jueves, 1 de enero de 2015

Carlos Enrique Saldivar (Peru)


                                             Pintura   ALFONSO JIMENEZ CASTILLO   


DESESPERADO FINAL



Estaba harto de la vida, demasiados e intolerables sufrimientos lo habían conducido a esa terrible decisión. Al arrojarse al mar se sintió libre, pero al sumergirse su angustia fue mayúscula; supo que no moriría ahogado, por todas partes los tiburones se aproximaban. 




en la cueva








A Fernando Iwasaki







Solía jugar con mis cuatro hermanos a que nuestras recámaras eran los continentes. Éramos (de mayor a menor) Alberto, de catorce años, Arturo, Arnaldo, Andrés y yo, Alfredito, aunque no me gustaba que me dijesen así. No teníamos hermanas, pero contábamos con amigas de nuestro colegio, con ellas a veces salíamos a la calle o realizábamos reuniones con sanos divertimentos. Nuestro hogar era aun más entretenido, sobre todo nuestras habitaciones; nuestra familia era acomodada y cada quien tenía su propia alcoba. La mía era Oceanía, en ella solíamos jugar a los piratas y marineros, pero el lugar más interesante de la casa era el dormitorio de Alberto, el cual era África, allí sucedían toda clase de aventuras fabulosas. Un día éramos unos safaris buscando fantásticas bestias, otro, una tribu de guerreros en pos de un tesoro extraordinario. Alberto inventó un juego curioso, decía que bajo su cama había una cueva muy profunda a la cual había que descender para alcanzar la gracia de la madurez. Nadie se atrevía a penetrar allí, nos daba miedo. Alberto fue el único que ingresó. Se adentró en la oscuridad y se perdió en ella, de vez en cuando escuchábamos suspiros, murmullos, algún alarido tenebroso. Nuestro hermano desapareció varias horas, medio día; al anochecer salió de allí con una sonrisa de satisfacción y nos pidió que por favor desocupáramos su cuarto. Desde entonces no es el mismo, ya no juega con nosotros, se ha apartado con sus propias amistades; todo ello me entristece. Hoy, en su ausencia, me he filtrado en su habitación y he pegado la oreja a la parte baja de su lecho, he escuchado algo, una risita femenina que me atrae y repele a la vez, y que me preocupa. Pues tarde o temprano todo varón ha de entrar en esa cueva.

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