El
Cucaracho y otros relatos
La
profecía Tlön.
“Antes de llegar siquiera a conocerte ya te quería”
.
Amaral
Para
Regina Castro.
Miro
la foto de mi madre, flanqueada por su padre y
su
abuelo materno, me hace pensar en la terca resolución de la sangre.
A su derecha está Ángel, el catalán, oriundo de Santa
Coloma
de Farnés, fundó en Montevideo una empresa de abastecimiento de
carbón y leña a la enorme ciudad luminosa. Dicen que era triste,
mi
padre me lo contó con términos que no le perdonaban esa melancolía.
Dicen que daba un trato cruel a sus empleados en el
aserradero
a orillas del río Santa Lucía. Un día castigó a un chico que se
negaba a trabajar, los padres del chico, trabajadores por igual,
pidieron
clemencia y también un médico para que lo atendiera y ambas cosas
le negó el abuelo Sala; el niño murió y toda su casa se llenó
de
llantos como si entrara un viento oscuro y sus hijas vivieron
aterradas y temiendo un castigo. De muchas maneras, mi madre y sus
hermanas
trataron
de calmar el alma de aquel chico, con flores y con rezos y con llanto
e intentos inútiles de borrarlo de su conciencia.
Pasan
los años y a la hermana mayor se le muere su primogénito a la misma
edad de aquel niño. Se miran las hermanas con estupor, y ya no se
reúnen
para celebrar fiestas; buscan resquicios donde colar una discusión,
un tormento verbal con el cual sentirse ofendidas y distantes y
quedarse recluidas en sus casas.
Pasan
los años y mi abuelo está aislado, solo y melancólico, habla nada
más que con mi padre, que no es de su sangre. Le confía el fracaso
de
su vida. Ha sido triste y está amargado. Abusa de la acusación; los
otros, siempre los otros.
Pienso
en mi padre contándome aquella anécdota y con el paso de los años
le veo un matiz que antes no conocía, cierto fulgor diabólico de re
compensa,
de venganza, de placer negativo. Como si papá disfrutara al verles
la negra hilacha en la confección de la felicidad a los ricos, a la
rica familia de mamá.
Todo
puede ser y todo me lo perdono; a medida que lo enumero, lo dejo ir
como una barquita de papel en un río, le digo adiós.
Asistido
por el rencor social de mi padre revestido de sabia escucha, se podrá
sostener la imagen del abuelo Sala apoyado en la ventana del
bar
“El Capi” en Pereira y Diego Lamas donde desgranaba su tediosa
tristeza bebiendo grappamiel.
Ahora
miro a la izquierda y veo al abuelo Cruz, nacido en Santa Cruz de
Tenerife, que sonríe y parece disfrutar de la vida, parece que la
vida
le vaya a reventar en el cuerpo y a escaparse por sus poros y por su
sonrisa. El abuelo Cruz (“Tatita”, le decía mi madre) luchó en
Arbolito y perdió para siempre, perdió históricamente en
Massoller. A veces me
pregunto
cómo hacía esa gente para amar tanto al país que los acogía como
para ir a una batalla por él. Pienso si no eran más
internacionalistas
que cualquiera de nosotros. A
“Tatita”,
decía mi madre, los milicos del gobierno estatal, le tiraban de los
mechones de pelo en la nuca y de las nacientes patillas para que
confesara nombres de otros conspiradores “blancos” contra el
gobierno, le daban asi mismo algún que otro cachetazo y le
arrancaron, eso sí, las uñas de las manos con unas tenazas. El
abuelo Cruz odió siempre a
los
del partido “colorado” en el gobierno y hubiera estado dispuesto
a emprender una nueva revolución.
La
extraña sensación que experimentaba al escuchar una y otra vez
aquella anécdota era que no había en ella tristeza ni
arrepentimiento ni
rencor.
Había emociones heroicas, digamos, a campo abierto, valor y coraje,
violencia necesaria, lucha y convicciones. Tatita murió de viejo,
feliz y retozón, en la cama mientras dormía y sus hijos lo
despidieron con
amor
y expresando la felicidad de haberlo conocido.
Era
un hombre que en la mesa del domingo hacía reír a los
circunstantes. Había luchado y había perdido y había amado
siempre.
El
abuelo Sala, más urbano, más recalcitrante, más hipócrita quizás,
había aportado dinero para las luchas políticas pero se había
quedado en
su
aserradero mirando al horizonte, retorciendo ideas como clavos.
Allí
están ellos, como las dos almas masculinas de mi madre.
Pasan
los años, viajo a España, visito Santa Coloma de Farners, como un
viajero investigador sin rumbo. Alguien me advierte. “¡Ojo!
Quien
no sabe lo que busca no entiende lo que encuentra”.
Llevo
muchos años en España, emprendo una terapia para comprender
imágenes que me acosan y que a esta altura van más allá de la
utilidad que, creativamente, puedan aportarme.
Me
molestan. Un hombre, eternamente persigue a un niño y lo mata de un
modo vil, sólo le da un cachetazo pero la violencia de sus ojos y su
mirada es muy superior al daño físico, el niño muere en una tarde
consumido por el horror,cerca de allí hay un pantano cubierto de
musgo verdinoso y brillante bajo el sol. Alguien tiene miedo de
hundirse en la ciénaga y
morir
ahogado. El miedo viaja en el cuerpo a través de generaciones. El
niño, oscuro y terroso, surge de su entierro clandestino, los padres
huyen hacia el norte, comprados por un dinero miserable, el niño
dice “volveré y mataréa toda tu raza”.
Un
hombre sentado en una incómoda silla de madera que le daña la
espalda, suda dolorido, apenas cubierto por una camiseta sucia sin
mangas que rodea su desamparado torso.
Alguien,
con brutal precisión mecánica, le arranca las uñas.
III
Desesperado,
acudo a Madrid para calmar los sangran
tes
alaridos del niño asesinado de mis sueños. Me hipnotizan para que
vea los sucesos, para que pueda extraer alguna clave escondida que me
sirva, a mí, que nada hice, para liberar esas imágenes, mantenidas
allí
quien
sabe por qué esfuerzo descomunal de la psique
.
A
la salida de la sesión, en un lujoso piso cercano a Opera, deambulo
atontado por calles sin fin donde gente que grita parece esforzarse
en
proclamar
su vacua simpatía. Me siento solo y, quizás, dolorosamente libre.
Voy
a sitios que no conozco, hablo con gente a la que no entiendo, me
mareo, recuerdo el agua fría en mi cara en un bar, un libro de
Almafuerte
con tapas duras con filos dorados y dentro cinco folios en papel
seda. Con letra muy pequeña, alguien relata una historia
familiar.
Todo resuena en mi interior.
IV
Yo
también me acerqué cuanto me fue posible al rostro verdadero de mis
antepasados. Un continente de tradiciones familiares que fue sólido
e
invariable hasta el mismo momento en que, liberado del miedo y la
esclavitud de la percepción, les hice frente y los miré con amor
y
quizás con cierta pena y un fastidioso pesar por el inútil tiempo
perdido.
Relatarlo
puede parecer fácil pero llegar hasta los firmes altares de ese
vasto continente de sangre no lo fue. Desde muy pequeño ya me perdía
enel ir y venir de los paisajes que me rodeaban. Desaparecía por
completo la noción de un yo, de un ahora restringido y limitado
al
dato inmediato, y trepaba a los árboles y acomodado en las ramas me
dejaba arrullar por un suave viento. Los árboles, sus copas, eran mi
lecho
y el viento un mensajero que me dejaba escuchar ahí mismo, al lado
de mi oreja, voces lejanas, mensajes incomprensibles cuya procedencia
era tan desconocida como grande era mi curiosidad. Escuchaba por
ejemplo
que un padre sugería a su hijo el mejor modo de manipular sus
materiales dentro de un taller donde se celebraba el rito de un
antiguo
oficio. Luego, algún pariente, en mi casa expresaba su ignorancia a
la hora de hablar con su propio hijo y yo, con mi voz de
niño,
repetía lo que había oído en las copas de los árboles y lo
aconsejaba. Esto suscitaba miradas desconcertadas e interrogadoras,
la pregunta era evidente. ¿De dónde sacaba yo aquellas ideas y
aquellas palabras?
Responder
a esa interrogante nunca fue un propósito de mi vida, todo lo
contrario, mi cerebro se fue poblando de voces durante años. Voce
s
oídas en la noche, voces oídas en los trenes, voces oídas en las
comidas familiares de los domingos, voces que brotan de la
naturaleza,
voces que son eco de otras voces, voces
que
caen en la noche precipitándose de alturas plagadas por la oscuridad
y a veces por la violencia o la premura. Voces que pasan
volando,
que no quieren establecerse y permanecer,
que
dicen aquí estoy y luego dicen ya
me
he ido. Las voces claras de los árboles, las voc
es
sabias de las rocas, la asombrada voz
de
algunos roedores.
Luego
vinieron las voces de los hombres sabios. Voces pesadas, voces
artificiales, voces de difícil invocación. Una voz me asombró
entre otras,
yo
que lo conozco todo, la voz de un alemán llamado Max Weber. Este
hombre se pasó diez años en un altillo, pensando, sin
hablar,
articulando su pensamiento, y un día bajó de allí y habló, por
Dios, cómo habló, su hermana Mariana estaba asombrada, la voz de
Max hab
ía
perdido el metal y había ganado profundidad, rapidez, concisión y
claridad. Nadie se fija en estas cosas, a mí me persiguen,
como
recuerdos propios, estos recuerdos ajenos. Yo
fui,
en algún momento, Max Weber y bajé de mi altillo con una voz nueva.
El milagro está a la orden de día, es moneda corriente
en
muchas ciudades cuyas voces más recónditas, agitadas, mezcladas y
aventadas por el viento, recorren las avenidas de mi cerebro.
Weber
me habla de todo, habló de un lenguaje para su disciplina que esté
tan separado de la vida que pueda aportar toda la potente luz de
que
es posible la ciencia para volver a conocer esa misma vida. Se
necesita un lenguaje que no sea de este mundo para entrar en
este
mundo.
Alguna
tarde en alguna ciudad extraña y oscura me he mirado la mano y he
sentido que esa mano era su mano y que la tibia y pequeña letra de
los
manuscritos que tenía delante eran suyos y suyos los ojos con que
los estaba mirando.
Entonces,
me hundo en un vacío negro en el que me reconozco como una materia
total, infinita y viajera. En todas partes estoy, de todas
partes
vengo.
V
Un
día, recuerdo, le dije a mis allegados —no los identificaré—
que me recluiría en una casita pequeña que teníamos en el jardín,
que
saldría
de allí cuando llegara a una conclusión
–ellos
conocen mis afanes–. Pasaron los años lentamente al comienzo. A
veces salía para reunirme con mis padres que venían a verme a mí y
a
mi
familia y departíamos un rato, el suficiente para que ellos pudieran
continuar sosteniendo la creencia en mi “normalidad”.
Para
que todos puedan entenderlo, puse en práctica
un
programa de acción y ejercicios y lecturas que combinaban lo mejor
de Oriente y Occidente y me remití a él sin flagelarme
pero
sin descanso y con pasión. Vivimos la época dela maestría
personal, esta es una conclusión a la que llegué, puede parecer una
frase
hecha
más que se suma a la infinita cantidad de sandeces que se dicen pero
pensada y dicha en el momento adecuado funciona
como
verdad posible.
Miles
de libros fueron devorados en aquel pequeño h
ogar
de la elevación. Mil etapas quemé
en
breve lapso y pronto el tiempo pareció acelerarse. Cuando salía de
mi reclusión le preguntaba a mi mujer o a otros, datos acerca de la
realidad
común.
Hubo
un momento en que el tiempo, en común acuerdo
con
mis percepciones interiores, pareció acelerarse. Para ese entonces,
yo había alcanzado un grado importante de maestría
sobre
el tiempo. Podía vivir en él y utilizar sus escalas pero podía
asimismo sustraerme a una dimensión groseramente material de tierra
y dimensiones planas que está detrás y lo sostiene.
Fue
ejecutando determinado ejercicio físico, para a
justar
el cual hube de viajar a lejanos países para asegurarme de la
precisión con que lo realizaba, que caí, como quien vuelca en
el
barranco, en un terreno poroso e inmaterial de n
aturaleza
esponjosa y brillante. Todo estaba poblado de luz, luz en haces
horizontales que nos barrían, a mí y a otros seres de aquel
universo horizontal, revelando nuestro carácter lábil o provisorio.
No sentí miedo
sino
tranquilidad. Desde siempre he sido osado. Recuerdo de pequeño con
mi padre en la montaña que una vez cayó herido por una bala
perdida,
antes de ir a buscar ayuda le dije
¿quieres
que te arranque la bala? El me miró dudoso
pero
en la serena claridad de mis ojos de niño se ve que vio la confianza
que habitualmente depositaba en los dioses socialmente
sancionados.
Entonces yo le dije –sólo tenía ocho años– que se la sacaría
con la punta del cuchillo, pero que me perdonara de antemano si lo
mataba
en el intento. Dudó, se sumió en la confusión, pobre padre el mío
que delirio de dolor y mareo lo arrastró hasta que finalmente me
dijo “está bien, quítala, y no te preocupes, estás perdonado de
antemano si
me
mataras en el intento”. Con la tranquilidad de aquel salvoconducto
me entregué al fácil erotismo de la científica curiosidad
infantil, yo quería escarbar la carne humana, quería arrancar
aquella bala, quería oír su dolor y luego contribuir a mitigarlo,
quería ver saltar por el aire aquel denso aparatito de muerte y
verlo caer en tierra, entre hojas de otoño y pajullas y el amarillo
de los arbustos perennes, quería ver
ya
hacer todo eso y luego contarlo. Quería guardarlo dentro de mí y
creer que eso era parte de mí. Entonces reí, no te preocupes, dije,
no
te preocupes papá, no te mataré. Y le hinqué el cuchillo a fondo,
quebré algo, rompí otra cosa más pequeña, sangró la pierna, y
saltó la
bala,
papá se deshizo en gritos quejumbrosos y doloridos, yo sudé un poco
y luego sonreí con una sonrisa grande y entregada, miré a papá y
vi que no moriría. Entonces, con una pasión que no he vuelto a
poner
ni siquiera en la posesión de una mujer volqué en la herida
líquidos cicatrizantes, alcoholes que renovaron el aullido doloroso
que atravesó el bosque y chocó con las montañas. Sentí poderío,
sentí que era un hombre y que los hechos me cargaban de energía,
pero que eran neutros.
Entonces
me derrumbé y aparecí en otro tiempo donde me costaba situarme. Y
donde, además, yo actuaba como si supiera quién era, pero
la
verdad es que no tenía ni idea.
Sé
que la lengua que hablaba dejó huellas que vienen y van por las
circunvoluciones de mi cerebro y cuando lo hacen las reconozco y las
utilizo
con una enorme y fácil comodidad.
En
ese mundo yo era hijo de alguien y le amaba, era un buen hijo y
volvía a casa tras años de ausencia y el pueblo me recibía
jubiloso y
celebraba
unas victorias que yo había obtenido en lejanas tierras. Todo eso
sentí y todo me era conocido, todo eso resonaba en mi interior
y
nada era nuevo para mí. Mi cuerpo se dejaba guiar
con
el sabio poder del instinto y del movimiento y de ese modo llegué a
una casa de piedra de grandes puertas suntuosas,
atravesé
un puente y esperé ante una larga mesa iluminado por candelabros.
Vino entonces un hombre de cabellos ensortijados y maravillosos,
grises, azulados por momentos y
dorados
y argénteos anillos en las manos. Nada más
vernos,
la felicidad recorrió nuestros cuerpos. Él había confiado en mí
en otro tiempo y ahora estaba aquí para presenciar el
estupendo
resultado de su indomable fe. Sé que hablamos de valor, de la
nostalgia, de las premuras en los momentos críticos, de la
esperanza,
de
la amistad y de la sabiduría. Sé que me reveló y mi cuerpo y mi
mente pudo entender que “primero
fue la metáfora” y sólo
cuando
esta se convierte en verbo aparece la litera
tura”
y sé que esa mención me retrotrajo a un recuerdo en el cual estaba
con aquel hombre y con mi padre de ese tiempo y recorríamos unos
caminos de montaña tapizados de hojas y el hombre aquel o su voz
decía
“estampido
del cielo presente en cabellos de los árboles”, luego “cabellos
rojos bajo estampido presentes ahora al pie de la montaña” y
continuaba de un modo monótono y claro con la enumeración de las
situaciones posibles a las que podía desplazarse aquella imagen
física del fuego. Un mundo de espacio donde los fenómenos se
espacializan
transfigurándose,
más grandes, más pequeños, más cerca, más lejos. Recuerdo
asimismo que aquel hombre le decía a mi padre. “Tras muchos
traslados
de esa imagen física, ese traslado adquiere un nombre, es una
metáfora que a la vez es nombre, y cuando su carácter
se
vuelve habito, se convierte en un verbo. El mundo no es en realidad
más que tres o cuatro metáforas esenciales y sus variantes
convertidas
en verbos. Quien comprenda esto
adquiere
el derecho a utilizar poderosas palancas de movimiento. Los que
meramente manipulan dicen que el verbo estuvo primero y dicen
que
“fue” para que parezca algo más esencial”.
Yo
sé que al escuchar aquellas palabras y dejar que
el
eco de su intensidad retumbara en mi
interior,
como si se tratara de un brote vegetal en
pleno
crecimiento, un pensamiento nació
en
mí y se hizo parte de mí, yo pensé “que un día v
olveríamos”
y no me pregunten porqué
en
ese momento algo sabía en mí quienes eran esos m
iembros
de “nosotros”, pero lo sabía.
Y
me dije a mi mismo para recalcarlo “un día volver
emos”
y como bajo el efecto hipnótico
de
una salmodia litúrgica repetí: “Volveré, un día
volveremos,
porque yo represento a todos aquellos que se quedaron con las ganas,
que volverán, que no renuncian a sus pensamientos
más
íntimos, que saben de su generosa sabiduría y
de
los peligros del poder. Por mí, por todos ellos, volveré”
Al
volver en mí, me pareció oír, a aquel hombre de
cabellos
cenicientos y lujosos anillos llenos de historia, que decía “ya ha
entrado en contacto con ellos, cuando el tiempo se
superponga
generaran hechos”.
VI
Caí,
como quien vuelca en el barranco, en un terreno poroso e inmaterial
de naturaleza esponjosa y brillante. Todo estaba poblado de luz,
luz
en haces horizontales que nos barrían, a mí y a otros seres de
aquel universo horizontal, revelando nuestro carácter lábil o
provisorio. No sentí miedo sino tranquilidad.
El
caer, volvieron las voces antiguas, como si hubieran estado
aguardando escondidas en un ángulo de la manifestación a este
momento
supremo.
Todo el ámbito de mi ser, que
ahora
era desconocido y extenso, se pobló de diálogos que cruzaban ante
mi como mensajes espectrales. De pronto me vi ante un metal
de
aspecto militar –escudo o cobertura de un carruaje bélico– mi
rostro, repentinamente joven cambiaba de forma a una
velocidad
extrema. Ahora indio, ahora negro, ahora
mulato,
ahora blanco, ahora chino,
todas
las sangres tenían su rasgo en mi rostro, yo
era
todos y a la vez. Sentí fervor, sentí gloria, sentí una efusión
bélica en mi sangre, sentí el dolor de la herida, el deseo de
venganza,
la ejecución minuciosa de un plan mortal,
sentí
el enfriamiento de los músculos y el cerebral trajinar de una
actividad conspirativa,sentí que yo era nosotros y que volvíamos.
Fui
yo, fui muchos, fui una conciencia que desplegaba sus alas como un
águila cuya sombra enmudecía a las multitudes. Me encontré en una
plaz
a
y mataban a un hombre movido por el ardiente deseo de justicia.
Pregunté quién es ese y me dijeron que Túpac Katari.
Vi
cómo lo mataban y vi el rigor helado de sus ojos
mirando
despojados de sus párpados a su verdugo aterrado. Le oí decir con
cada una de mis células:
“¡Volveré
y seré millones!” Y sentí que la vida es
eterna
con un sacudimiento de mis músculos que me tumbó con un golpe cuan
largo soy, en la arena de la plaza. Pensé o intenté pensar “la
vida es eterna” pero en cambio sentí el implacable carácter del
mito y
quedé
allí tumbado y tieso como una losa de mármol,como una piedra
pesada. Entonces mi conciencia se hundió en un lago que era un río
que
era el cielo que era la montaña que era la uña de un niño que era
el ala de un ave que era la orilla del mundo que era fuerte y
desmedida,
insondable, sombría y poblada por la esperanza a un tiempo, entonces
me lancé a un agua oscura que era yo mismo convertido en
agua
y me recibía cuando yo era sin
cuerpo
un algo que flota que cunde que viaja que surge, y supe que yo
siempre volveré.
VII
Extenuado
por la lectura de aquellos hechos y aquel
las
emociones que parecían proceder de
detrás
del tiempo me dormí en el hotel de Madrid donde decidí pasar la
noche. Pensé en Borges, en un barco que vi una vez surcando el río
de
la Plata en la noche rumbo a Montevideo, pensé en el territorio
llamado Tlön, leí las últimas noticias sobre Bolivia y
pensé
que quizás el tiempo había dado su vuelta cíclica y ya era hora de
acabar con mi autoexilio y volver para el momento grande de la
fratria,
de los hermanos de que hablaba Andrés Bello. Pensé que le
conciencia de inmortalidad es más grande que el desarrollo local
de
la conciencia en un cerebro y en un solo ser y de algún modo la
barre como una descarga eléctrica poderosa acabaría con una
instalación
inadecuada. Recordé a Leonard Orr en Gerona hablando sobre la
inmortalidad física y cómo de algún modo “EL Inmortal” y “Tlön
Uqbar Orbius Tertius” son uno y el mismo relato, donde el
desproporcionado
carácter caótico de la narración imita (un recurso inusual en la
literatura Borges) de algún modo las azarosas derivas de una mente
que se supiera inmortal, es decir que no concibiera su acabamiento.
Y
esa conciencia sólo puede ser un lugar. Ahora es una metáfora, no
pude menos que pensar en el inquietante redactor de aquellos cinco
folios
y recordar “en el principio fue la metáfora”. Decidí llamar a
ese lugar “Borges” y luego, más racional, cuando hube
deshebrado
unos cuantos caracteres posibles de ese
lugar,
decidí llamarlo “lugar llamado
Tlön”.
Un lugar donde las cosas duran mientras permanecen anidadas en alguna
conciencia. La cesación del contenido de conciencia
implica
el acabamiento del fenómeno.
Me
entregué, mirando el contaminado cielo de Madrid
a
la recordación del curso de Orr, y
cómo
adquiríamos “realmente” una conciencia inmorta
l.
Cerré los ojos y busqué esa posición de la conciencia, ese lugar.
Entonces mi percepción interior comenzó a trabajar, se
quebró
en dos. En un lugar, como si fuera un cuarto
ventilado
estaba yo con los ojos cerrados y oía o representaba en mi mente lo
que seinfería del transcurrir en el cuarto de al
lado,
donde la vida retomaba su actividad incesante
con
mecánica precisión. Sentí
emociones
antiguas, desligadas de cualquier tipo de
objeto.
Sentí una tristeza primordial, un
dolor
también primordial y una feraz alegría
desbordante
que parecía partirme el pecho en
dos
y cuyo origen me resultaba indiferente.
Estaba
en un lugar que era un no-lugar y allí todo
iba
a una velocidad sin medida.
Vi
a mi abuelo y su atroz miedo a una maldición, el
terror
de los que mandan cuando el
servidor
lo condena. Vi a mi abuelo cuando le
arrancaban
la uñas y sentí cómo su
convicción
llena de la fe en sus actos lo preservaba mágicamente de cualquier
penoso dolor. Por un instante iluminador que pasó raudo co
mo
un lampo me sentí ajeno y fui como un ojo, yo era un ojo. En este
estado permanecí no sé cuánto tiempo. De pronto
sentí
la presencia de mi madre que me daba las gracias y me decía que ya
está, que ya había
cumplido
con parte importante de mi misión. Que el
aire
estaba más limpio.
Entonces
me desperté y estaba sudando y el pecho subía y bajaba como un
enorme fuelle anheloso. Y experimenté una libertad interior como
nunca
antes. No la entendí, pero la acepté.
Ahora
sabía que volvería, que el camino estaba abierto y claro, limpio,
único y firme. Pensé en mí en términos de multitud y me dije que
yo
también
volvería, que un día volveré y seré
millones,
que al final sólo hay alegría y chispas cósmicas que pasan fugaces
como los meteoros, tan fugaces que parece que escondieran un
as
risillas. Salí a pasear por las calles y me hundí en la noche lleno
de una fe sin objeto, una de las más hermosas sensaciones que
un
hombre puede experimentar mientras observa las estrellas.
ISBN-13:
978-1499171303
ISBN-10:
1499171307
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