
recordaba bastante bien algunos argumentos y ciertos recursos
narrativos que el novelista solía repetir. Con su prodigiosa
memoria, aunque con un halo de desdén, citaba detalles y personajes
secundarios que yo mismo, que había leído tantas veces las obras,
había olvidado.
«Claro»,
me dije, «hay algo indiscutible: yo soy el inexperto Federico
Loiácono, el entusiasta que hace y hará lo que pueda, y él es el
maravilloso doctor Manuel Ramírez Ansaldi, el que abarca, procesa y
elabora cualquier información externa, convirtiendo en funcional lo
que merece serlo y desechando lo que entorpece o molesta».
No
exagero si afirmo que me despedí de él en un estado de emoción
quizá difícil de explicar,
pero auténtico. La avenida Pedro Goyena es de muy agradable aspecto,
y esa tarde de diciembre me pareció doblemente embellecida.
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